Por Milagros Socorro.-Claro que tiene expresión de galán de cine. Es un galán de cine.
Esta fotografía de Lucas Manzano, incluida en la colección de la Fundación Fotografía Urbana, fue tomada en 1918. Para ese momento, el joven caballero había triunfado en la gran pantalla… y también había pasado por muy diversos escenarios, como el campo de batalla y el presidio. Pero, como puede verse, se había forjado un estilo de vestir que lo caracterizó toda su vida.
En los diccionarios que le dedican una entrada, Lucas Manzano Castro (1884–1966) aparece definido como: Escritor, periodista y militar. Ninguno contempla su actividad de actor y cineasta, no por breve menos importante para él, e incluso para la historia del cine en Venezuela.
Lucas Manzano nació en Altagracia, Caracas, el 18 de octubre en una fecha comprendida entre 1884 y 1888. Hemos dado como buena la de 1884, porque en ocasión del sepelio de Enrique Bernardo Núñez, (en octubre de 1964), al que Manzano asistió en compañía de un periodista de Élite, le mostró a este su cédula, donde ponía que había nacido en 1884. De todas formas, le comentó al joven colega que él mismo no tenia certeza de su fecha de nacimiento porque había quedado huérfano “muy chiquito”.
Sus padres eran Pedro Manzano, cuyo oficio no se ha determinado, y Guadalupe Castro. Según establece el Diccionario Biográfico de Venezuela, editado por Garrido Mezquita y compañía, en 1953, sus estudios se limitaron a la primaria. La historiadora del cine venezolano, Ambretta Marrosu, especificó que Manzano
“aprendió a leer y escribir con una vieja señora venida a menos, que vivía con su hermano en un rancho de bahareque, al sur del puente entre Canónigos y San Ramón”.
–Cuando muchacho –dice una nota publicada en El Nacional, del 29 de diciembre de 1964, firmada por P.P. –tomó parte en los escuadrones de adolescentes que defendían el honor del barrio a pedrada limpia. Mas Lucas era el jefe pandillero que generosamente perdonaba al enemigo circunstancial.
Quizá por haberse quedado huérfano a temprana edad, empezó a trabajar de niño como aprendiz de zapatero en la firma Boccardo y Cía, una importante fábrica de calzado, alpargatas y artículos de talabartería, con establecimientos en Caracas, La Guaira y Ciudad Bolívar, además de dos tenerías, en Catia y en Maiquetía; y si esto fuera poco, tenía una casa de comisión en París. A finales del siglo XIX, esta industria, fundada en 1860, tenía cuatro mil trabajadores que elaboraban a mano diariamente de 6 a 700 pares de zapatos y 100 docenas alpargatas. Entre esos operarios se encontraba Lucas Manzano cuyas fotografías, que se conservan en abundancia, lo muestran siempre calzado de manera impecable.
En 1901, egresa de la Escuela de Artillería. Y no sería para lucir el uniforme en campos alfombrados: combatió en la Revolución Libertadora y resultó herido en la Batalla de La Victoria (octubre-noviembre de 1902), donde Cipriano Castro derrotó al general Matos dando origen a la proclama que decía: “Seis mil héroes han hecho morder el polvo a diez mil mercenarios…”.
Para entonces ya escribía poemas y los daba a la imprenta con divulgación suficiente para que en agosto de 1903 el periódico El Combate publicara una pequeña nota deseándole pronto restablecimiento por su enfermedad “al poeta Manzano”.
Por su desempeño en las arenas castrenses fue ascendido a capitán y sirvió en la División Táchira, bajo las órdenes del general Leopoldo Batista, uno de los caudillos andinos que se enfrentaría luego al general Gómez.
Entre 1902 y 1906, fue jefe del castillo de San Carlos de La Guaira. Al cabo de esos cuatro años colgó el uniforme e ingresó al periodismo del que solo lo apartaría la muerte. En 1906 se convierte en cronista de El Constitucional, a las órdenes de Gumersindo Rivas y estaría en ese trabajo por lo menos hasta finales de 1908. Sabemos que en noviembre de ese año Manzano se encuentra, como reportero de El Constitucional, en la comitiva que acompaña a Cipriano Castro el día que salió de Venezuela.
