Por Milagros Socorro.- Pulseras, un collar, esa flor sobre el seno, abalorios diversos… es como si le diera vergüenza estar vestida. No es para menos. Esta rotunda joven que hace como que no está cubierta por un vestido de algodón floreado, y vuelve la cara hacia la ventana, conocedora, quizás, de que la luz de Caracas favorece sus rasgos y aviva su morenez, es modelo de artistas. Mejor dicho: de aprendices de artistas. ¿Qué hace con ese trapero? ¿Por qué no ofrece sus formas a la academia? Hay una razón…
Francisco Da Antonio, historiador, crítico, curador y sabio de la pintura en Venezuela ha fechado esta imagen, que forma parte de la colección de la Fundación Fotografía Urbana, alrededor de 1933. Juan Vicente Gómez vive todavía. Y oprime. Pero lo más importante es que ya se ha conformado el Círculo de Bellas Artes y sus miembros habían parado en la cárcel por estar reunidos, pincel en alto, alrededor de una mujer desnuda.
El Círculo de Bellas Artes había surgido como respuesta rebelde a una crisis de la Academia de Bellas Artes. Hartos de sentirse constreñidos por unos métodos y unos criterios que rechazaban por anticuados y absurdamente conservadores, los estudiantes dejaron las aulas y se fueron a pintar al aire libre. La idea de darle una continuidad a ese gesto y compactar a los rebeldes en una asociación de artistas fue de Leoncio Martínez. Y, efectivamente, el Círculo de Bellas Artes fue fundado el 3 de septiembre de 1912. Juan Calzadilla escribió:
“En Venezuela el Círculo de Bellas Artes jugó papel similar al del movimiento impresionista, en el cual se inspiraba aquel: relevó al realismo que a comienzos de siglo, después de la muerte de Martín Tovar y Tovar y de Arturo Michelena, daba señales de decadencia. La pintura de temas históricos y literarios cultivada todavía en la primera década de este siglo por los preceptores de la Academia Nacional de Bellas Artes, fue duramente atacada por los jóvenes y excluida de todo objetivo plástico nuevo. Fue fundamentalmente una revolución contra los métodos tradicionales, de inspiración impresionista”
La primera sede del Círculo fue el desvencijado Teatro Calcaño, entre las esquinas de Camejo y Colón, en Caracas. Ahí la dieron en reunirse, sin maestros ni pensum de estudio. Era un taller libre cuyos asociados, todos muy pobres, se las arreglaban para pagar una mensualidad destinada a los gastos de mantenimiento y al pago de una modelo, que allí, librados de la vigilancia de un profesor envarado y controlador, debía estar en cueros.
Entre ellos, uno que será Presidente de la República
No sólo pintores acudían a aquellas sesiones de trabajo y tertulia, que debieron ser una delicia. También acudían escritores, periodistas y músicos. Entre los artistas plásticos estaban Rafael Aguín, Cruz Álvarez García (Petare 1870 – Caracas 1950), Pedro Basalo (Caracas 1885-1948), Pedro Castrellón (Táriba, fines del siglo pasado-Barcelona, España 1918), Manuel Cabré (Barcelona, España 1890 – Caracas 1984), Ángel Cabré y Magriñá (Barcelona – España 1863 – Caracas 1940), Juan de Jesús Izquierdo (Caracas 1876-1952), Próspero Martínez (Caracas 1885 – Carrizales 1966), Abdón Pinto (Valencia, fines del siglo pasado – Caracas 1918), Francisco Valdez (Caracas 1896- 1918), Pedro Zerpa, Marcelo Vidal (Caracas 1899 – 1943), Antonio Edmundo Monsanto (Caracas 1890 – 1948) y Leoncio Martínez (Caracas 1888- 1941). Más tarde se sumarían Bernardo Monsanto, Rafael Monasterios, Federico Brandt y Armando Reverón. Y entre los escritores e intelectuales asiduos al Círculo estaban Manuel Segundo Sánchez, José Rafael Pocaterra, Luis Enrique Mármol, Andrés Eloy Blanco, Laureano Vallenilla Lanz, Pedro Emilio Coll, César Zumeta, José Antonio Calcaño y Rómulo Gallegos, que entonces ni soñaba con que el destino le reservaba una pasantía por Miraflores. Más tarde se incorporaron los jóvenes Fernando Paz Castillo, más Julio y Enrique Planchart.
