Y llegué al puerto de Tomis,
a su musgoso atracadero
con trozos de amarres de otros barcos
que se lanzaron a la mar
más profunda que el color del espliego.
Eran años en los que deplorábamos
el hedor superlativo de las utopías.
Sobre el atracadero flotaba una niebla,
un alijo de incomprensibles discusiones.
A la cubierta de un barco:
subieron todos los miembros
de una compañía de ballet,
algunos músicos
como el compositor George S…
una pareja de pintores,
el futuro novelista con su familia
y muchos poetas que según
el Partido Comunista vivían
una existencia promiscua.
En la popa del buque
posaba un filósofo
cercano a un teólogo.
Estos lanzaron desde cubierta,
jirones de papel y servilletas
escritas con maldiciones:
eran extrañas anclas de temor
antes de surcar el mar
de los desterrados.
Al final partieron:
¡Váyanse, señores! …
Y luego, las preguntas idiotas
que hacían los dueños de las tiendas
de ultramar.
Cuando llegué a Tomis
entraba un barco sin banderas.
El piloto degustaba un plato
de lentejas.
¡Qué alegría de ahogados!
Yo fui a Tomis
cuando ya todo había sucedido,
aunque podría decir:
que estos hechos siempre ocurrirán
una vez más.
Es por eso que la épica
de este poema
me da risa.
La pequeña ciudad portuaria
era una caja con despojos
y una herrumbre tan verde
en ventanas y balcones.
Aunque alguien aseguró que
los que habían emigrado
lo hicieron también
pensando en la posible sabiduría del regreso.
Lea también el post en Prodavinci.