–Castro, -escribe Carlos Alarico Gómez en su libro “El poder andino: de Cipriano Castro a Medina Angarita”- toma el tren hacia La Guaira y aborda el buque Guadalupe, el 24 de noviembre de 1908. Se dirigía a Berlín a la Clínica Sanatorium Hygeia, a operarse con el Dr. James Adolfo Israel, nefrólogo de fama internacional. Iba acompañado de su esposa, de los médicos Pablo Acosta Ortiz, José Antonio Baldó y José Ignacio Cárdenas. También lo acompañaban don Carmelito, su padre, y Florinda, su hermana, además de su amigo Raimundo Fonseca y de un periodista de El Constitucional de nombre Lucas Manzano (a) Gonfalón, así como algunos miembros de su personal servicio.”
En el andén quedó el general Juan Vicente Gómez, quien había acudido a despedir a su compadre.
Reportero en bicicleta con parada en el calabozo. Al año siguiente, 1909, Lucas Manzano cambia de trabajo. Cuando Gómez se alza con el santo y la limosna, la poblada fue a saquear El Constitucional, y Manzano, por cierto, estuvo entre los defensores de los talleres de la Imprenta Nacional.
Va a convertirse en el primer inspector de Sanidad del Distrito Federal, pero su vocación por el periodismo lo lleva a ser redactor de El Universal desde la fundación de este diario ese mismo año. Según escribió Guillermo José Schael, “El editor de El Universal, Luis Teófilo Núñez dispuso que ‘se le dotara de una bicicleta’, comprometiéndolo a cumplir funciones reporteriles. Entonces no existía en el periódico la máquina de escribir y los originales se entregaban al taller en manuscritos”. Cabe pensar que, con semejantes condiciones de trabajo, el salario no sería muy jugoso. Quizá por eso nuestro hombre compartía la jornada entre el periódico y la plaza en la Inspectoría de Sanidad.
Y por esa misma época debió iniciarse como fotógrafo en El Cojo Ilustrado, revista quincenal que circuló entre 1892 y 1915. Lucas Manzano fue pionero de la fotografía de prensa. Y eso lo llevó al cine.
Pero antes de llegar al estrellato, Manzano deberá pagar tributo de rejas.
En su libro Tiempos viejos, 1942, escribió: “Y su primera visita a las cárceles de Gómez se remonta justamente a ese primer años de la gran dictadura: ‘Nos refería el General Celestino Peraza, cuando en el año de 1909 fuimos enviados en su honrosa compañía a recibir unos baños de sombra en el castillo Libertador de Puerto Cabello… “.
Y en otra de sus recopilaciones de crónicas, La ronda de Anauco, que publicaría muchos años después, en 1954, Manzano habla del presidio de Juan José Churión, columnista que firmaba como ‘El bachiller Munguía’, quien estaría preso por dos años, desde 1909 cuando cayó, por unos artículos publicados en El Tiempo. Sabemos que Manzano no estuvo preso todo ese tiempo, pero él mismo nos dice que coincidió con Munguía en los calabozos del castillo de Puerto Cabello. Lo más probable es que esa inauguración de Manzano en la cárcel hubiera sido a finales de 1909 y principios del 10, primero de Gómez en el poder; y quién sabe si el castigo tuvo que ver con aquella visión del periodista al lado de Cipriano cuando dejaba el país con la esperanza –vana- de curarse.
–Conducido a La Rotunda –dice Manzano de Churión- y días más tarde al castillo de Puerto Cabello, estuvo en el calabozo conocido con el nombre ‘La Capilla’, convenientemente engrillado durante un par de año, porque, según el vocero oficial decía, el General quería hacer un escarmiento con los cronistas caraqueños.
“Liberado de aquella mazmorra porque el Presidente cambió para magnánimo, Munguía y el que esta crónica escribe fueron a visitar Miraflores, conducidos por el invalorable amigo coronel Santiago Otalora, edecán del presidente, con el fin de que conociéramos de cerca al General Gómez y evitásemos nuevos tropiezos y encarcelamientos por una sinrazón de la razón oficial. Llevados a presencia del Primer Magistrado, este nos recibió con su habitual amabilidad y sin dejarnos articular palabra nos interrogó de esta manera:
– ¡Bueno!, ustedes estuvieron presos en Puerto Cabello, ¿verdad?
