Instalaciones del Club Puerto Azul en La Guaira, estado Vargas, Circa 1956 / Fotografía de Leo Matiz

Cien años de Leo Matiz y la Venezuela que (se) fue

Fecha de publicación: mayo 23, 2017

Nació en Macondo antes de que fuera novela, hace exactamente un siglo. Cien años de soledad a cuestas detrás de un lente viajero y coqueto, inquieto y popular, agitador y perturbado, una cámara viva que dejó en Venezuela una huella de miles de negativos y fotografías para el recuerdo, un hombre red, un mito en blanco y negro, un motivo que siempre será suficiente para recibir un justo homenaje, más cuando se trata de su centenario.

Se llama Leo Matiz y junto a su paisano Gabriel García Márquez capturó en 1958 el gran momento histórico del porvenir republicano de nuestro país: la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, general prófugo. Desde entonces, su registro del instante como una totalidad, de eso que llamamos cultura, de rostros y calles y edificios y costumbres, de las formas pequeñas pero absolutas, enmarcaron no un estilo, sino una época nacional. Décadas de crecimiento y esplendor. Décadas de contradicciones. El petróleo y los pueblos. La ciudad y la comida de la calle. La pesca y la vida del palacio presidencial. La miseria, la alegría, el dolor, la mismísima humanidad con sus luces y sombras. También el arte. Sí, Leo Matiz quería hacer arte, lo dijo más de una vez; y en Venezuela construyó uno de los períodos más importantes de su creación.

«Arte hay en muchas cosas. Las manos que trabajan y están produciendo tienen arte, tienen una forma agradable; la plasticidad de las nubes, la composición, la arquitectura, todo como un complemento; la luz… Gobernar la luz o aprovecharla. Uno no puede gobernar el sol, es cierto, pero sí hay un momento en que ese sol es de uno, en que me pertenece y lo aprovecho”, declaró Matiz en unas de sus últimas entrevistas para la televisión.

Cazador de joven, pueblerino, montuno, pescador descalzo, egocéntrico, alegre y primitivo, después colombiano trotamundos –inmigrante natural, mujeriego irredimible–, y ciego de un ojo al final de su vida de tragedias personales y amores arrebatados, de renuncias, silencio y pasión, este hombre revive en la actualidad desde su inmensa obra, aunque una vez llegara a declarar que ser recordado en el futuro serviría para sus hijos, sus nietos o sus bisnietos, pero no para él: «¿Qué podré yo pensar cuando esté muerto?», dijo entonces, «¿para qué?».

Trazó la arqueología de su aprendizaje desde el viaje y la noche, como caricaturista y dibujante, primero en Colombia y México, donde se hizo también fotógrafo y amante. Allí despertó, dijo: «Yo considero que México fue mi escuela, en todos los sentidos». En el DF conoció y retrató a Pablo Neruda, Luis Buñuel, Edward Weston, Marc Chagall, Jorge Elías Triana, Porfirio Barba Jacob, Frida Kahlo, Diego Rivera, Agustín Lara, María Félix, con quien tuvo sus romances; y David Siqueiros, con quien tuvo mucho más que un encontronazo desagradable, lo que originó su partida.

Dominado por la curiosidad, el goce, la relación con el otro, el brindis, su temperamento, su carácter y su obsesión por la fotografía, Prodavinci y la Fundación para la Cultura Urbana lo recuerdan a un siglo de su nacimiento para revelar su lado más humano y sus vivencias en Caracas, gracias a esta conversación desde Bogotá con su exesposa Amparo Caicedo, quien conserva un lote importante de recuerdos, además de miles de imágenes y negativos de Leo Matiz y sus viajes por Venezuela, donde este ciudadano ilustre vivió casi treinta años yendo y viniendo, desde 1949 hasta 1978.

—¿Cómo y por qué llegó Leo Matiz a Venezuela?

—Leo viajó hasta allá un año después del 9 de abril (de 1948, conocido como el Bogotazo), cuando lo hirieron… Después de irse a Estados Unidos, al Medio Oriente y a Europa, regresó a Bogotá y él aquí tenía una galería de arte; pues bien, estando aquí, Plinio Mendoza Neira, que vivía en Caracas, lo vio y le dijo: «Vente conmigo, que vamos a editar una revista en Venezuela y vamos a hacer unos libros». Y él se fue hasta allá, a la casa de Plinio, que en ese momento estaba casado con su segunda mujer: María Teresa Nieto. Eso fue como en 1949, antes de que nos casáramos; pero después de casarnos él siguió yendo a Caracas, y vivimos allá muchos años.

