Iglesia de Pampatar, 1944 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc.

Alfredo Boulton IV / Rusticidad y pureza de la arquitectura criolla

Fecha de publicación: junio 28, 2020

Entre el paisaje edénico pero rústico de Los Andes, Los Llanos, La Margarita, y la pobreza digna de ese pueblo mestizo parido en el dolor de la conquista y la colonización española, el imaginario boultoniano fue conformando un escenario primero para esa modernidad que la élite intelectual pensó –soñó más bien– para la Venezuela futura. El tercer gran tema de su fotografía, el de la arquitectura popular, vendría así a concluir una especie de trinidad originaria hecha de un paisaje, un habitante y un hogar prototípicos, todo ellos marcados por el sello de una belleza tan pobre como sencilla y pura.

Trinidad de temas originarios: un paisaje, un habitante y un hogar prototípicos | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc

Nada produce más dolor en un venezolano, que la contemplación de esas imágenes edénicas de principios del siglo XX y su comparación con el presente pauperizado de nuestras ciudades y pueblos. Porque es como si con ello se mancillara lo más genuino de nuestras vidas, nuestra infancia, la cuna de un país –el nuestro– y de nuestra propia historia personal y familiar. Con la marginalización física de ese paisaje, es la base metafísica y simbólica del venezolano lo que se enrarece y se deforma. Es una mancha y una herida íntima que lacera el centro mismo de lo que somos. Y si recurrimos a ese dolor, no es para complacernos en el desastre, sino para ayudarnos a entender mejor el rol capital que jugó la creación de ese imaginario paradisíaco, y el valor simbólico que cobran las imágenes en las que encarnó. Porque sólo así se entiende en carne propia el valor constructivo de las artes, y el rol que juegan los artistas en tanto que “arquitectos del alma” y de la inteligencia humana. No son simples simulacros, imágenes cualesquiera, sino la encarnación misma de la idea que un pueblo se hace de sí mismo y de sus orígenes.

El hecho es que la arquitectura colonial y popular constituyó para Boulton, y para los artistas de su tiempo, la morada ideal para ese pueblo mestizo en el que creyeron encontrar un denominador común. Rústica y sencilla como sus habitantes, de muros blancos y decorados escasos, esa es la arquitectura que puebla las imágenes de Boulton.

La arquitectura colonial y popular venezolana, pobre pero no marginal, es la que predomina en la fotografía de Boulton | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc

Para resaltar mejor el carácter creativo, ficcional, de la selección que se opera de esta manera, habría que fijarse más bien en todo lo que Boulton dejó de lado, sin fotografiar, en la arquitectura del país. Porque en vez de centrarse en la arquitectura eclesiástica, las grandes construcciones civiles o militares, las moradas “nobles” y las habitaciones rurales o pueblerinas de la colonia, como él lo hizo, sin duda hubiera podido contraponer esa arquitectura dominante con otras no menos presentes como la arquitectura Ye’kwana, los palafitos del lago de Maracaibo –que no pudo ignorar– o los Warao del Orinoco, y muy particularmente la ya evidente proliferación de barriadas marginales que comenzaban a circundar las ciudades de todo el país. Hay allí, no cabe la menor duda, una selección ideológica que se hace aún más patente si pensamos en la pintura que practicaba la Escuela de Caracas y donde se produce un fenómeno estrictamente equivalente. ¿No es acaso eso lo que sucede en las pinturas de Pedro Ángel González y Manuel Cabré, quienes afirmaban correr delante de los tractores para captar esos paisajes idílicos justo antes de que fueran destruidos? Y es más claro aún si lo contraponemos al trabajo de fotógrafos más jóvenes, como el mismo Carlos Cruz-Diez y luego, por supuesto, los fotógrafos de El Techo de la ballena, quienes sí fotografiaron esas barriadas caraqueñas, donde nada quedaba ya del paisaje sereno y placentero que Boulton y su generación insistió en construir como basamento arcádico para el país moderno.

Esa Arcadia criolla y tropical ficcionada por la primera modernidad venezolana fue, como la Arcadia de la Antigüedad, doble. A ella respondió esa dualidad entre la arquitectura señorial de la colonia y la morada increíblemente rústica del pueblo más humilde, pobre, pero limpia y pura. | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc.

