Luis Pérez Oramas.- Así se ha roto, en cada una de estas imágenes, el contrato de retrato: ellos no se miran uno al otro. Y cuando la situación en la que ella se encuentra pudiera necesariamente incluir el mirarse mutuo, entonces él se aleja, se distancia tanto que es imposible decir que se miraran.
¿Y si ella gritara como Eurídice?
Ella está en ese sitio vacío: un lugar para el sonido, que aquí se convierte en un lugar para la luz. Si no estuviese ella allí, con su falda batida por el viento –indicio en la foto de lo que no cabe en ella, de lo que la foto no puede hacer visible- con sus lentes de sol, otra vez detenida a media torsión, como si la frontalidad le fuese insostenible; si ella no hubiese venido a ocupar con su mínima presencia, si no llenase ella con su estar todo el vacío moderno que la acoge, sólo veríamos juegos de líneas rectas y curvas, ángulos y oblicuas, como el entreluz de sombras en el techo que se quiebra en un punto preciso señalando que ese triángulo de sol se ha hecho allí para que ella venga hasta su imagen.
Veríamos el cielo, que es enorme y musical, y no podríamos no ver las nubes que se marcan también en las vetustas manchas del techo, que se desconcha, de la Concha Acústica; veríamos en el piso del escenario como si se abriese el cielo, porque se ha abierto hace un instante: hace poco ha llovido, quedan aún los charcos de agua como espejos; como la fortuna humana en los grandes paisajes antiguos, aquí todo se señala en un cambio de nube: el negro chubasco que se aleja, el sol que llega.
Pero ella está allí y sólo la vemos a ella: un punto negro, una flecha oscura, mínima en la imagen, como las formas y figuras que también se observan en los ornamentos murales que Alejandro Otero, detrás de ella, ha dejado en las paredes, casi ya fuera de imagen.
La ciudad moderna era una ciudad ideal.
La ciudad ideal es un desierto.