Concluidos los novenarios, Adela Coronil se sentó a revisar las cuentas y comprendió que estaba prácticamente en bancarrota. Sobre aquel caserón, que había llevado siempre con el boato y refinamiento de lo más granado de Caracas, se cernía una nueva época de dificultades, que ella debía afrontar sin perder nunca esa mezcla de firmeza y resolución que el artista Eloy Palacios captó en este pastel.
Adela Amalia Ravelo y Rodríguez Miranda de Coronil nació en Caracas, el 30 de septiembre de 1878. Sus padres, Fernando Ravelo y Miranda y Micaela Rodríguez y Miranda, habían emigrado desde las Islas Canarias. Cuando ella tenía 14 años, sus padres recibieron en casa la visita del profesor de uno de sus diez hermanos, y el maestro al verla quedó hechizado con las gracias de la muchachita. Se trataba de Domingo Antonio Coronil Gray, quien había nacido en Upata, estado Bolívar, en 1874. Él era, pues, muy joven también. Tenía 18 años en el momento del flechazo.
Cuando Eloy Palacios le hizo este retrato, Adela tenía 22 años y cuatro hijos. Su marido, Domingo Coronil, se había graduado de abogado en la UCV e iniciado una carrera política como diputado por el estado Bolívar, después de haberse desempeñado como subsecretario general de la Presidencia de la República. El futuro pintaba de maravilla, su carrera despegaba con los mejores augurios y estaba casado con una de las mujeres más hermosas y elegantes de Caracas, además de ser, como les constaban a quienes estaban cerca, también una de las más cultas e inteligentes.
En los años siguientes, el doctor Coronil Gray sería apoderado general y consejero jurídico del general Juan Vicente Gómez, al tiempo que ejercía de diputado, senador, ministro, embajador, presidente del Congreso Nacional y profesor titular de Derecho Civil de la UCV, mientras en casa la prole aumentaba hasta completar la decena. No es de extrañar, pues, que el 29 de marzo de 1925, cabe imaginar que exhausto, cayó muerto a los 52 años.
Él y Adela habían conformado una pareja dada a vivir por todo lo alto, a disfrutar del teatro, los conciertos y zarzuelas que ofrecía la vida cultural de la Caracas de entonces, así como de los paseos al campo y las comidas con manteles de hilo y filas de cubiertos como alas de plata en torno a servicios de finísima porcelana. El dinero entraba a buen ritmo, pero hay que decir que salía a espuertas, de manera que cuando Adela soltó el rosario para desgranar contabilidades, se encontró con que Domingo Coronil la había dejado viuda en la flor de la vida, con diez hijos, algunos ya bien crecidos, algunos inmuebles menores, una hacienda cafetalera en Los Teques, más de temperar que de producir, y una casona montada a todo tren… sujeta a una hipoteca.
Por suerte, el general Gómez, sin que nadie se lo solicitara, enterado de la crujida a la que se asomaba doña Adela, liberó la casa de la hipoteca y le asignó al mayor de los hijos varones, el abogado Domingo Antonio Coronil Ravelo (futuro Magistrado de la Corte Suprema de Justicia) el cargo de secretario de gobierno en Puerto Cabello y a Marco Aurelio Rodríguez Torrealba, el mayor de los yernos, el mismo cargo en Cumaná.
Quedó solventada la primera etapa, tras el vendaval de la muerte de Domingo. No se perdería la casa, lo cual ya era bastante, pero tanto Adela como su hermana Carmelita, quien se había mudado con Domingo y Adela desde que la pareja regresara de su luna de miel, tendrían que generar recursos.
El jardín de las estrecheces
Las dos eran maestras. Tenían, pues, una profesión y sabían mucho de hacer economías. Cuando, de jovencitas, vivían con su familia en La Pastora, se reían porque tenían fama de estar entre los ricos de la parroquia. La realidad era que se veían obligadas a barrer con un trapo amarrado a un palo, porque no tenían para escoba. «Pero, como no andaban sableando a nadie y estaban siempre acomodaítos, tenían fama de ricos», dice Alfredo Coronil Hartmann, nieto y sobrino nieto de Adela y Melita, como le decían los niños.
Adela fue una de las primeras maestras graduadas que hubo en Caracas. Según recuerda Coronil Hartmann, el examen final se lo hicieron en el Salón Elíptico del Palacio Federal. «A ella sola. Y los examinadores eran una batería de eminencias, entre quienes estaban Luis Razzetti, Luis Espelozín y mi abuelo, quien les pidió a los demás ser él el primero en interrogarla para poder retirarse y no participar en la ronda de calificaciones». Egresaría sin tropiezos, pero apenas trabajaría como maestra un par de años porque una vez casada era impensable que trabajara fuera de casa.
Mientras vivía Domingo, educado en Inglatera y abogado tan exitoso, no habían tenido ningún aprieto. Al contrario, vivían como millonarios. La prueba es que uno de los primeros cinco automóviles que llegaron a Caracas era de él, un Delage (el Rolls Royce francés), que reservó a la familia tras comprarse un Ford tablita que usaba para ir a la finca en Los Teques. Pero las cosas habían cambiado y había que hacer algo.