El hecho es que cuando analizamos la arquitectura fotografiada por él, se evidencia un interés marcado por la arquitectura colonial (ese período histórico donde se forjó la mesticidad que sus retratos exaltaban) y la vivienda rural o pueblerina, pobre al extremo, pero no marginal. Casi podríamos decir que esa arcadia criolla y tropical ficcionada por los autores de la primera modernidad venezolana, respondía punto por punto a la naturaleza doble de la arcadia antigua tal y como la describe Simon Schama:

«Siempre hubo dos arcadias: la hirsuta y la lisa, la sombría y la clara, la estancia de
los placeres bucólicos, el dominio del pánico primitivo.»[1]

Por una parte, pues, la arquitectura por así decir señorial de la colonia, estancia de placeres bucólicos, donde la vida era fácil y alegre. Por la otra, la morada pobre y tosca del pueblo, hecha de casas y cabañas asombrosamente agrestes, pero de una belleza y una autenticidad que su fotografía exaltó, como exaltó el paisaje y sus habitantes.

Sin título, c. 1944 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc.

En la primera encontró la historia que moldeó lentamente el país mestizo que era el suyo (de allí su interés por las ruinas de la colonia), en la otra ese presente agrario y fuerte para sentar las bases de un mundo nuevo. Pero, eso sí –y aquí nos topamos con otra característica fundamental de la fotografía Boultoniana–; esas casas, esas cabañas de tierra, madera y paja que amaba, no le interesaban como documento antropológico y menos aún político, señal de injusticias sociales que debían ser erradicadas, sino como signo, representación simbólica de un escenario primero para la nación moderna que todos esperaban. Es eso, sin duda, lo que quiso decir Arturo Uslar Pietri, cuando aseguró que esa era la Venezuela que debíamos “salvar para salvarnos”:

“…salvar para nuestro pueblo, en sus menguadas horas, su poder de reliquia y su fuerza maternal. […] Para esa clase de lección, para esa emoción moral, los ruinosos ladrillos y las columnas truncas, son buenos. […] Allí podrían ir a respirarla los que sienten la necesidad de su tónico hálito. Y allí quedaría, como testimonio, para que el país que ha de crecer como árbol no llegue a olvidar su raíz”[2].

Es difícil encontrar un texto donde quede expresada más claramente esa necesidad de arraigo vital característica de toda modernidad. Toda su acción y toda la obra fotográfica de Boulton encuentran allí su eje rector y vale la pena repetirlo.

También, claro, registró algunos acontecimientos importantes de la historia reciente, como la caída de la dictadura gomecista (paso indispensable para abrir las puertas del futuro), pero siempre de manera soslayada e indirecta, a través de algunos vestigios arquitectónicos, como la cárcel más temida de la dictadura: La Rotunda ya –y al fin– desmantelada. Su interés primero, su función, consistía en crear esos símbolos iconográficos, transformar lo real en un valor intangible. Por eso nunca entró en las iglesias, en las casas o cabañas que fotografió, y si lo hizo nunca o rara vez publicó sus imágenes. Por la misma razón no comparó una estructura con otra, ni estudió sus características arquitectónicas, sus métodos de construcción, el empleo de sus materiales. Porque solo le interesaban como imagen, como signo. Su problema era convertirlos en prototipos ideales y sintéticos de una nación y eso, sin duda, lo logró.

La Rotunda, 1932 y 1936 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc.
El Silencio, 1943 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc.
El Silencio, 1943. Imágenes publicadas en su libro «Narváez», Caracas, 1981 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana /©Alberto Vollmer Foundation Inc.
El Silencio desde El Calvario, 1943. Imagen publicada en «Tierra venezolana» de Arturo Uslar Pietri, Caracas,
1953 | Alfredo Boulton ©Alberto Vollmer Foundation Inc.

