El arte en la cerámica aborigen de Venezuela, Caracas, 1978 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana / © Alberto Vollmer Foundation Inc.

Alfredo Boulton V / Corolarios

Fecha de publicación: julio 5, 2020

Hay una buena parte de arbitrariedad en separar por grandes bloques temáticos lo que fue apareciendo en la continuidad orgánica de una vida. Es un hecho. Y, no obstante, quien quiera comprender la producción de un artista no podrá, a riesgo de perderse en un caos ilegible, seguir paso a paso cada una de las piezas en su aparición cronológica. Si quiere discernir cómo fueron emergiendo, si pretende acercarse tan solo sea parcialmente a la fuente vital que las produjo, tendrá que poner en juego una serie de operaciones teóricas que nunca son inocentes: acercar lo similar, deslindar lo diverso, establecer lazos conceptuales entre momentos muy distintos, jerarquizar, ordenar. Hay quienes ven en ello un acto autoritario, incluso abusivo, del pensamiento crítico. Pero no es así; es una necesidad discursiva, una obligación de claridad.

Son cuatro los temas que dibujan un corolario en torno al proyecto central de Alfredo Boulton: imágenes excedentes de sus tres grandes temas, los indios Piaroa de El Parguaza, los temas homoeróticos y lo que aquí llamamos la fotografía útil o la reproducción de obras de arte | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana / © Alberto Vollmer Foundation Inc.

Tranquiliza constatar que el mismo autor, cuando debió enfrentarse a la exposición de sus fotografías, dudó en el modo de hacerlo y en las agrupaciones que debía establecer: si sus Ensayos, por ejemplo, se limitaban a los ejercicios de inspiración surrealista, más que surrealistas, de 1928, o si debían agruparse en una categoría más amplia que incluyera otras de corte experimental (entre ellos sus desnudos), como lo hizo de la Sala Mendoza. Lo importante es tener conciencia de que todas estas operaciones, que suelen ser y son extremadamente útiles, no son más que eso: estrategias de conocimiento, no realidades que deban imputársele a las obras mismas.

Del análisis de los pocos intentos que él mismo hizo por agruparla, queda bastante establecido que él hacía una distinción neta entre las imágenes que formaron parte de su gran proyecto iconográfico nacional (que buscó crear un retrato prototípico del país en sus tres grandes componentes: el paisaje, sus habitantes, su arquitectura), y una serie de ejercicios fotográficos que, si bien son cruciales, no entran dentro de ese gran programa fotográfico. Basados en ello, organizamos este homenaje a Boulton de la misma manera: tras una introducción general donde se definieron algunos grandes ejes de su fotografía y de lo moderno, siguieron tres capítulos, cada uno de ellos dedicado a uno de esos tres componentes indispensables de toda nación.

Para abordar, sin embargo, una serie de temas que escapaban a estas tres grandes categorías, pensamos en este último capítulo titulado Corolarios. No porque los temas agrupados aquí sean secundarios, vale la pena insistir en ello, sino porque ocupan un lugar peculiar en su trabajo y esto por diversas razones.

Comencemos por examinar una serie de imágenes que fueron realizadas al mismo tiempo que aquellas incluidas en sus publicaciones mayores. Se trata, pues, de tomas que quedaron fuera, descartadas o apartadas por una serie de motivos que intentaremos definir aquí, aún a sabiendas de que no lo haremos con la amplitud requerida. Aún así, vale la pena mencionar algunas de ellas tan solo para abrirles un espacio del que, hasta ahora, carecieron. No hay en esa exclusión nada misterioso ni maquiavélico. Todo fotógrafo sabe que, durante la ejecución de un proyecto específico, sea cual sea, siempre se toman más imágenes de las que podrán emplearse. De hecho, gran parte de la tarea de un fotógrafo consiste, justamente, en seleccionar de entre esa multitud de tomas las que le parecen más adecuadas para los propósitos que lo guían. En su caso, que buscaba crear prototipos de sus temas, la selección operada era tremendamente importante, y tanto lo seleccionado como lo descartado dice mucho de las apuestas teóricas y de lenguaje de su autor.

Entre la multitud descartada se encuentran muchas que, más allá de los iconos que perseguía, atrapaban instantes cotidianos de las personas que encontraba en su camino: niños bañándose en un río de Higuerote; una mujer que lavaba la ropa al borde el río, en Barlovento, entre la vegetación lujuriante del bosque; algunos palafitos en El Moján; el mercado de algún pueblo andino, etc. Muchas de estas tomas marginales encontraron un lugar en las publicaciones de amigos, como ocurrió en Tierra Venezolana, de Arturo Uslar Pietri o en Viaje al frailejón, de Antonia Palacios. Algunas de ellas, además, parecerían haber sido ejecutadas por encargo, tal las instalaciones petroleras en el Estado Zulia, que de ningún modo podrían ubicarse dentro del programa fotográfico nacional de Boulton y dicen mucho de todo lo que debió apartar para obtener ese escenario edénico que finalmente terminó construyendo.

