Por Luis Pérez Oramas.- Excepcionalmente ella aquí lo mira, y por lo tanto nos mira. A diferencia de la inmensa mayoría de estas imágenes en las que Cortina la retrata, y ella no lo mira, porque se ensimisma tanto que nada mira, ella en Ortiz encaramada sobre el ángulo preciso de una pared de algún corral, de alguna construcción inacabada, esta vez desafiante, segura de sí, con sus manos dentro de los bolsillos, como una actriz de Hollywood en búsqueda de locaciones exóticas para una película de hacendados y aventureros, está tan lejos, y él tan atrás, que la posible tensión de la mirada que intercambiarían se ha perdido. Si ella lo mira, no sabemos; o mejor: no percibimos la precisión ni sentimos la predación de su mirada poseyéndolo.
Así en otras imágenes de la serie: cuando ella lo mira, y él la mira a ella, en la complicidad de la foto, están tan lejos el uno del otro que la tensión no existe, y por lo tanto tampoco la mirada ‘hace sentido’ para constituirse en retrato.
¿De qué sirve un retrato tan lejano que los rasgos del rostro, la corpórea personalidad del retratado se desvanece en la distancia? ¿Por qué Alfredo Cortina se empeñó, con una sistematicidad sin precedentes en la historia de nuestras imágenes, en evitar el retrato de ella? Excluyendo el retrato, ¿qué quería incluir? ¿Qué quería Cortina hacer visible al hacer la síncope absoluta del encuentro entre dos miradas, al buscar la economía del lazo en que se abrazan los ojos de ambos: la evitación del almocárabe –que una vez constituido, es inevitable- entre quien mira y a quien mira, ¿qué buscaba?
Estaremos siempre en deuda con la intuición del fotógrafo Vasco Szinetar que supo ver la desafiante complejidad, y la radical novedad, de la obra de este amateur llamado Alfredo Cortina. Porque Szinetar, desde su infalible habitus, sabe que lo que define a un retrato es precisamente ese intercambio de miradas, ausente aquí, aquí constantemente sincopado, y así nos lo ha señalado en la medida en que resucitaba para todos este tesoro de imágenes. Sea Jean Claude Milner: “Desde el Quattrocento, el retrato reposa sobre dos postulados exactamente proporcionales. No existe sino en tiempo presente y nos mira. El retrato mira al espectador. Algunos retratados se niegan: entonces buscamos hacia dónde o hacia quienes ellos vuelven sus miradas; suponemos que eso o aquello, lo que sea, ellos lo miran. Es así de necesaria la mirada. Nos preguntamos por qué razón el espectador no está siendo mirado, pero postulamos que es menester que haya alguien –o algo- mirado. Es más, establecemos como regla general que lo mirado debe ser el espectador. Cuando no sucede así, el comentador recurre a la noción de excepción”.
Ella estaba en Ortiz, pueblo mítico de pasajes entre una Venezuela y otra, que aún no cesa. Ella estaba en ese pueblo que Miguel Otero Silva describía en su novela de 1955.
Ellos tenían que saber: Casas muertas.
Ella estaba en Ortiz, encaramada sobre una casa muerta.