—¿Cómo describiría el encuentro con ese nuevo país?

—Oiga, la Venezuela que nosotros vivimos era otra. Eso era un lujo, una belleza, un placer. Allá se comía como en el mejor restaurante de Roma. Él llegó a trabajar mucho con Rómulo Betancourt. Me decía: «Yo llego a su casa y es a trabajar, a hacer fotos de todos, hasta del perrito, de la mujer, de todo el mundo. Llego con mis ayudantes y, por ejemplo, si queremos un refresco vamos y lo sacamos de la nevera». Éramos de confianza. Leo fue el fotógrafo de la presidencia, pero la verdad es que hizo de todo. También hizo cine, fotografió a modelos de comerciales.

—Usted también fue su modelo…

—Sí, pero me refiero a las modelos de “propagandas”. Yo no, solo a veces, cuando él necesitaba a alguien y me hacía las fotos; pero eso era a los trancones. Leo tenía un carácter fuerte, para uno modelarle a él no era así con cariñito, con cuidadito. Me decía: «¡Párese bien, que parece una boba!, haga así, pero voltee la cara…», y yo no era modelo, entonces le respondía: «Ay, ya no me tome más fotos». Eso no era tan sabrosito, no crea. Aunque con los niños sí era cariñoso. Con nuestros hijos jugaba, estando aquí en Colombia los llevaba a pescar, a montar a caballo, sobre todo antes de ser adolescentes. Aquí íbamos a pasear a una finquita, a gastar la plata que él ganaba en Venezuela, porque le iba muy bien. Además, allá lo estimaban, lo apreciaron más que en Colombia.

—Como muchos hombres populares en su época, Matiz fue un hombre mujeriego, ¿cuántas veces llegó a casarse?

—Uff, dicen que siete veces, cosa que no es cierta. Tal vez sí vivió con muchas mujeres, con amantes, y tuvo relaciones cortas o largas. Antes de conocerme, aparte de nuestros hijos, Alejandra y Leíto (hoy fallecido), tuvo una hija en Nueva York, se llama Maya y es hija de una diseñadora famosa que fue muy importante en la vida de Leo Matiz, se llamaba Donelda Fazakas. Ella era mayor y estuvo muy enamorada de él, lo ayudó mucho, lo que pasa es que Leo era un viajero, inestable, conquistador. Pero, realmente, que se hubiera casado, se casó en México dos veces, fueron matrimonios fugaces, que duraron seis meses o menos, y después ya aquí, conmigo, que fue un matrimonio más tradicional, más formal, aunque fue una aventura, al menos para mí.

—¿Por qué?

—Porque la vida de él era otra cosa. Yo era una muchachita burguesa de Cali, él era un aventurero, un bohemio. Yo después aprendí un poquito de arte por el contacto con los pintores que iban a su galería, a la que él tenía aquí en este sótano del edificio donde estamos hablando ahora, aquí exponían algunos grandes: Enrique Grau, Fernando Botero, que era apenas un muchacho, para nada importante. Yo me acuerdo que había quien decía que Botero no iba a perdurar. Ahí fue otra vida, pero más o menos a los trancones, o, como decía Leo: a los coñazos.

—¿Peleaban mucho?

—Uff, que si qué. No siempre nos tratábamos bien, desafortunadamente…

—Pero así como ocurre con las fotos, todo ser humano está hecho de luces y sombras, ¿cuál eran las de Leo Matiz?

—Ah, él tenía su encanto, por supuesto. Tenía sentido del humor, cuando hablaba frente a un auditorio era simpatiquísimo, y se reía con una hilera de dientes blanquísimos. Se veía bien, no era guapo, pero tenía una linda sonrisa. Era vanidoso y sabía posar, además era fotogénico, era histriónico, teatral, remedaba, actuaba, por eso cuando se fue a vivir a México pensó en ser actor. Pero él también era duro, muy dominante. Podía llegar a ser grosero y tenía un ego muy grande. Lo que sí era rico con Leo era ir a ver exposiciones. En Caracas fuimos a muchas.

Amparo, firme a sus más de ochenta años, lúcida y veloz, bañada por la escasa luz que entra por la ventana del que fuera el estudio de Matiz, muestra lo que ella escribió en un libro editado por Santiago Mutis, el hijo del escritor colombiano Álvaro Mutis. Se trata de un homenaje a artistas e intelectuales de su país. En ese material a ella le correspondió volcar algunos recuerdos en primera persona. Así inicia el texto sobre su exesposo: «Tenía una gran sensibilidad para ver lo más íntimo, era como si hiciera aflorar el alma de la gente, a veces también de las cosas. Cuando veo las viejas fotografías que me hizo Leo, me reconozco en el estado de ánimo que tenía en ese momento, en lo que estaba sintiendo. Yo pensaba que Leo se robaba algo de la gente a la que fotografiaba».

