Camino de Timotes, c. 1939 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana ©Alberto Vollmer Foundation Inc

Alfredo Boulton II / Paisaje y territorio

Fecha de publicación: junio 14, 2020

De los temas centrales que caracterizan el proyecto boultoniano; esto es, el de darle un rostro a ese país cuyos habitantes desconocían como totalidad geopolítica, el paisaje es a todas luces uno de los más significativos. Y lo es, sencillamente, porque entre los primeros elementos que determinan la existencia de una nación está, por supuesto, el espacio que ocupa; ese sector del planeta, esa porción de naturaleza que ocupa una comunidad específica o un conjunto de comunidades. Pero ocupar un territorio no es sinónimo de habitarlo, lo que solo hace el tiempo, la experiencia de vida acumulada con la parsimonia de los caracoles, generación tras generación, y los lazos múltiples que brotan de esa experiencia. El paisaje es la forma que toma un territorio habitado, ocupado física y metafísicamente; en el plano material y en el intelectual, desde lo económico hasta lo histórico y afectivo. El primero es obra de sus habitantes, el segundo no.

En este sentido, Boulton nos ofrece una oportunidad única para comprender mejor cómo se construye un paisaje desde la intimidad. Porque si algo puede decirse de su obra fotográfica, es que ella puede ser descrita como un intento por dotar al territorio venezolano de una estructura simbólica que pudiera ser compartida por todos sus habitantes; es decir, cargarlo de una densidad histórica y una potencia afectiva que le faltaban. Una infinidad de testimonios demuestran que el ciudadano medio, fuera este caraqueño, maracucho, andino, margariteño, llanero o guyanés, no conocía del país sino el pueblo o la ciudad donde había nacido, y si acaso unas decenas o centenas de kilómetros alrededor, no mucho más, y esto hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. Que, excepción hecha de las pocas imágenes que circularon en las páginas del Cojo Ilustrado (1892-1915), ningún caraqueño tenía idea de la forma que podían tener las ciudades más importantes y el área en el que se inscribían. Baste con citar el ejemplo de Jesús Soto quien, apenas ayer (1942), tardó quince días para llegar a Caracas desde su Ciudad Bolívar natal, deteniéndose en una infinidad de puertos, en los llamados barcos costaneros.

Esta sería entonces una de las primeras características de su proyecto fotográfico: que el suyo buscara pensar el paisaje nacional como una totalidad dotada de sentido.[1] Se trataba, pues, de una estrategia típicamente moderna; esto es, sintética. Pero no era fácil recorrer el país con una cámara. Y si para él tampoco lo fue, es evidente que se le hizo algo más fácil que a otros, debido en lo esencial a la trama de sucursales y contactos que le ofrecían los negocios de la familia y su considerable poder económico. Eso no explica todo, por supuesto, pero sí que él pudiera estar en contacto con la obra de los mejores fotógrafos norteamericanos y europeos del momento, tanto por sus viajes personales como por la posibilidad de hacer llegar a Venezuela algunas de las mejores revistas de fotografía, donde sin duda conoció la obra de los mejores fotógrafos de su generación y las precedentes.

“Cuando yo tomé estas fotos, en 1934 [El cementerio de los hijos de Dios] era un sitio extraordinariamente bello. Cipreses centenarios, ceibas, caobas, tibias, fémures y calaveras”. Alfredo Boulton
El cementerio de los hijos de Dios, 1934 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc
Él comienza su obra fotográfica en Europa con algunas pocas tomas juveniles, pero es en Caracas, a donde regresa en 1928, donde su práctica se convierte en un proyecto personal. Allí se pone en contacto con el círculo de su primo hermano, el escritor Arturo Uslar Pietri y sus amigos escritores y pintores, entre ellos Manuel Cabré. Las primeras imágenes del valle caraqueño asumirán de hecho las perspectivas y los temas típicos de la Escuela de Caracas, con sus tomas “a altura de caballete” y no adquirirían características típicamente modernas (con sus incisos de luz y de sombra, sus picadas y contrapicadas, sus construcciones en diagonal), sino a inicios de los años treinta. Entre los factores que modificarían su estética fotográfica y darían inicio a su proyecto nacional, se encuentran las imágenes que descubre en las publicaciones que hace venir de los Estados Unidos (U.S. Camera)[2] y de Francia (En particular Photo-Graphie, editada en París por la Arts et Métiers Graphiques), pero sobre todo la lectura, hacia 1933, del Jean Giono de entre las dos guerras mundiales; amante de la tierra, de la vida campesina y de esa pobreza plena de quien encuentra en sí mismo y en su pertenencia a un lugar específico, todo lo que necesita para ser feliz.[3]