– Sí, señor General, estuvimos presos en Puerto Cabello.
– ¿Y por qué los llevamos? ¿Quién los mandó?
Perplejos ante aquellas interrogaciones íbamos a responderle cuando selló la entrevista con esta alocución:
– ¡Ajá!, pues pórtense bien y tengan mucho cuidado con lo que escriben porque si caen nuevamente no vuelven a escribir más. Nos alejamos de Miraflores haciéndonos cruces sin saber cómo nos las arreglaríamos para actuar en los años que nos quedasen libres de los esbirros que tenían la misión de encarcelar sin reparar a quiénes”.
La vida –y el general Gómez- le tenían reservadas otras dos prisiones. Pero no nos adelantemos. Ahora sí, Manzano se convierte en estrella de cine.
Dos películas, un solo éxito. En 1911, Lucas Manzano era un periodista conocido y un fotógrafo enamorado de este arte. Entonces se asocia con el director de cine Enrique Zimmermann para hacer un largometraje de ficción titulado La dama de las cayenas o pasión y muerte de Margarita Gutiérrez, al decir de Ricardo Tirado “una parodia de la celebérrima La dama de las camelias, de Alejandro Dumas, hijo”, filmada en escenarios naturales caraqueños, como El Calvario, el mercado de San Jacinto, el Pasaje Linares y El Paraíso.
Los ingresos de la película, dice Ambretta Marrosu, estaban destinados al “beneficio” de los cronistas de Caracas. El trabajo ad honorem de los guionistas y actores –los propios cronistas y uno que otro actor amigo- mantuvo seguramente bajos los costos de producción, que Zimmermann debe haber podido recuperar holgadamente con las proyecciones, aun después de pagarles un buen dinero a la periodística troupe, que incluía a Job Pim, Leoncio Martínez (Leo) y Federico León.
–Lucas Manzano –consignó Ricardo Tirado- representaba al galán Armando, enamorado inexorablemente de la bella margarita, según su argumento original, esta vez protagonizando la acreditada y muy guapa actriz venezolana Aurora Dubaín, musa a quien cantaban los poetas de entonces. Secundados por Ernestina Blanco, encarnando a una bruja malvada; y Edgar Anzola, que hacía de un cochero”.
Al final de la película que, según el argumento narrado por Tirado era, en realidad, una versión más que libre del original dumasiano, Margarita huye de su protector, un viejo militar, que se vale de su poder para perseguir a la pareja de amantes y matarlos, tras una persecución por en coche por las avenidas de El Paraíso.
La dama de las cayenas resultó un éxito fenomenal. Se estrenó en noviembre de 1911 en el cine Caracas, con presencia del presidente de la República, los ministros y la alta sociedad de Caracas. Después de muchas funciones, pasó a los cines Monumental y Cajigal, “donde la gente se apretujaba para verla”, dice Tirado.
–Si el éxito fue clamoroso –recordaría mucho después Lucas Manzano en su libro póstumoTradiciones caraqueñas– en cuanto se refiere a nuestro trabajo artístico, no lo fue menos en la hora de repartir los dinerillos que sumaron por concepto de taquilla y regalos, unos cuantos miles de bolívares.
No poco de ese éxito debe atribuirse a la actuación de Manzano. Uno de sus arrobados espectadores, el escritor Ramón Díaz Sánchez, se refirió a esa interpretación en los siguientes términos: “Yo he sido desde mi más tierna infancia devoto lector de Lucas Manzano. Siempre me preguntaba cómo sería el personaje que escribía estas crónicas como si las estuviera conversando… Y he aquí que una noche, cuando menos me lo esperaba le vi aparecer, vivito y coleando, en la pantalla del cine de mi pueblo. Eran aquellos los días aurorales del cine, y la película que se exhibía, primer ensayo de nuestra industria del celuloide, llamábase si mal no recuerdo, ‘Margarita Gutiérrez’. Pues bien, allí aparecería el autor de ‘Caracas de mil y pico’ luciendo un hermoso terno de casimir y un flamante flexible “Borsalino”. Se asomó a una puerta que mas tarde identifiqué como una de las del bodegón de Blas Murria, y después de tocar con su mano enguantada el ala del Borsalino, sacó del bolsillo del pecho un finísimo pañuelo de batista con el que limpió sus rutilantes corte-bajos de patente.
