Hoy jueves me protejo
frente a la soledad
escribiendo traducciones de poemas.
Una palabra es trucada por otra
mientras atravieso el océano
en oxidados barcos mercantes.
Durante el viaje
hay rimas arrojadas por la borda
con engaños eufónicos
y un oculto diapasón.
La longitud de un verso
es calculada con una cinta métrica
que no solo mide la cantidad de sílabas
porque la cadencia implica cambios físicos
semejantes a los que rigen las estaciones.
Ocurren incordios
propios de una vaga puntuación:
me asalta el antiguo odio
por la elocuencia de las comas,
aunque también invento
un mundo de sugestivas equivalencias
que acentúan detalles que no existían
o sentidos
que ahora rebrotan como avellanos en un bosque.
De seguro, seré otra persona
al leer el mismo poema.
Traducir…
es jugar con la extrañeza.
¿Cuánto desconcierto podré soportar
durante una mañana,
entre tantos diccionarios?
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