—¿Es cierto que usted era una niña bien de Cali y cuando tenía apenas diecisiete años se fugó con él?

—Sí, es cierto. Como dijo una periodista de allá, fue un rapto aceptado por mí. Lo que pasó fue que nos fuimos y mi papá me mandó a buscar con gente de la policía. Tenía influencias. Cuando nos consiguieron metieron a Leo a la cárcel y a mí a un convento. Después me trajeron a una iglesia en Bogotá para que me casara con él. Eso fue en 1956.

—¿Y luego qué vino?

—Leo era un viajero, él no podía estarse quieto. Empezó a viajar cada vez más a Venezuela, iba y venía. Yo estaba aquí en Bogotá cuando cubrió la caída de Pérez Jiménez. Eso fue tenaz. Hay fotos de él montado en un tanque en plena calle, sacando fotos de la gente.

—¿Dónde se hospedaba él en ese momento?

—En aquella época los colombianos que iban a Caracas llegaban a San Bernardino a una pensión de una colombiana que se llamaba Remedios, eso estaba cerca de donde vivían Plinio Mendoza Neira con su esposa y sus hijas. Ahí llegaban todos, Alejandro Vallejo, García Márquez, nosotros. Por eso fue que allá en Caracas, García Márquez y Leo Matiz trabajaron juntos. Recuerdo que cuando yo me iba a Caracas lo hacía en avión, pero a veces nos veníamos a Colombia por tierra y eso era un desastre. Ese carro lleno de cámaras. Ay, Leo parecía un gitano.

—He leído que tenía sangre gitana.

—Eso es mentira, gente que ha inventado una cantidad de cosas, pero eso no es cierto. Él no tenía sangre gitana, lo que pasa es que era un nómada, le gustaba estar moviéndose todo el tiempo.

—¿Cuántas cámaras llegó a tener, más o menos? ¿Era un coleccionista de sus herramientas de trabajo?

—Cuando se murió había ciento veinte cámaras. No sé cuántas fueron en total, seguro que mucho más. Lo que pasa es que a veces decía: «Ay, necesito una cámara para hacer esta foto, pero es carísima, y cómo hago para comprarla… No, no, qué la voy a comprar si la voy a utilizar para una foto solamente, pero es la perfecta para lo que quiero hacer». Y finalmente iba y la compraba. Él siempre, en las fotos que le hacían, salía adornado con sus cámaras, porque además se daba un… bueno, una vanidad. Tenía un ego impresionante.

—¿Qué tanto diría que se obsesionaba él con la foto perfecta?

—Era muy perfeccionista. Además, como fue dibujante y caricaturista sabía observar. Aquí desde estas mismas ventanas hay cantidades de fotos de la avenida Jiménez, del cerro Monserrate, de la gente. Estaba obsesionado con la luz, se sentaba mañana y tarde porque había una u otra nubecita que estorbaba. Cuando yo lo acompañaba, a veces, le decía: «Bueno, ya tomó las fotos, vámonos», y él: «No, hay que esperar». Era un maestro de la luz, le fascinaba la luz.

Amparo evita responder de forma directa algunas preguntas sobre su pasado con Matiz, se aferra a lo que estrictamente considera que debe decir, se centra en las imágenes impresas y poco más. Evade comentarios familiares, privados, de exposición profunda. Afuera llueve, es media mañana, pero hace frío; y ella aprovecha para ofrecer agua o café. Sale de la pequeña sala y regresa con una caja. Carga con cientos de fotos sobre el amplio registro que hizo el lente de Matiz por Venezuela. Se sienta y, una a una, las va pasando, las comenta. Entonces su memoria, poco a poco, levanta vuelo hacia viejos parajes de juventud.

—¿Cuántos negativos tiene usted de Leo Matiz, aproximadamente?

— No los he contado, pero creo que hay más de diez mil. Aquí esto fue en Los Andes, mire, y esto es La Guaira. Ay, qué bonito. Emigrantes, vea, que llegaban: italianos que iban a la playa a cantar sus canciones típicas. Me acuerdo que había muchos inmigrantes: portugueses, italianos, españoles. Muchos eran conserjes, o los que repartían el pan, la leche; la dejaban en la puerta y nadie se la robaba. Bueno, la otra Venezuela.

—¿Por qué dice «la otra Venezuela»?