Ramos
Como en Caracas no había floristerías, se les ocurrió hacer arreglos florales, que despachaban a las casas de los clientes en carro con chofer (los de la casa). «Así tenían», dice Alfredo Coronil Hartmann, «una fuente de ingresos puertas adentro, sin poner un negocio que las degradara socialmente. Hacían ramos bellísimos, con los que atendían a las familias más encumbradas de Caracas. Yo mismo, que era muy cucarachón, me contaba entre sus clientes. Y, por cierto, que si no pagaba, me anotaban en el libro negro y me cobraban. Ese negocio duró por los menos treinta años».
—De esa actividad hay una anécdota muy graciosa -dice Alfredo Coronil con la voz entrecortada por la risa-. A una de mis hermanas, que había sufrido en la infancia una meningitis que le había dejado cierta dificultad de aprendizaje, le preguntaron qué quería ser de mayor, a lo que ella con gran aplomo respondió: “Ramera, como mi abuela y mi tía Melita”.
Debido a que la residencia, ubicada entre las esquinas de Cipreses y Hoyo, era tan grande (se había levantado en el solar antiguamente ocuado por dos casas), en algunas épocas alquilaron un par de habitaciones para ayudarse a llegar a fin de mes, con tal exquisitez que el huésped admitido sería el intelectual merideño Mariano Picón Salas, por cuyo conducto llegarían Juan Gómez Millas y Eugenio González Rojas, quienes llegarían a ser rectores de la Universidad de Chile y ministros de Educación de Eduardo Frei Montalva y de Salvador Allende, respectivamente.
Versalles en el valle de Caracas
Como apolíneos mascarones de proa, Adela y Melita surcaban los mares de la inopia sin perder ni un ápice las maneras virreinales que privaban en la casa, pese a todos los inconvenientes. Esa coincidencia de distinción con tribulaciones fue lo que llevó al general López Contreras a pensar en ellas cuando, decidido a fomentar el turismo, concibió una actividad para los viajeros que llegarían a La Guaira en los primeros cruceros. Entre las atracciones que ofrecería Caracas, ahora capital de un flamante país petrolero, estaría una visita a tomar el té con una familia tradicional. ¿Y quiénes harían tintinear las cucharillas de plata con un retintín de tiempos ya idos,
ante los perplejos extranjeros? Pues, Adela y Melita, señoras de una casona de tres patios.
—La encantadora Isabelita Borjas de Neer -recuerda Alfredo Coronil- me comentaba: “Claro, los llevaban a tomar el té donde las Coronil y los turistas creían que era el Palacio de Versalles”. La verdad es que, salvando las proporciones, era difícil pensar que entre, tantos encajes, platería y porcelanas, había una necesidad real y tangible de equilibrar un presupuesto, ni que la rica pastelería y bocadillos, lejos de provenir de pastelerías francesas, habían sido elaborado por las niñas de la casa. Y sin embargo así era.
Jamás se entregaron. Cuando Adela celebró sus 80 años, la entonces primera dama, Menca Fernández de Leoni, se presentó en la casa y la condecoró; y unos días después la Unión de Mujeres Americanas la designó ‘Mujer Símbolo de Venezuela’. «Estaba presente la flor y nata de la sociedad caraqueña», dice Alfredo Coronil, «y en un momento mi abuela se volteó hacia mí para decirme, por lo bajo: “Tantos esfuerzos para disimular las precariedades económicas y ahora se les ocurre nombrarme la mujer sin… bolos de Venezuela”».
Polvos de arroz y diadema
—Un día, cuando tenía 96 años, -cuenta Coronil- bajó a desayunar como lo hacía siempre, bien peinada, con polvos de arroz en la cara, vestida, calzada con zapatos de tacón y adornada con zarcillos. Nunca la vi en bata. Una vez la invité a la zarzuela en el teatro Nacional y me corté un poco al verla salir ataviada de traje largo y diadema. Pero, en fin, aquella mañana se la notaba un poco quebrantada y mi tía, la Nena Coronil, le preguntó: “Mamá, ¿te sientes mal?”.
—Esos rusos son torturantes -respondió la abuela y siguió concentrada en su desayuno.
La tuvieron en observación todo el día, pensando que la matrona «había empezado a patinar». Como no dio ninguna otra señal de locura, en la tarde le preguntaron por qué había dicho esa cosa rara… algo sobre los rusos.
—Ah -les respodió la señora- es que estoy releyendo Las almas muertas, de Gogol.
Adela Ravelo de Coronil murió, en su lecho, su casa de La Florida, en Caracas, en 1976. Tenía 98 años.
Poco después, una de las tías de Alfredo Coronil le entregó un anillo que su abuela había usado por años. «Claro que conocía ese anillo», dice él, «pero nunca se me ocurrió preguntar de dónde lo había sacado. Al entregármelo, mi tía Josefina, conocida como Mademoiselle, porque era profesora de francés, me explicó que era el anillo de matrimonio que mi madre, Renée Hartmann, dejó de usar cuando se divorció de mi padre, el doctor Alfredo Antonio Coronil Ravelo. Mi abuela y su nuera, mi madre, se llevaron muy bien. Se quisieron mucho. Al dejar de usarlo, mi madre se lo dio y no se lo quitó nunca».
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