Sabana Grande, algo posible y maravilloso

Fecha de publicación: enero 26, 2020

Un sueño. Algo que conoces vagamente, que has tenido en el centro de la imaginación, pero sabes que no existe. Eso es esta foto para un venezolano de los tiempos de la Desgracia.

Lugar y fecha

La imagen, cuyo autor desconocemos, «está compuesta en dos mitades verticales, la cálida a la izquierda y la fría a la derecha», explica el escritor y fotógrafo de ciudades, Marco Tulio Socorro.

—La animación, la fiesta, -sigue Socorro- está concentrada en el cuarto inferior izquierdo. De resto, edificios con las luces apagadas, oficinas que acaban de quedar solas y al fondo, la serranía del Ávila, intemporal. Esto es tanto como decir: en el Valle de Caracas hay un pequeño espacio excepcional que destaca por las noches como un incendio. Aquí la hoguera de electricidad y neón se acaba de encender. Hacia el oeste aún hay sol, deben ser las 6:59 de la tarde. La multitud ha salido de las oficinas y dentro de un minuto serán las 7 de la noche. La cena no irá más allá de las 8.

El urbanista Lorenzo González Casas precisa el lugar e intenta hacerlo con el tiempo: «es el inicio Este de Sabana Grande, ya con la vía en sentido único hacia el Oeste. Al final de la curva conectaba con la Casanova. A la derecha, la torre Selemar y el pasaje a la Solano. El tiempo: hacia 1970. Los Ford Fairlane son de ese momento, así como el recorrido en bus de Adriano González León, en su novela País Portatil. Se reconocen los avisos de las ausencias: Nenelandia, Rex, Vistelandia, González y Bolívar y, a lo lejos, Cerveza Caracas».

—Los carros, muchas veces, ayudan a poner fecha a las imágenes- le dice Gonzalo Tovar al escritor Mirco Ferri, quien vivió en esta zona desde su nacimiento hasta que salió casado de la casa de sus padres-. En este caso, entre los que he podido identificar, hay un Impala 59 o 60 y hay un Volskwagen Escarabajo, que también puede ser 60 o un poco más reciente.

Para el arquitecto Enrique Larrañaga, la foto «aparenta haber sido tomada entre mediados de los años 60 y principios de años 70, cuando ésta era la calle comercial más importante de Caracas, donde estaban los negocios más exclusivos y era el sitio más chic».

La foto

«El autor», dice Marco Socorro, «privilegió el contexto, en el que Sabana Grande es una mancha de luz, es decir, la suma de sus luces, una textura, sin que ninguna de las ideas allí voceadas visualmente se imponga sobre las demás. Es un bullicio constante y predecible, con horario, que hacia las once empezará a disiparse, para desaparecer a eso de las dos de la mañana. Lo que vemos es un caos cómodo, cálido, acotado, apenas unas manzanas en que la ciudad limita con el resto del mundo, eso que llamamos el extranjero. En esas pocas manzanas hay cafés de todas las maneras, restaurantes de todas las gastronomías, librerías, bares, tertulias de todos los temas habidos y por haber. Estar de noche en la calle, en esa calle, es algo posible y maravilloso».

La idea de luz como bulla y celebración enlaza las perspectiva del escritor y del arquitecto, quienes coinciden también en el dolor por lo perdido. «La calle», dice Enrique Larrañaga, «es un festejo. No solo hay que anunciar que ahí está determinado local, sino que hay que hacerlo de una manera atractiva. Y eso crea esa cacofonía de carteles compitiendo por la atención del paseante. La foto impone la condición de espectáculo, de gran fiesta, de prosperidad de la que uno quiere contagiarse. Sin duda, es una iluminación que los venezolanos de hoy extrañamos en todos los espacios públicos, hoy apagados».

En la mirada Lorenzo González Casas, esta imagen de la avenida Lincoln de Sabana Grande, es «una metáfora de la Venezuela de su tiempo, cinética, con la fluidez de la autopía que fuimos. Y, frecuentemente, con destino incierto, aquí pareciera que se armaba un gran éxodo, siguiendo los alisios, hacia un Oeste que, paradójicamente, se iba dejando de lado en las preferencias de los caraqueños.

La estructura urbana estaba a medio camino, fabricada con las fiebres del momento. La piel es mucho más elaborada que la arquitectura de borde, con excepciones como el edificio Selemar y sus parasoles a lo Le Corbusier. Dermis tejida con la intermitente publicidad exterior que, a mi entender, también denota lo efímero de muchos emprendimientos caraqueños. Avisos luminosos que tuvieron, seguramente, el mismo destino que esos flamantes automóviles. Acumulándose ante la mirada atónita del Ángel de la Historia».

Qué está pasando ahí

Esa avenida, hoy paseo peatonal, tenía 1.6 kilómetros, que unían, aún lo hace, el centro de Caracas con el este. Llegó a tener tal importancia comercial y a atraer una clientela tan distinguida, que cuando Christian Dior, entonces uno de los modistos más famosos del mundo, decidió abrir una boutique en América Latina, lo hizo ahí, en la vieja Calle Real de Sabana Grande.

Para el arquitecto Larrañaga, el hecho de que aquella humilde callecita colonial haya llegado a tener “ese estatus”, es «una conversión interesante». Se refiere a que mucho antes de que este recodo deviniera vitrina de la modernidad, había sido una zona bucólica, apreciada por lo diáfana y despejada. En referencia a esto, el escritor y fotógrafo Alfredo Cortina escribió: «Sabana Grande es un extraordinario temperamento, aire puro, fresco, comida sana que se compra allí mismo en las propias siembras. Puedes chupar caña acabadita de cortar y no como esa que venden en las pulperías de Caracas, que es como chuparse un estropajo… Hay un río o una quebrada de aguas muy limpias donde se pueden bañar, que refresca mucho porque viene del Ávila».