“Debo confesar que mi imaginación infantil no me había engañado: aquel era el hombre de mis sueños. Quince años después estreché su mano en la redacción de su revista y otros diez más tarde escribo este prólogo para su cuarto volumen de crónicas. Caracas ha cambiado mucho en todo este tiempo. Lucas ni pizca”, termina Ramón Díaz Sánchez (en octubre de 1948).
Con tan estupenda experiencia, se animaron a hacer otra película, también con guión del escritor de sainetes Rafael Otazo, autor del de La dama de las cayenas. Y es así como la dupla Zimmermann-Manzano se aventura a filmar Don Leandro, el inefable (1918) dirigido por Lucas Manzano, con las actuaciones de otro gran sainetero Rafael Guinand como Don Leandro; y otras figuras conocidas en los escenarios caraqueños como Juan Fort, Manolo Puértolas y, su esposa, Antonia de Puértolas.
Pero esta vez, lamentablemente, la suerte les será esquiva.
La culpa la tuvo la gripe española. Dejemos que sea la investigadora Ambretta Marrosu quien nos cuente qué pasó después.
“Entusiasmado por el éxito de La Dama de las Cayenas, fotógrafo él mismo, cineasta ya probado en varios cortos, rodados tanto con Zimmermann como solo, bien relacionado en muy diversos ambientes, Manzano consiguió el apoyo del general Eduardo G. Mancera, Administrador de la Lotería de Beneficencia del Distrito Federal, y ocasional empresario de espectáculos –en todo caso, bien situado en los pisos altos del régimen- para fundar Caracas Film, importar aparatos y materiales e idear un plan de producción.
“Un primer desliz en este plan fue el de incorporar profesionales del teatro confiándoles prácticamente las presuntas claves del éxito: el sainetista y empresario teatral Rafael Otazo, el popular actor costumbrista Rafael Guinand y sus colegas de la Compañía Hispano-Venezolana parecieron talentos suficientes para manejar todos los aspectos creativos de la empresa. […] Don Leandro, el inefable era una obra legítima de Rafael Otazo, quien efectivamente la puso en escena en las tablas en 1920 con la misma compañía y el mismo elenco de la película realizada en 1918. Y es sensato entender que un teatro tan fundamentalmente verbal como el sainete venezolano no tolerara con facilidad una adaptación al cine mudo que pareció consistir sobre todo en una reducción de los parlamentos. Es posible, en cambio, que la más libre, improvisada y colectiva inventiva que había generado la jocosidad de La dama de las cayenas descansando sobre las robustas espaldas de don Enrique Zimmermann, encontrara soluciones cinematográficas más varias y disfrutables. Esta no es sino una conjetura, pues ninguna copia de La dama de las cayenas parece haberse conservado y, por otra parte, la mala suerte persiguió sin dudas a Don Leandro, el inefable”.
El estreno de Don Leandro… estaba previsto para el sábado 26 de octubre de 1918… justamente el día en que las autoridades decidieron suspender todos los espectáculos públicos y las reuniones en general a causa de los estragos que estaba produciendo la gripe española. Cabe imaginar qué terrible decepción para la troupe.
Es posible que esta fotografía, que nos muestra un Manzano vestido de magnate, pero con expresión meditabunda y con cierto aire de preocupación, sea de esos días.
Claro que la película terminaría estrenándose, el 11 de enero del año siguiente, 1919, cuando se reabrieron los teatros, pero Caracas todavía no se había repuesto de tanta muerte y desolación. YDon Leandro… pasó sin pena ni gloria.
Dejamos a Manzano en enero de 1919, a semanas del día en que posó para el fotógrafo. Ya no volverá a hacer largometrajes de ficción. Lo esperan décadas de crónicas y dos prisiones más.
Continuará en la segunda parte…