Solo en un caso parece haber transgredido esta inclinación primera, de forma muy comedida por lo demás, y es precisamente cuando se inaugura la urbanización de El Silencio (1943-1945), inicio formal de la ciudad moderna. De esa urbanización tenemos un conjunto fotográfico que incluye vistas generales desde El Calvario, tomas de sus fachadas, sus jardines interiores, escaleras y plazas. Y aún así, las imágenes que publicó con cierta profusión fueron las que respondían a sus intereses artísticos, centrados esencialmente en las esculturas de Francisco Narváez para la Plaza O’Leary. Allí abundó en tomas generales, en detalles de las esculturas y los juegos del agua bajo el sol. Las otras, las que ubicaban el conjunto urbanístico en el tejido urbano; esas donde podían verse sus habitantes en la cotidianidad de la urbe, solo encontraron lugar en las publicaciones de otros, sus amigos y allegados. Muy poco, si no nunca, en sus propios libros.

Resulta curioso pensar que un proyecto fotográfico como el suyo, que respondió de manera tan evidente a esa doble tensión de lo moderno: la de anclar en el pasado más auténtico de un pueblo ese futuro que se quiso próspero y resplandeciente en su novedad, no haya sentido la necesidad –e incluso la urgencia– de transformar también en símbolo, en signo, las realizaciones más características de la modernidad venezolana en su madurez, como pueden serlo Las Torres gemelas de El Silencio, la Universidad central de Venezuela y el Hotel Humboldt.

Por eso, y aunque un panorama rápido de su obra como este no es el lugar más adecuado para intentarlo, parece imposible cerrar su análisis sin bosquejar al menos una respuesta para esta interrogante. Tal y como lo sugerimos en una de las notas anteriores, las razones que podrían explicar este silencio son de dos naturalezas; unas personales, otras políticas. La primera tiene que ver con el desarrollo interno de sus investigaciones que lo llevaron, como él mismo lo afirmó en diversas oportunidades, del paisaje al venezolano y de allí –por la vía de los retratos– hacia los próceres de la independencia, con sus estudios iconográficos sobre Bolívar, Sucre y Páez, y luego hacia su Historia de la pintura en Venezuela. Por lo tanto, el fin de su programa fotográfico coincidía, poco más o menos, con el inicio de lo que se ha dado en llamar la segunda modernidad; la funcionalista y brutalista, cuyas realizaciones más sobresalientes se ejecutan durante la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez.

A esta razón estrictamente personal se agregaría otra de orden político: su programa fotográfico incluyó, naturalmente, la urbanización de El Silencio, en tanto que inicio de un proyecto a gran escala que debía modernizar la ciudad entera y donde participaban, además del presidente Isaías Medina Angarita, su primo hermano y muchos de sus amigos de clase. El hecho es importante. Para él se trataba de un gobierno de élites, con gente preparada –o que creyó estarlo– para llevar a cabo transformaciones de una magnitud hasta entonces ignorada. Ello implicaba un sujeto político que, desde la élite intelectual y económica, se proponía modernizar al país agrario y pueblerino en el que habían nacido, llevándolo paulatinamente hacia un futuro de progreso que conservaría intactas sus raíces históricas, su lazo con ese regazo maternal que Uslar Pietri describió en Tierra venezolana:

“para que el país que ha de crecer como árbol no llegue a olvidar su raíz.”

Se trataba de una modernidad que integraba, y no negaba, el pasado de la nación, incluyendo el colonial. Con la entrada en escena de Acción Democrática y los movimientos de la izquierda marxista, ya lo sabemos, ese pasado y muy especialmente el colonial, se vería cada vez más contestado para darle paso a un desarrollismo desmemoriado, centrado en lo económico, que resultó fatal. La suya fue, pues, una modernidad truncada, inconclusa, y su desarrollo posterior en manos de quienes habían depuesto al gobierno de Isaías Medina Angarita lo dejaba de hecho fuera de juego. Hay allí una discusión fascinante –y abierta– que no nos toca ni podemos abordar aquí. Quiera la suerte que tengamos la ocasión de hacerlo cuando llegue el momento.

***

Notas:

[1] Simon Schama, Le paysage & la mémoire. Ed. Du Seuil, 1999. p. 585

[2] Arturo Uslar Pietri, Tierra venezolana. Ed. EDIME, Caracas, 1953. p.p. 106-107

 

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