El heliotropo
Siempre pensé que la única posibilidad que tenía la tierra de salvarse era la de ser fiel a una ética que considerara a la naturaleza como un «otro». Dicha actitud implicaría aceptar que debe existir una distancia caracterizada por el despertar de la compasión, y luego, más tarde, vendría el reconocimiento o el aprendizaje de ciertas normas. Esta distancia tiene que ser religiosa en el sentido que debemos seguir la ruta de la naturaleza reconociéndola como entidad superior, tal y como ocurre en La Oración del heliotropo, citada por el neoplatónico tardío Proclo en su tratado sobre el arte hierático griego. Yo he pensado que partiendo de esta rogativa, emulándola, podríamos observar a la naturaleza con la misma reverencial distancia. Esta idea se inspira en la lectura de Henry Corbin, y muy especialmente en su libro titulado: La imaginación creadora en el sufismo de Ibn ’Arabi. Creo que este principio de una necesaria distancia podría fundar la posibilidad de una ética del convivir terreno y mundano para el hombre de hoy. Un ser dominado por el deseo de posesión, que ha colocado un punto final a la simpatía con este mundo: Ya no cultivamos las correspondencias entre nuestras vidas y aquellas etapas propias de los procesos naturales, y la interlocución conocedora que solo puede nacer de tal entendimiento.
Los heliotropos están muriendo
desorientados, sobre la mesa de la sala.
No entienden dónde
se ha ido el Kosmos.
Sólo quedan sus rostros
flotando en la desilusión.
Ellos, los heliotropos expiran
mientras voltean a mirar la bombilla
que cuelga del techo:
les resulta preferible este crepúsculo.
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