—Ah, porque era otra. Esa que yo conocí no la vivió usted. Allá iban los mejores artistas del mundo en esa época, hay fotos de ellos también, cantantes, pintores, todos llegaban ahí. Había tiendas de Yves Saint Laurent, de Christian Dior, los originales de París. Qué bárbaro, era algo increíble.

Sobre el suelo, desperdigada, va quedando la memoria en blanco y negro de una buena parte del siglo XX venezolano. Hay una foto de Johnny Cecotto silueteada a mano con tinta blanca, por los bordes, para convertirse en aviso publicitario. Hay fotos de obreros, campos de golf, edificios populares, cascadas, palmeras, chaguaramos, playas, colegios, restaurantes; del río Orinoco, de aceras en Ciudad Bolívar, Puerto Cabello, Maracaibo y San Cristóbal; de toros coleados y ventanas coloniales anónimas; de sets de televisión, cocteles, galerías de arte, espectáculos de lucha libre en el Nuevo Circo, carreras de caballos en el Hipódromo de La Rinconada, protestas callejeras, jornadas electorales; fotos de la urbanización 23 de Enero, el palacio de Miraflores, la sede del Correo del Orinoco, el Museo de Bellas Artes, fachadas o espacios donde vivió o pernoctó Simón Bolívar, del Paseo Los Próceres, fuentes, autopistas, de Plaza Venezuela, de la plaza Bolívar, del polígono de tiro de Caracas; hay retratos: de Rómulo Betancourt, Sofía Ímber, Aimée Battistini, Susana Duijm, Carlos Andrés Pérez, Rafael Caldera, Renny Ottolina; del propio Leo Matiz.

Son el registro de un tiempo todo, del relato impuesto desde el poder a partir de 1958 por los gobiernos de Acción Democrática y Copei, con el petróleo como subtexto de esas imágenes de construcción del placer, la esperanza y el progreso. La Venezuela que fue.

—¿Y esta dónde será?… ¿Qué iglesia era esta? —se pregunta Amparo a sí misma, de repente, como tratando de mantener la conversación en torno a la obra del artista y la geografía segura de los recuerdos. Luego, con las preguntas más íntimas, quedará revelado: quiere evitar el dolor.

—Esta es la iglesia de San Francisco, en Caracas, pero cuénteme un poco más sobre la vida de ustedes allá, en aquella época.

—Bueno, vivíamos en San Bernardino y yo era una ama de casa que cocinaba. No más. Tenía a mis dos niñitos y él trabajaba y trabajaba. A veces íbamos a exposiciones con sus amigos fotógrafos, de los periódicos. Salíamos a La Guaira, íbamos al mar con frecuencia. O donde amigos, como las hijas de Plinio Mendoza, pero la verdad es que él trabajaba noche y día y casi no había tiempo. Aquí en Colombia no trabajó tanto, pero allá sí, por eso su obra sobre Venezuela es inmensa. Incluso más que en la época de México, donde hizo fotos bellísimas, sí, importantísimas, porque estuvieron sus maestros: Gabriel Figueroa, Álvarez Bravo, Tina Modotti, y se relacionó con los muralistas de la época, que en ese tiempo eran gente común y corriente, no personas endiosadas ni intocables, pero la obra de Venezuela es mayor. Después volvió a Bogotá y fue a Caracas, cuando García Márquez era un costeño corroncho, no un premio Nobel; se quedaban ambos en la pensión de Remedios y salían a trabajar con Plinio Apuleyo Mendoza.

—¿Por qué cree que prefirió instalarse en Caracas, en lugar de Ciudad de México, donde le fue tan bien?

—Es que la época de México fue otra cosa, él llegó allá muy joven, tenía veinticuatro años. Era un muchacho. Cuando fue a Venezuela ya había vivido en México, Estados Unidos, en el Medio Oriente; estaba casado conmigo, ya teníamos una niñita, quizás se llegó a sentir más en su sitio en ese momento.

—¿Y después de San Bernandino?

—Luego de San Bernardino vivimos en un apartamento en Las Mercedes, en un edificio bellísimo. No recuerdo cómo era la dirección. Allí vivió luego mi hija con su marido italiano. Ella está ahora en México manejando la Fundación Leo Matiz, la sede queda allá. Mírela, mírela aquí, esto es en La Guaira y esta era mi hija de pequeña. Vea esta, vea, estos son llaneros con liquiliquis. Ay, yo tengo un afecto por los venezolanos, ¿sabe por qué? Porque no son tan acartonados como los bogotanos. Yo no soy bogotana, sino de Cali. Ay, mire, esta foto me la hizo a mí. Me acuerdo que fue allá en San Bernardino: «Quédate ahí quieta, porque quiero ensayar con esta luz». Después, para una revista, me hizo otras fotos sobre la pava que le habían encargado. Sobre la mala suerte.