«Lo leía asiduamente y, en cierta forma, eso despertó en mi una manera particular
de ver el paisaje […] que hasta ese momento yo veía de manera convencional.
Giono me hizo ver una cantidad de cosas en la naturaleza que comenzaron a
provocar en mí una serie de reacciones fotográficas. Su aproximación íntima con el
paisaje de la Provenza francesa […] esa especie de contacto sensible con los
elementos de la naturaleza y su manera de relatarlos, desencadenaron en mí un
interés por el paisaje venezolano.»[4]

Los Andes venezolanos, c. 1939 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc
Los Andes venezolanos, c. 1939 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc
“En ese libro del occidente venezolano, tengo fotografías donde solo se ve un poste eléctrico […] formando una diagonal, el cable […] otra diagonal, y una nube blanca que terminaba la composición; algo insólito para la Venezuela de entonces”. Los Andes venezolanos, c. 1939 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc
Los Andes venezolanos, c. 1939 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc

Las primeras “reacciones fotográficas” de Boulton a la lectura de Giono se sienten ya en algunas tomas caraqueñas (El Cementerio de los hijos de Dios, por ejemplo, de 1934), pero sobre todo en su primer proyecto fotográfico coherente: Imágenes del occidente venezolano, publicado en 1940. Instalado en Maracaibo para 1937, la pareja Boulton pasa sus vacaciones en los Andes, a donde viaja por primera vez en febrero y agosto de 1939, y luego en febrero de 1940. Las imágenes que trae de estos tres viajes al Estado Lara y Los Andes, repletas de pequeños detalles vegetales, de recodos de las casas y del paraje que las rodea, de personajes solitarios que atrapa junto antes de perderse en las sombras de su hogar, pero también de perspectivas amplias donde un valle entre las montañas alcanza esa suerte de densidad astral –de astro vivo– que maravilla al lector en las descripciones de Giono, cuentan entre sus mejores logros de entonces.[5] El paisaje –que domina en esta primera publicación– no tiene ya nada de esas perspectivas frontales y secas, más bien etnográficas, que solían animar las páginas de El cojo ilustrado. Ahora estamos en presencia de construcciones fotográficas que enaltecen sus temas y que dicen claramente los lazos que unen su autor al escenario que capta a través de su lente. Boulton no “atrapa” una imagen objetiva de lo que ve, sino que la construye desde la emoción, desde un sentimiento de pertenencia absolutamente nuevo en Venezuela, como lo hicieron Edward Weston y Ansel Adams en los Estados Unidos, Juan Rulfo en México, Leo Matiz en Colombia y tantos otros fotógrafos del mundo antes y después de él.

Gallinero de Chachopo, c. 1939 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation
Inc
Imágenes del occidente venezolano, 1940 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer
Foundation Inc, cortresía Ariel Jiménez

Porque es evidente –mentiríamos si dijéramos lo contrario– que él no fue un artista- inventor, uno de esos que abren caminos nuevos y cuya obra se hace rectora para los demás, sino alguien que, con las herramientas de lenguaje accesibles en su tiempo, supo darle forma visible al paisaje de una nación que había sido poco “trabajado”, escasamente “informado” por sus artistas; un país periférico del mundo occidental. ¿Significa esto que su obra pueda y deba ser por ello desdeñada? Pensar así, sería como decirse que del reino animal solo merecen vivir la ballena y el elefante, el tigre y los grandes mamíferos, mientras el mundo podría prescindir el resto de los seres vivos, algo que carecería de sentido desde el punto de vista biológico como del cultural. Al igual que la naturaleza, la humanidad también florece en todos los sentidos posibles; produce lo grande como lo pequeño, lo poderoso y lo diminuto, lo horrible y lo hermoso, y el orden de la cultura se encontraría por completo distorsionado –y empobrecido– si de sus múltiples manifestaciones solo se conocieran las más sobresalientes, o aquellas donde lo nuevo aparece por primera vez, descartando las obras que las desarrollan y adaptan a la diversidad de la vida. Como muchos otros fotógrafos de su tiempo, Boulton quiso expresar la belleza de ese lugar que sentía suyo, aunque ya otros lo hubieran hecho en otros países, con otros paisajes. El amor es siempre nuevo –y único– para cada nueva pareja de amantes, aunque millones y millones de seres lo hayan experimentado antes que ellos.

Es precisamente ese deseo de acentuar la belleza de un sitio o personaje, de captar sus particularidades más notorias y elevarlas a la categoría de prototipo, lo que define gran parte de la estética moderna. Para ello se sirve de perspectivas en picada o contrapicada, que dinamizan la imagen y le acuerdan una dignidad especial a sus sujetos. Con el mismo objetivo enfatiza los contrastes entre luces y sobras, adquiere filtros rojos y naranjas para oscurecer los cielos lo que, en casos muy específicos (en Valle de Motatán, por ejemplo), le acuerdan ese carácter de astro vivo flotando en medio del cosmos, y a los poblados y caseríos que se observan en las intimidades del valle, la sensación de ser organismos diminutos, pulgas o piojos, viviendo en comunión con el cuerpo gigantesco que los alimenta.

