Un atlas para Elizabeth: una fotografía de Alfredo Cortina y un texto de Luis Pérez Oramas [4/12]
Retrato de dama no identificada. Circa 1870.

Hela aquí, perfecta en su idea. Ella es la kouré: vestal de perfil, en su perfil helada. Esta es la imagen de Venezuela ante el altar de su sacrificio incesante, donde cambió la sangre de las venas –roja– por la negra sangre del subsuelo. Vestal de negro hallada; y para que la luz no se confunda no nos mira: quien nos mira, en cambio, es un perro –también negro– y como todos aquellos que nos miran desde una imagen nos indica lo que debemos mirar en la imagen. Como en los grandes cuadros antiguos, el admonitor, quien nos mira, decía el arquitecto Alberti cuando trataba de pintura, es quien nos advierte:

“… es bueno que en una historia haya alguien que nos advierta de lo que sucede; que con su mano nos invite a mirar o bien que, como si quisiese que este asunto fuese secreto, con rostro amenazador u ojos feroces nos impida acercarnos, o que nos indique que hay allí un peligro o una cosa digna de gran admiración, o que aún a través de sus gestos, nos invite a reír o llorar con los personajes. En fin es menester que todo aquello que los personajes hacen entre ellos o con los espectadores contribuya a enseñarnos la historia…”.

Puede mirarnos una cosa. Puede mirarnos un ser inanimado, una estatua, un animal, o como en los cuadros de Chardin, un lápiz. Ariel Jiménez ha notado la frecuente presencia de los perros en las imágenes de Alfredo Cortina:

“…si el cuerpo en el tiempo se degrada, y nuestra vida con ello se despide pausadamente, la serie puede también revelar todo aquello que, en contraste, se mantiene o se renueva. Así por ejemplo de la moda, visible en sus vestidos, que con el paso del tiempo se modifica, produciendo una cronología distinta, de orden cultural. Otro contraste significativo se produce con los perros que aparecen aquí y allá, como esa nota de continuidad biológica de la vida que, de un animal a otro se renueva”.

Nos mira el perro, mientras ella mira de perfil afuera, desde esta torre absurda, incompleta, como las columnas monumentales que enmarcaban a los grandes soberanos del pasado en sus retratos para significar la enormidad de su poder. Pero esta es una torre modesta, sólo lejanamente parecida a una torre de petróleo: ¿una torre de conducción eléctrica?, ¿una torre inservible sobre el agua, acaso en Macuto? La rama de un uvero de playa, quemada en las cenizas de sombra de la foto, es lo que ella mira. Y exactamente debajo de ella, debajo del animal que nos advierte, podemos leer la huella de dos letras: AD.

Contra el silencio infinito de la costa, Venezuela era moderna. Contra el ruido incesante del agua de las olas que se estrella dulcemente en la arena, el país se declinaba en una frase célebre:Venezuela, política y petróleo.

Ella, que ha llegado allí, con su perro atrás, le da la espalda.