… aunque el aduanero Rousseau
era un simple empleado
de la Aduana de París
y no pudo viajar nunca hasta
Xalapa o a Chilipango en México,
y pintara muchas veces
⠀⠀⠀solo de oídas
sin haber conocido las selvas de sus cuadros:
con sus tigres de Bengala,
⠀⠀⠀y sus tucanes,
o la gitana dormida
⠀⠀⠀en el desierto
soñando con un león.
Aun así, de no haber vivido
⠀⠀⠀en Chilipango.
El aduanero Rousseau
continuaría siendo un pintor
⠀⠀⠀PURO
porque guardaba para sus telas
⠀⠀⠀la barbarie
y la tierna ignorancia.
⠀⠀⠀Tal vez carecía
del ingenio de Guillaume Apollinaire
o de la soltura clásica de Picasso.
Los cuadros del aduanero
son la herencia de un naturalista citadino
que visitaba parques a la hora del almuerzo,
⠀⠀⠀de un pintor
que tendría amigos que serían andariegos
⠀⠀⠀delirantes
que lo visitaban en su modesto cuchitril
de recaudador de aduanas
⠀⠀⠀para contarle
⠀⠀⠀y oír, oír,
sobre otra realidad.
Y se quedarían…
⠀⠀⠀conversando.
Sobre el mostrador
⠀⠀⠀estaba siempre
junto a la garrafa de vino:
el pan, el tocino y las cebollas.
Y en el rectángulo pictórico
⠀⠀⠀de ese instante,
cualquiera de los presentes
habría podido sacar de su bolsillo
⠀⠀⠀un objeto negro:
⠀⠀⠀un ídolo,
una criatura pequeña
tallada en madera.
La imaginación dormía
⠀⠀⠀en lo insondable
del alma sensitiva del empleado.
Su cabeza era como una crisálida
⠀⠀⠀a punto de eclosionar
en infinidad de colores.
Si al aduanero no lo hubiese conocido
⠀⠀⠀nadie
y su pueblo fuera otro,
digamos, un caserío en lo umbroso
⠀⠀⠀del Senegal.
Yo estoy seguro de que sería,
no tal vez el aduanero Rousseau
de las galerías parisinas,
pero sus cuadros
seguirían teniendo
esa idéntica representación perennis
de la naturaleza:
la que no fenece nunca.
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