La izquierda ejerció sobre mí y los amigos de la adolescencia, con quienes más me relacioné, una fascinación agobiante. Eran los años sesenta, los de la irreverencia juvenil a escala mundial y no hubo una mayor que aquélla de los muchachos venezolanos que tomaron las armas por unos ideales que promovían la igualdad y la extinción de los egoísmos humanos. En aquellos tiempos era imposible para nosotros siquiera imaginar cuán mortalmente errónea fue esa decisión ni cuán alto el precio a pagar. Menos siquiera suponer cuán cruel y horrible es la verdad que desde siempre se ha escondido detrás del sueño comunista.
El hecho de que esa generación de prometeos hubiese sido derrotada política y militarmente, lejos de liquidar, aumentaba nuestra ensoñación. Su sacrificio tendía sobre ellos y sobre la izquierda criolla una pátina de romanticismo que constituía un imán muy poderoso para las almas juveniles más sensibles. Éramos entonces nosotros una sociedad de poetas quinceañeros que hasta culpables nos sentíamos por no haber sido parte de aquella épica que considerábamos de incuestionable moralidad y justicia. Izquierda, comunismo y humanismo conformaban en nuestras mentes febriles una entente admirable de la que queríamos ser parte.
Y en eso, llegó 1968, el año que lo cambió todo. Comenzó en la muy lejana Checoslovaquia, en enero, con un hecho en apariencia rutinario: la llegada al poder de Alexander Dubcek. Un burócrata comunista que se apartó de la nomenklatura roja y pretendió implantar en su país formas de izquierdismo incomprensibles para los propietarios feudales de la franquicia, el Partido Comunista de la Unión Soviética. Su intento contó con la simpatía inmediata de los espíritus libres del mundo y con el aborrecimiento de los comunistas ortodoxos.
Esa esperanza nacida en Praga coincidió en mayo con el movimiento encendido por los estudiantes en París contra l’ancien régime gaullista. Parecía entonces que una generación mundial de jóvenes, a uno y otro lado de la línea divisoria de las ideologías, se había levantado contra lo viejo, lo feo y lo injusto. Cómo no identificarnos y sentirnos parte de aquel movimiento, aunque todavía fuésemos muy jóvenes y, además, viviésemos en una isla remota en el Caribe.
A finales de junio, Charles De Gaulle, un demócrata al fin y al cabo, liquidó la revuelta parisina ganando de manera contundente las elecciones legislativas que él mismo había convocado para darle a los franceses la posibilidad de escoger entre su gobierno y la revolución juvenil. En agosto, los soviéticos y sus aliados, a la manera comunista, hicieron lo propio en Checoslovaquia, pero a su manera. Como ya había ocurrido en 1956 en Hungría, sin más miramientos y ante el estupor del planeta, entraron con sus tanques hasta Praga y segaron lo que había sido una hermosa primavera. La efervescencia juvenil en Europa había terminado, aunque sus efectos prendieron en el resto del planeta por varios años y, aparte de identificar para siempre a una generación, cambiaron al mundo.
El episodio que cerró el ciclo de Praga y conmovió nuestras almas de jóvenes simpatizantes de la izquierda ocurrió en enero de 1969. Un muchacho checo, Jan Palach, se roció de gasolina y se prendió fuego en la plaza San Wenceslao. Quiso con su gesto condenar la invasión soviética y, en términos expresos en una carta de despedida, la actitud colaboracionista de muchos conciudadanos suyos –“enchufados” han habido y habrán en todas partes y en todos los tiempos–. Esa inmolación abrió en nosotros una interrogante obvia: ¿cómo podía ser buena una ideología, y el partido que la representaba, si provocaba con sus acciones que un joven de 20 años, apenas unos pocos mayor que nosotros, por pura impotencia, se convirtiera en una tea?
Con lo ocurrido, la entente admirable en la que habíamos llegado a creer se había roto de manera definitiva. Los autores de la tragedia, los comunistas rusos y sus seguidores, y en particular los del Partido Comunista de Venezuela, no eran los izquierdistas que (en aquella época) soñábamos con ser. Nuestra intuición era poderosa –definitivamente no queríamos ser parte de aquella monstruosidad–, pero carecíamos de los recursos políticos y lógicos para darle la conceptualización que reclamaba nuestra racionalidad occidental.
En esos mismos tiempos apareció la guía que necesitábamos. Un político venezolano, miembro aún del Comité Central del Partido Comunista de Venezuela, conocido, odiado y querido por su pasado guerrillero, escribió un libro que mandó al carajo al partido y desmontó argumento por argumento la farsa comunista. Su nombre: Teodoro Petkoff. Por ese hecho, y por muchos otros a lo largo de su carrera política, ha merecido desde entonces mi inquebrantable admiración y simpatía.
Con Checoslovaquia, el socialismo como problema (1969), Petkoff insurgió en otro plano, en el de líder e ideólogo de una nueva izquierda. En ese libro, tomando como referencia argumental la invasión a Checoslovaquia, condenaba a la Unión Soviética y rechazaba la ortodoxia comunista. El impacto de su obra trascendió las fronteras nacionales y fue un manual para las nuevas generaciones de los izquierdistas en el continente. Tal fue su influencia internacional que el propio Leonid Brehznev, secretario general del Partido Comunista de la extinta URSS, lo declaró enemigo del proletariado (junto con el francés Roger Garaudy y el austríaco Ernest Fischer, quienes, como él, eran parte de los comités centrales de los partidos comunistas de sus respectivos países y publicaron aquel mismo año obras condenando la invasión y denunciando al comunismo soviético por antidemocrático y antihumanista).
Las ideas de Teodoro Petkoff fueron fuente para el nacimiento en Venezuela (enero de 1971) de una hermosa esperanza, el Movimiento al Socialismo, capítulo venezolano del socialismo democrático. Esperanza que se distorsionó y quedó trunca porque, como quedó demostrado a la vuelta de los años, los tiestos no salen a las cazuelas (vale decir las ideas son una cosa y su instrumentación humana otra distinta). Dicho de la manera más sencilla, los sueños de la izquierda, en todas las épocas y lugares, y cualquiera que haya sido el disfraz utilizado, han terminado en la misma horrible pesadilla de autoritarismo, persecuciones a la disidencia, empobrecimiento y corrupción, mucha corrupción.
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*Imagen destacada: «Ciudadano checo sobre un tanque», 1968 / Fotografía de Josef Koudelka
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