A mediados de 1942, Boulton regresa a Caracas. Viene con la mirada llena de las perspectivas andinas, con el placer que le producen sus espacios abiertos y, quizás en parte por eso, decide instalarse en las montañas que cierran el valle caraqueño por el sur, en la zona de Los Guayabitos, desde donde puede verse El Ávila (tema predilecto de sus amigos pintores), como antes vio las cordilleras andinas. Entonces cede ante la belleza de la montaña y busca hacer de ella un prototipo estético.

«Toda la emoción de ser caraqueño tiene su origen en el Ávila.»[6]

El valle de Motatán, c. 1939 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc
El Ávila desde Los Guayabitos, 1943 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc, cortesía Ariel Jiménez

También se interesa por la ciudad, cierto, pero no por el poblado colonial que fue hasta entonces, sino por la Caracas futura, la que entonces iniciaba su proyecto modernizador con la reurbanización de El Silencio. Pocos episodios de la modernidad venezolana son tal significativos como este; en el sentido de que en él se evidencian las fuerzas que lo mueven, sus principales objetivos y apuestas teóricas. El Silencio fue originalmente una zona baldía a las afueras del primer asentamiento colonial. Se le denominaba El tartagal, seguramente por las plantas que lo ocupaban y que, todavía hoy, son sinónimo de abandono. Allí se fueron asentando –como en casi odas las zonas periféricas de la ciudad– barriadas pobres, bares y burdeles, hasta que el presidente Isaías Medina Angarita ordena su reurbanización en 1942. Así, la ciudad moderna, la futura, iniciaba su proyecto de reconstrucción demoliendo zonas insalubres para erigir la primera urbanización moderna de la capital.

La modernidad americana, y la venezolana en particular, que tuvo entre sus postulados teóricos la de construir un orden nuevo y próspero en medio del paisaje virginal de América, encontró pues allí un inicio ideal y Boulton no dejó de traducir el acontecimiento en imágenes elocuentes. Resulta, por lo demás, tremendamente aleccionador que él haya hecho suyo ese proyecto modernizador solo en sus inicios, cuando tanto en la arquitectura de Villanueva como en las esculturas de Narváez, se manifestaba una intención clara y visible de enlazar lo moderno con las tradiciones nativas. Sin duda tienen mucho que ver en ello razones personales y generacionales, junto a situaciones políticas cuya complejidad exceden los objetivos de este ensayo.[7]

Lo cierto es que mientras la política venezolana tomaba un rumbo diferente al que él, su primo hermano Arturo Uslar Pietri y sus amigos de clase esperaban, Alfredo Boulton se dedicó a continuar el proyecto fotográfico que había iniciado en Lara y Los Andes.

El silencio, 1943 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc
El silencio, 1943 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc

Desde un punto de vista cronológico, el segundo episodio de su propuesta fotográfica lo llevó a la isla de Margarita, donde primero alquiló y luego compró una bella casa colonial a un costado de la playa en Pampatar. No siempre es fácil fechar las tomas de este conjunto; porque él mismo no lo hizo con la sistematicidad necesaria; porque a menudo lo hacía su esposa, Yolanda Delgado, meses e inclusive años después de la toma, y porque él mismo, con cada nueva publicación, las fechaba de memoria sin verificar sus https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvos. Pero está claro que hacia 1943-44 ejecuta las primeras tomas margariteñas, siguiendo el aliento que traía de Los Andes. De hecho, las tomas de la isla comparten con las vistas andinas muchas de sus características estéticas: cielos oscurecidos por filtros rojos y naranjas, perspectivas aéreas de pueblos y valles, dominio de la naturaleza por sobre sus habitantes, exaltación de la luz entre las sombras. Producto de estas primeras tomas es la exposición de 98 imágenes que presenta en el Museo de Bellas Artes de Caracas, en 1948.

La Margarita, 1952 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation In
La Margarita, 1952 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc
La Margarita, 1952 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc
“La Margarita es una pequeña isla de nuestro gran mar caribe donde el tiempo parece haber detenido su paso. Para presentar su gente y su paisaje han sido hechas estas páginas, dedicadas a fijar la luz y la desnuda semblanza de la isla afortunada”. La Margarita, 1952 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc
La Margarita, 1952 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc, cortesía Ariel Jiménez

Sucede entonces algo interesante, que marca el camino que habría de seguir su proyecto iconográfico nacional. Y es que, si su intención primera había sido la de conocer y dar a conocer la belleza del paisaje, su interés por los habitantes de ese territorio se fue incrementando con el tiempo, y quizás por ello La Margarita se vió de repente interrumpida, para darle lugar a una investigación donde la fotografía seguía siendo su herramienta principal, aunque el protagonista no era ya el paisaje, sino uno de los próceres de la independencia nacional: José Antonio Páez.