—No es baladí- dice Larrañaga- que se la llamara ‘calle real de Sabana Grande’, ese era el camino hacia el este, por el que quienes salían de la Caracas tradicional, que hasta los años 40 llegó como mucho hasta Sarría, tomaban para ir a las poblaciones cercanas, como El Recreo, Chacao, Los Dos Caminos y finalmente Petare. Y a lo largo de ese camino estaban también las entradas a las haciendas que poblaban el valle. Ese camino real, principal, se convirtió, cuando se fue desarrollando el valle y las haciendas pasaron a ser urbanizaciones, en la conexión principal. Y un poco más adelante, en la sección que hoy en día estaría entre el edificio La Previsora y la Plaza Venezuela, se hablaba de la gran avenida, donde había locales nocturnos, y negocios de mucho nivel. Pero ese desarrollo es hacia los años 50. El camino real se empieza a convertir en una avenida importante en los años 30, cuando se desarrollan primero San Bernardino, La Florida, El Country y después, La Castellana y Altamira. Estas urbanizaciones buscan conectarse, moverse hacia el centro del trabajo, que se mantiene en el casco tradicional, a través de esta ruta, que era un camino de tierra para ser recorrido a lomos de bestia.

«En esta imagen hay varias cosas que a mí me impresionan. Primero, evidentemente la fotografía fue tomada cuando todavía se mantenía el tránsito vehicular a lo largo de la avenida Lincoln. Su conversión en lo que nosotros llamamos bulevar -en realidad, es un paseo peatonal-, fue bastante polémica, tuvo mucha resistencia de los comerciantes, porque pensaban que eso les quitaría público. Todavía existía la idea, y la máxima expresión de eso hubiera sido el Helicoide, de que los servicios comerciales se prestaban casi en drive in, mediante una dinámica en la cual el cliente llegaba en automóvil, se bajaba, entraba, compraba, y se volvía a montar en su carro para ir al próximo comercio. No había la costumbre del paseo urbano, de salir de compras, que se fue desarrollando con el tiempo, al convertir la calle no solo en un lugar de tránsito y de comercio, sino en un evento urbano. Y es es otro elemento que se siente en esa fotografía. Me parece curioso que, a pesar de que la calle está ya iluminada, no es de noche, parecería en la hora del atardecer, cuando la naturaleza empieza a apagarse, la ciudad se enciende y la actividad se prolonga».

Los parroquianos

Esta avenida se empezó a construir en 1951 y fue después de la caída de Pérez Jiménez, cuando adquirió esta vitalidad que la imagen recoge. Se llenó de tiendas, entre las que puede anotarse una cantidad asombrosa de joyerías, expendios de comida, incluidos los cafés al aire libro que los caraqueños adoraron desde el primer momento, y muchos bares. Cada vez que se habla de Sabana Grande, se alude a los intelectuales que se instalaron allí para sostener tertulias, beber más que escribir y posponer la hora de llegada a casa.

Uno los testimonios más interesantes sobre esa rumbosa frecuentación es el de Mariana Otero, conocida como hija del novelista Miguel Otero Silva y, por tanto, miembro de la directiva del diario El Nacional, olvidando el hecho de que en su juventud fue actriz de teatro y siempre ha sido voraz lectora y amiga de los autores venezolanos. En una entrevista que le hizo Antonio Costante, este le dice: «La historia del teatro también se conforma con el posteatro, muchas veces hay más drama o alegría después de que baja el telón, que durante la representación misma. Testigos de esas noches de encuentro de la intelectualidad –no solo del teatro– de esos años, fueron algunos sitios que conformaban una especie de zona franca en la circulación de ideas y pasiones. El Viñedo, Chicken Bar, El Gato Pescador, Tic-Tac, La Vesuviana, Al Vecchio Mulino, Gran Café, fueron templos dionisíacos que se cobraron una larga lista de sacrificios humanos, una conspicua porción de una generación que se extravió entre excesos espirituosos y contradicciones existenciales ¿Tienes algún recuerdo de esos ritos?»

A lo que Mariana Otero responde: «Cuando te dije que había hecho de Sabana Grande mi escogencia, no te mencioné la República del Este, ese territorio de la irrealidad que fue sitio de encuentro de la inteligencia y de la bohemia. De esa época, claro que tengo recuerdos. Viví a fondo una nocturnidad que comenzaba al bajar el telón y se prolongaba hasta al amanecer en Las 100 Sillas, escuchando al negro Maggi. Ben Amí Fihman nos llamó, a Raúl Fuentes, a Héctor Myerston y mí, “burócratas de la noche”, la tercera vez que se topó con nosotros en algún lugar como el Juan Sebastián Bar, el Pop 68, el Premier o la ya mencionada Las 100 sillas. Vivíamos de noche y muchas veces, amanecíamos en mi casa oyendo música académica y leyendo poemas surrealistas. Esos desenfrenos me hicieron reflexionar y por eso decidí darle un golpe de timón a mi existencia y por eso me fui a Francia a estudiar y… a vivir. No quería terminar ni como Álvaro ni como tantos otros amigos cercanos».

Y al preguntarle si tenía nostalgia de esta época, ella le responde: «Tengo nostalgia de una ciudad segura. […] de ese espíritu de progreso que nos permitía estar en contacto con las vanguardias artísticas o asistir, por ejemplo, a una representación de Tadeuz Kantor. Tengo nostalgia de un país optimista, joven, efervescente, con proyectos, con la sensación de que íbamos avanzando, tal vez con lentitud; pero con seguridad, hacia un destino mejor, no hacia la ruina y la destrucción, como ahora».

 

Lea también el post en Prodavinci.

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