Siempre en mora y siempre pasando dificultades, porque entre otras cosas la sociedad venezolana no estaba acostumbrada a comprar la obra de los artistas, el Círculo tuvo que dejar el Teatro Calcaño y trasladarse a otro local baratón, que resultó estar a escasos metros de la esquina de Reducto, en pleno centro de Caracas. Allí persistieron en su línea de renovación y vitalidad. En “insuflar vida a nuevos géneros, antes poco cultivados o venidos a menos en tiempos de la República, como la naturaleza muerta, la estampa, el desnudo, las artes aplicadas, el diseño, el dibujo…”, como ha dicho Juan Calzadilla. Muchos años después, escribió Luis Alfredo López Méndez:
“Las veladas no podían ser más gratas. Sin derecho a negarse por la vía del sorteo, uno de los concurrentes estaba en la obligación de posar, para que los pintores se acostumbrasen a trabajar de ese modo. La primera vez que se logró conseguir un modelo femenino que posara desnudo fue un verdadero acontecimiento”
La modelo se llamaba Rosa Amelia Montiel y era una mujer joven de hermosos senos, cabellos negros, un poco gorda (era el gusto de la época) y sobre todo afable, siempre risueña. Muchos apuntes y dibujos de Rosa Amelia deben existir, elaborados por Cabré, Monsanto, Reverón, Monasterios, Marcelo Vidal y Próspero Martínez. No se ha podido encontrar ninguno de ellos, sin embargo. Y es una lástima, porque la efigie de tan singular modelo, quizás la primera que posara en Caracas, pública y completamente desnuda, ha adquirido ya cierto sabor histórico.
Cien años después, en 2012, Francisco Da Antonio ofreció una conferencia para “rescatar la memoria de la primera mujer que posó desnuda por primera vez en Caracas, Rosa Amelia Montiel”. Y destacó el estudioso que “al mismo tiempo este desnudo, realizado en 1912, como pose para un grupo de artistas del Círculo de Bellas Artes, también fue el primer desnudo femenino en la historia de la fotografía en Venezuela”. Se trata de una fotografía atribuida a Adolfo Amitesarove, al dorso de la cual aparecen identificados: Leoncio “Leo” Martínez, Antonio Edmundo Monsanto, Próspero Martínez, Abdón Pinto, Manuel Cabré, Eduardo Römer y Francisco ‘Carnicero’ Fernández Delgado.
Águeda, la de los ojos húmedos
De la esquina de Reducto también tuvieron que salir con las sillas, las tablas y taburetes, lo que López Méndez ha llamado el paupérrimo ajuar trashumante del Círculo. Fueron a parar al “entonces desenfadado barrio de Pagüita”, en la estrecha y pintoresca calle Guinand. Allí alquilaron los Monsanto, casi a locha, como apunta López Méndez:
“Una casita compuesta exclusivamente por un pequeño salón (para pintar) y un cuarto (para guardar lo que, por razones de espacio, no pudiera utilizarse). La vista era espléndida, desde la ventana que daba al Sur. Allí estaba la Caracas de los techos rojos, la colina siempre verde de El Calvario, la esbelta capilla bajo las nubes, Caño Amarillo y el horrible barrio de El Silencio, los cerros en la lejanía, todo dorado por la maravillosa luz de Caracas cuyo esplendor enaltecía la pobreza y la miseria de los barrios circundantes”
Cuando ya lo tenían a punto y estaban de lo más contentos con el resultado, vino Leoncio Martínez a conocerlo y, sin ocultar su desencanto, dijo: “¡Pero si esto es un cajón de monos!”. Y así se quedó el nuevo domicilio del Círculo de Bellas Artes. En el cajón de monos recalaría una nueva modelo, a quien López Méndez describe como “una muchacha hermosa y joven llamada Águeda, de grandes ojos húmedos y de cabellos tan largos que al soltarlos le cubrían casi entero el cuerpo”.