Otras vistas del y desde el jardín de su casa, realizadas ya al final de su vida, llegan a ser conmovedoras; unas porque hablan de la nostalgia de quien, habiendo construido una casa que era a la vez metáfora de un país –el suyo– les dedicaba ahora un tiempo a pequeños rincones que solo alcanzan sentido para quien los ha vivido desde la intimidad. Lo grandioso, lo grandilocuente incluso de lo moderno, cedía así al impulso emotivo en un aquí y un ahora contingente y tan efímero como nuestras vidas. Otras son aún más significativas porque constituyeron, quizás involuntariamente, una especie de constatación desencantada, y por eso mismo posmoderna, del futuro que esperaba a las escenas edénicas que él mismo construyó cuarenta años antes. Para conseguirlas, se ubicó en un lugar cercano al que escogió, en 1943, para construir aquel ícono prototípico y a todas luces paradisíaco del valle caraqueño y del Ávila. Pero esta vez la urbe había engullido el paisaje, convirtiéndolo en un caos visual que él mismo calificaba de “pavoroso”.

Martillo de bomba petrolera. Ed. Zulia | Alfredo Boulton © Alberto Vollmer Foundation Inc.

Existe un número aún no determinado de imágenes que sin duda configuran un verdadero corolario para su obra central. Otros conjuntos son menos fáciles de ubicar aquí, a la vez por su número y el considerable interés temático que revisten en el escenario contemporáneo de la fotografía. El primero de ellos es, a todas luces, el de sus temas homoeróticos. Si los desnudos –femeninos y masculinos– que le conocemos, responden con cierta obediencia estética a los modelos que descubre en las revistas especializadas de la época (y que conservó en su biblioteca hasta su muerte), los masculinos están más claramente erotizados [1]. No hay allí la menor duda. La Salamandra, de 1935; Blanca y Esperanza del año siguiente, carecen de la carga sensual que tienen El sueño del Rey Miguel, de 1940, o el desnudo de un hombre, la piel brillante, sin título ni fecha, que por lo demás nunca fue publicado en sus libros. Una mención especial debería ser hecha al conjunto de El Diamante negro, torero con el que estableció una relación especial, al punto de dedicarle una sesión completa durante la ceremonia de vestidura.

El baño del domingo, y A orillas del Río Curiepe (arriba). El Moján, Ed. Zulia (Abajo). Imágenes publicadas en «Tierra venezolana», de Arturo Uslar Pietri, Caracas, 1953 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana / © Alberto Vollmer Foundation Inc.
Esperanza, 1936 y El Diamante Negro, 1950 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana / © Alberto Vollmer Foundation Inc.

Las revistas que conservaba en su biblioteca (Photo-Graphie y The Body Beautiful, de los años treinta) demuestran que el desnudo era uno de los temas centrales de la fotografía moderna y que, inclusive si la condena social era fuerte y clara, los temas homoeróticos encontraron un espacio franco en las revistas y publicaciones especializadas. Bastaría con citar el nombre de Georges Platt-Lynes, a quien descubre en la revista francesa Photo-Graphie de 1935-37, para confirmarlo. En Venezuela, no obstante, y en el entorno social que era el suyo, la homosexualidad era –simplemente– imposible de afirmar en público. Las relaciones homoeróticas existían, por supuesto, y todos sus allegados lo sabían, pero de eso no se hablaba. A la luz de estas terribles censuras sociales y por la importancia que ha cobrado en el país, y el mundo entero, la reivindicación de las más diversas minorías sexuales, religiosas, raciales o culturales, uno no puede más que respetar el coraje de un fotógrafo que, incluso con discreción, se atrevió a crear aquellas escenas y a hacerlas públicas, adquiriendo una actualidad y una contemporaneidad que no tuvieron, ni podían tener, en la Venezuela pacata de los años treinta.

Sin título, c. 1936 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana / © Alberto Vollmer Foundation Inc.
Georges Platt-Lynes en «Photo-Graphie», 1935 | © Alberto Vollmer Foundation Inc. / Biblioteca Juan Ignacio Parra
Indios Piaroa de El Parguaza, 1950 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana / © Alberto Vollmer Foundation Inc.