«En años pasados publiqué una obra fotográfica sobre nuestra región montañosa de Los Andes, luego presenté en el Museo de Bellas Artes de Caracas una exposición sobre la Isla de Margarita. Me faltaba para seguir captando el escenario venezolano, los Llanos. Pensé que en esta oportunidad, sería más interesante presentar el paisaje atado a un hombre, enseñar sus vastas llanuras y sus altos cielos con un significado más funcional y personal. Era necesario darle interés humano al árbol, al cielo, a los caminos y a la línea horizontal que divide el gamelotal verde y el aire fresco.»[8]

Los llanos de Páez, 1950 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc,
cortesía Ariel Jiménez
Los llanos de Páez, 1950 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc,
cortesía Ariel Jiménez
Los llanos de Páez, 1950 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc,
cortesía Ariel Jiménez

La fotografía se plegaba ahora al relato autobiográfico del prócer, cuyos textos fueron seleccionados por Boulton y, en gran medida, guiaron los recorridos del autor por los llanos de Apure y de Barinas. Cierto es que el paisaje sigue siendo el tema central de su trabajo, ahora estructurado en torno al horizonte que le imponen los parajes llaneros, pero no es ya el protagonista de la publicación, sino el escenario del guerrero. Publicado en 1950, Los llanos de Páez señalan un interés nuevo por el venezolano y reorientarían, dos años más tarde, la estructura de La Margarita, su fotolibro más completo.[9] Allí lo veremos construir un orden semántico donde texto e imagen se complementan, sin que ninguno de los dos se pliegue completamente al otro. El texto nos dice la historia de la isla, la imagen nos muestra su esplendor, y si por momentos alguna de ellas se pliega a las exigencias del relato, ilustrando un pasaje concreto, la más de las veces explaya su lenguaje de luces y sobras en una casi absoluta libertad.

 

***

Referencias:

[1] Es interesante recordar que esta fue también una característica de la obra literaria de Rómulo Gallegos,
quien pensó sus novelas como historias centradas en diversas regiones: Caracas, Canaima, los llanos de
Apure.

[2] Con esta revista mantuvo una comunicación asidua antes y después de su viaje a Los Andes, hasta el punto de que allí se publicaron dos cortas reseñas sobre su actividad fotográfica (1941), incluyendo dos de sus
tomas de Los Andes: el Valle de Motatán y un Muchacho de los páramos).

[3] Sus https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvos conservan la respuesta de Giono (fechada el 19 / 6 / 1933) a una carta de Boulton, lo que no
deja lugar a dudas sobre el impacto que tuvieron sus libros en el joven fotógrafo.

[4] Ariel Jiménez, “Conversación con Alfredo Boulton” en: Homenaje a Alfredo Boulton, Una visión integral del
arte venezolano. Museo de arte contemporáneo de Caracas, septiembre 1987.

[5] El impacto que tuvo en él una publicación como Photo-Graphie, editada por Arts et Métiers Graphiques de
París, entre 1936 y 1938, es inobjetable. Sus temas, sus composiciones, sus contrastes de luz y de sombra
son los mismos que pueden verse en la multitud de fotógrafos europeos, norteamericanos y asiáticos que
allí se reproducen. Es por lo demás notorio que la diagramación de ese primer fotolibro sobre Los Andes, su
encuadernación con espirales de plástico y hasta el papel mate que emplea, son estrictamente los mismos
de esta hermosísima publicación francesa.

[6] Nota redactada por Alfredo Boulton para acompañar las imágenes de El Ávila durante su exposición
antológica de 1992 en la Sala Mendoza.

[7] Por una parte, cuando Villanueva construye la Ciudad Universitaria, ya él había iniciado sus estudios
históricos por lo que, en parte al menos, no le dedicó un conjunto fotográfico a este importante complejo
arquitectónico como sí lo hizo con El Silencio. Pero el golpe de estado contra Isaías Medina Angarita, en cuyo
gobierno participaron su primo hermano y muchos de sus amigos, debió jugar un rol considerable alejándolo
de las realizaciones de la urbe moderna en esta segunda etapa.

[8] Introducción de Alfredo Boulton para Los llanos de Páez, Caracas, 1950

[9] Una publicación independiente sobre este libro podrá verse en la sección Apuntes sobre fotolibro, en la
página web del Archivo Fotografía Urbana.

 

Lea también el post en Prodavinci.

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