Luis Pérez Oramas.- Vamos a suponer que han vuelto, que están de nuevo en las cercanías de Macuto. Ella, de impecable blanco, con su cartera de rayas a la moda.
Vienen de la gran ciudad: el automóvil de época –quiero imaginar un imponente Oldsmovil negro, modelo 1950– así lo indica en su fragmentaria presencia al borde de la imagen.
Ella mira hacia Naiguatá.
De nuevo, ella no nos mira.
No hay, por lo tanto, retrato.
Hay imagen, no en balde.
Porque las imágenes no hablan, porque son mudas como los animales que no hablan, nosotros sentimos la irrefrenable necesidad de hacerlas hablar. De proyectarles nuestras palabras. De imponerles lo que queremos que nos digan.
En Macuto, aún, estaba Reverón. No pintaba ya playones. Se pintaba a sí mismo y a sus majas, a sus bailarinas, a sus muñecas. Pero en todos y cada uno de aquellos playones que había pintado, en cada uno de aquellos paisajes donde la montaña agoniza como una nube quemada en la planicie sepia del mar en sus telas, a través de uveros, detrás de las grandes piedras húmedas, donde el mar revienta, estaba Reverón mirando: hacia Naiguatá.