—¿Qué otras imágenes de la ciudad o de sus relaciones atesora con nostalgia?

—Bueno, por el hecho de sentirme sola no era que no me diera cuenta de lo agradable e increíble que era aquella ciudad. Es que era un lujo: tiendas de grandes diseñadores, restaurantes, esas avenidas, esa ida a la playa por la autopista, subir por el Ávila y de pronto desembocar con el olor del mar. Eso era una belleza. Y Leo tenía muy buenos amigos, él gozó y lo apreciaron mucho. Las actrices de cine lo trataban con cariño, en Colombia en cambio, no le paraban bolas. A él de Venezuela le encantaba sobre todo su gente, y además ganó mucha plata.

—Trabajó con varios presidentes, ¿cómo fue su relación con el poder?

—Leo hacía su trabajo, incluso llegó a trabajar para Pérez Jiménez, aunque nunca fue perezjimenista ni mucho menos. Su relación buena fue con Rómulo Betancourt, ellos llegaron a ser amigos personales. También fue muy amigo de Ramón J. Velázquez. Pero él no era político. Mire, esta foto la compró el Museo de Arte Moderno de Nueva York, esto fue después de un atentado que le hicieron a Betancourt, cuando salió en la televisión con las manos vendadas. Y mire, aquí está una periodista entrevistando a Carlos Andrés (Pérez).

—¿Y cuáles son, a su juicio, las mejores imágenes de Matiz sobre Venezuela?

—A mí me encantan esas que son más históricas, como las de la casa de Bolívar. Hay muchas de modelos, pero esas no me interesan.

—¿Y al final de su vida tuvieron contacto?

—Sí, yo lo fui a visitar muchas veces, charlamos. Habíamos peleado muy duro y nos separamos mal, pero al final nos veíamos. Él vivía por acá cerca en un apartamento. Yo lo llamaba y él me decía: «A ver, ¿qué quiere? Devuélvame mis negativos». Entonces yo le respondía: «Pues sí, se los devuelvo, pero cuando usted me dé lo que me tocaba de la finca». Y él: «La finca ya me la comí, ya se gastó esa plata». Y yo: «Ah, bueno, friéguese». Es que cuando nos separamos él dejó aquí unas cajas con negativos y en ese momento yo no se las quise devolver, pero al final, como le digo, yo lo iba a visitar porque me conmovía. Incluso fuimos juntos a ver exposiciones, ya él viejo y estando ambos separados. Yo lo acompañaba, él se cansaba. Y yo le decía: «Agárreme, tómeme del brazo, no se preocupe, apóyese en mí», porque le daba como pena agarrarme del brazo. Imagínese. Otra vez lo fui a ver y le llevé fotos suyas que yo había impreso. Y él me preguntó, siempre como regañándome: «¿Y estas dónde se las copiaron?», y yo: «En Nueva York». «Bueno, venga y se las firmó», y me las firmó… Mire, ante todo, Leo era un artista. Un artista. Y como todos los artistas, tenía un ego muy alto, y podía ser un hombre difícil, pero así lo recuerdo yo: como un artista, más que como un esposo. —Amparo hace una pausa, revuelve más impresiones. La memoria. Un atisbo de sonrisa que se asoma. Finalmente, me pregunta—: Bueno, ¿quiere que miremos los negativos? Mire, venga y vea, ¿será que esta foto también es de Venezuela?

Arturo Uslar Pietri, abogado, periodista, escritor y político venezolano, S/f / Fotografía de Leo Matiz
Sacerdotes por las calles de Caracas, S/f / Fotografía de Leo Matiz
Centro Simón Bolívar, S/f / Fotografía de Leo Matiz
Plaza Altamira, S/f / Fotografía de Leo Matiz
José Ignacio Cabrujas, dramaturgo venezolano, S/f / Fotografía de Leo Matiz
Guillermo Meneses, escritor venezolano, con su hija mayor, Sara Meneses Ímber, Circa 1959 / Fotografía de Leo Matiz
Vista del Centro Simón Bolívar y el centro de Caracas, Circa 1957 / Fotografía de Leo Matiz
Rómulo Betancourt revisa su discurso de toma de posesión de la Presidencia de la República, Caracas, 13 de febrero de 1959 / Fotografía de Leo Matiz
Escena Taurina, ca. 1955 / Fotografía de Leo Matiz

 

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