Contentos de poder aprovechar la belleza y la gracia de la nueva modelo, los pintores y dibujantes del Círculo trabajaban casi todas las noches, incluso el capitán Rescanier, quien ensayaba sus primeros pininos artísticos.
“¡To’ el mundo pa’ la pared!”
Estamos ya en 1917. La dictadura de Gómez hace tintinear sus grillos y cadenas. Hasta el más mínimo movimiento fuera de la cotidianidad es sospechoso. Toda reunión, no importaba para qué, atizaba las sospechas de las decenas de esbirros, sapos y cooperantes por cuadra. “Leoncio Martínez, veterano de cárceles y persecuciones, se adelantó a explicarle a los jefes cuál era el objeto de las reuniones”, dice López Méndez. Pero la presencia asidua de Rescanier, un oficial del Ejército convertido en contertulio de artistas, tranquilizó a la policía política. Al menos hasta que el uniformado fue trasladado a guarnición lejos de Caracas. Hasta ese día llegó la tranquilidad. Una noche, cuando la hermosa Águeda estaba sentada en la tarima, con la cabellera suelta y vestida sólo de luz de luna, irrumpió la policía con sus gritos, sus rolos y su paranoia.
— ¡No se mueva nadie! ¡Todos están arrestados!
En la redada cayeron Manuel Cabré, Monasterios, Vidal, el violinista Maldonado, Pacheco Soublette, Águeda y Luis Alfredo López Méndez. Desde la esquina, agazapados para que no cargaran también con ellos estaban los Monsanto, Leoncio Martínez y Rómulo Gallegos, quienes se salvaron por cuestión de minutos del ruidoso allanamiento.
Los detenidos marcharon, entre policías, por el centro de la ciudad. López Méndez anotó:
“Recuerdo que Manuel Cabré le ofreció galantemente el brazo a la pobre Águeda que, aterrada como un animalito, gimoteaba calladamente. De esa manera llegamos al Cuartel de Policía, bajo la acusación de haber organizado un grupo con el fin de dibujar obscenidades y escandalizar al honorable barrio de Pagüita. El entonces Jefe de la Policía de Caracas —aquel terrible e implacable Pedro García— nos hizo pasar a su despacho, en el interior del Cuartel, y nos endilgó un descomunal regaño. Había que limpiar la ciudad, nos dijo, de la horrible corrupción que la corroía y de la cual éramos nosotros escandaloso ejemplo”
Pasaron la noche sentados en el suelo. Y en la mañana los pusieron en libertad, no sin antes recibir otra reprimenda del coronel García. “Tratamos de explicarle que dibujar a un hombre o a una mujer desnudos no constituía práctica inmoral; que eso se hacía en el mundo entero desde tiempos inmemorables”. Imagínense explicar eso a uno de estos comisarios de las dictaduras.
El lance policial fue demasiado. El cajón de monos, último refugio del Círculo de Bellas Artes, fue clausurado por la policía. Con mucho esfuerzo los artistas lograron trasladar la culposa tarima donde se emplazaban las modelos desnudas, los caballetes y otros enseres al colegio que dirigía la mítica Amelia Cocking. Allí, muy de cuando en cuando, volvieron a reunirse los integrantes del Círculo, pero ya les había caído el maleficio de la dispersión y jamás recobró la cohesión de antaño.
De paso, los artistas y estudiantes de artes plásticas quedaron escarmentado por un bueno tiempo. Y optaron por este absurdo: llevar al lienzo una muchacha magnífica… oculta en el percal.