Recuerdo que en mis visitas al teatro
descubrí lo real-cotidiano
y su lenguaje capaz de investigar
la médula del presente,
así me ocurrió
con las piezas de Chéjov
y El jardín de los cerezos
que no valía nada,
porque lo importante
era mudarse a San Petersburgo,
o Las tres hermanas,
levemente absurdas,
tan pendientes de embalar
el cortinaje de una agreste mansión.
En fin, Chéjov intentó hablar
sobre lo acaecido,
eso que sería también con ambigua belleza:
el mañana.
No fue tarea fácil.
Entonces…
pasaron los días y volví a pensar
en mi país que se ha mordido la lengua
y habla con los dedos.
Veo una corte de fúnebres palmeras
como fémures bailando al sol,
y tantos animales muertos
sobre el hirviente asfalto.
Los lugareños
celebran casi una fiesta de las vocales,
con su afectuoso caos coloquial.
No tenemos sustantivos
para «implicar» al mundo:
ese duelo teatral entre texto y subtexto.
¿Cómo hablar entonces del obsceno presente?
Esta es mi única pregunta.
Todo pesa demasiado
y no lo puedo sostener.
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