Otros dos casos cerrarán lo esencial de este corolario. El primero tiene que ver con el lugar que Boulton les asignó a los temas indigenistas. En principio, aquel programa a escala nacional que debía cubrir la totalidad del territorio y que había iniciado en el occidente venezolano, concluye con Los indios Piaroa del Parguaza, expuestos en el Museo de ciencias naturales en septiembre de 1950. Igual lo había hecho con las imágenes de La Margarita, exhibiéndolas en el Museo de Bellas Artes en 1944. Aún así, es imposible ignorar las diferencias que caracterizan a las primeras y nos llevaron a incluirlas en un corolario final. La primera está relacionada con las motivaciones que lo llevan a la región de El Parguaza. Cuando Boulton viaja a Los Andes, Los llanos y Margarita, lo hace con su esposa, durante sus vacaciones, y va con la determinación de descubrir fotográficamente esa región del país. Acá, por el contrario, viaja en tanto que miembro de una expedición científica organizada junto al director del Museo Nacional de Ciencias Naturales, J. M. Cruxent, y el presidente de la Comisión Nacional Indígena, Antonio Requena. Luego, las fotografías que realiza durante la expedición no son expuestas en un museo dedicado a las artes, sino a las ciencias naturales y, enseguida, el tratamiento estético de los nativos dista mucho de alcanzar ese talante enaltecedor que caracterizó a los personajes de Los Andes, La Margarita y Los Llanos. Además, para terminar, no le dedicó a este tema un libro aparte, como sí lo hizo con los tres anteriores. ¿Por qué? ¿Qué motivaciones explican tales diferencias? Algunos, quizás, movidos por ese odio hacia las élites tan característico del marxismo, o por la simple pero implacable envidia, podrían pensar que se trata de un desprecio patente hacia ellos. Sería ignorar el hermoso libro que le dedicó a las manifestaciones estéticas de las distintas etnias aborígenes en Venezuela.

Desde el punto de vista que desarrollamos en este corto ensayo, parece sin embargo evidente que la explicación más probable está por el contrario relacionada con la visión que él y su generación se hicieron del país. Para él, Venezuela y la América Latina en su conjunto, son el producto –sin duda doloroso y cruel– de la conquista y colonización españolas. El venezolano, el paisaje y la arquitectura que habita, emergen de ese acontecimiento histórico. Negarlo es negar lo que somos: un pueblo mestizo. Por eso mismo, y porque el indoamericano no es (al menos en términos de la historia reciente) un mestizo, sino uno de los componentes raciales y culturales del país, su tratamiento estético dentro del plan maestro boultoniano no tenía ni podía asumir el mismo estatus que ese denominador común que fue, a sus ojos, la belleza criolla. Las mismas razones que se aplican al indígena, se aplican a su entorno natural, porque la selva, antes que paisaje, es percibida como naturaleza virgen, no “trabajada” ni “informada” por la cultura.

El último de los temas incluidos en este capítulo final es el que denominamos la fotografía útil; específicamente, la reproducción de obras de arte. Y lo hicimos incluso si sabemos, pertinentemente, que la suya dista mucho de ser la simple transcripción mecánica de un objeto sobre el papel. Lo cierto es que él se apoyó en sus dotes de fotógrafo para estudiar aquellos artistas, por lo general amigos suyos, a los que les dedicó monografías completas o pequeños ensayos puntuales. Lo hizo, eso sí, para la escultura, para las piezas integradas a la arquitectura o al tejido urbano y, con particular énfasis, para la cerámica aborigen. Es decir, solamente para aquellos casos cuyas características volumétricas le permitían jugar con los puntos de vista, los contrastes de luz y sombra, las texturas y todas las herramientas estéticas y de lenguaje típicas de la fotografía que podríamos llamar, no sin algo de molestia, “artística”. Cuando se trató de reproducir pinturas, acudió a los profesionales del ramo, en especial a Peter Maxim.

«El arte en la cerámica aborigen de Venezuela», Caracas, 1978 | Alfredo Boulton. Archivo Fotografía Urbana / © Alberto Vollmer Foundation Inc.

Abordó de ese modo un conjunto escultórico de Francisco Narváez cuando, en el marco de la reurbanización de El Silencio, en 1943, le sirvió también de tema para su propio proyecto fotográfico y, más tarde, cuando escribió una corta monografía sobre él, para reproducir un conjunto seleccionado de piezas. Lo hizo además para Carlos Cruz-Diez y su Homenaje al sol en Barquisimeto, y para las estructuras que el mismo Cruz-Diez y Alejandro Otero integraron a la represa Raúl Leoni, en Guyana. Pero el conjunto más notorio de esta categoría, que hubiera podido merecer un capítulo aparte si las exigencias de claridad no lo hubieran entorpecido, es el que le dedica a El arte en la cerámica aborigen de Venezuela. Allí, y para resaltar toda la belleza de la producción nativa, Boulton echó mano de su experiencia fotográfica ante el paisaje, el habitante y la arquitectura de su país, consiguiendo por momentos tomas de una belleza y una significación estética sobresalientes, lo que sin duda justifica que él mismo las haya incluido en su exposición monográfica de 1992 en la Sala Mendoza. Lo bello, lo útil y lo significativo son allí inseparables.

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Notas:

[1] Referirse, para este punto, al capítulo III de este homenaje: Alfredo Boulton III / Una belleza criolla.

 

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