En la noche del lunes 2 de abril de 2018, el virtuoso guitarrista José Luis Lara salía de la casa de su madre, en la urbanización Los Próceres, de la parroquia Agua Salada, en Ciudad Bolívar, cuando un carro se detuvo al lado del suyo. Varios hombres salieron, lo rodearon, lo hicieron salir de su automóvil y, una vez completado el robo, le dispararon para matarlo. Tenía 42 años y una promisoria carrera como solista, que ya había comenzado a consolidarse con recitales en tres continentes.
En realidad, le faltaban dos semanas para cumplir 42 años. José Luis Lara había nacido en Caracas, el 16 de abril de 1976. Había empezado sus estudios de cuatro y guitarra cuando era tan pequeño que todavía no sabía leer. Cuando tuvo edad para ello, ingresó al Conservatorio de Educación Musical Integral (Cemi), en Ciudad Guayana, y culminó su formación en la escuela de música Prudencio Essa, en Caracas. No tardaría en convertirse en profesor titular de la cátedra internacional de guitarra clásica Antonio Lauro, en el conservatorio Carlos Afanador Real de Ciudad Bolívar; y, no contento con enseñar, fundó y dirigió el FIGA (Festival internacional de Guitarra de Angostura) y fue coordinador artístico de las dos primeras ediciones del Festival Internacional Maracay en Guitarra.
En abril de 2017 lo vi actuar en el Concurso Internacional de Guitarra “Alirio Díaz”, de Rust, Austria, organizado por el también guitarrista venezolano Gabriel Guillén. Lara no era concursante, estaba allí como maestro invitado. Fui testigo del entusiasmo que provocó su interpretación en el sosegado público de ese evento, compuesto por profesores, críticos y competidores. Tocó un par de piezas de Antonio Lauro, cuyo repertorio era su gran caballito de batalla y emocionó a la concurrencia cuando cambió la guitarra por el cuatro. Tenía la capacidad de deslumbrar a las audiencias. Era un apasionado. De la guitarra, de la música, de la cultura venezolana.
Uno de esos días de primavera en Rust, un pueblo muy pequeñito, entré a un café y encontré a José Luis Lara conversando con un guitarrista chino que dirigía un festival en Hong Kong. En medio de la charla, que alguien traducía entre sonrisas porque la exaltación de Lara le resultaba divertida, el venezolano le pidió prestada la computadora portátil al asiático y, tras teclear unos segundos, apareció en la pantalla la imagen que acompaña esta nota: Antonio Lauro, fotografiado por Alfredo Cortina.
Como coincidencia fatídica, Antonio Lauro, nacido en Ciudad Bolívar, en agosto de 1917, había muerto también en abril. Por enfermedad, no por violencia. El 18 de abril de 1986.
Lara estaba diciendo, para todos los asistentes del café, en realidad, que Lauro, “venezolanito, venezolanito”, era “uno de los más compositores para guitarra clásica del siglo XX. Pues sí, como lo oyen”. El chino y la intérprete lo sabían, por cierto.
De la serie de fotos que con toda seguridad le hizo a Lauro en esa sesión, Cortina copió esta, en la que la mirada del músico ha sido desviada del fotógrafo, de toda la situación del posado, y se ha ido por ahí, vete a saber detrás de qué. Cortina la eligió precisamente por eso, porque la curiosidad de Lauro era proverbial, uno de los rasgos más prominentes de su personalidad. Y lo mismo se aplica al cigarrillo, Lauro había empezado a fumar desde muy joven y no logró zafarse del hábito ni siquiera cuando le diagnosticaron un problema cardíaco. En esta foto aparece con un pitillo Negro Primero sin filtro, que fumaba con boquilla.
En cuanto a su aspecto, dejemos que sea su biógrafo, Ivo Hernández, autor del estudio correspondiente a Lauro publicado en la Biblioteca Biográfica Venezolana, creada por Simón Alberto Consalvi, quien lo describa: «Físicamente, y esto casi hasta la treintena, Lauro fue delgado, bastante alto para su generación y dotado de una mirada penetrante, a ratos inquisitiva. […] Ese aire de soledad, una actitud tímida y una curiosidad casi infantil, insaciable ante todo lo nuevo, serán constantes en su carácter en todo tiempo según diversos relatos de sus contemporáneos. […] Lauro era un hombre bastante alto, de contextura y piel blanca debido a su herencia europea, matizado este color con algunos lunares. Uno de estos estaba en el pie derecho y fue durante mucho tiempo causa de pequeñas molestias sin que se le considerase motivo de cuidados o atenciones mayores».
—Además de la guitarra, -explica Ivo Hernández- Lauro fue un músico completo académicamente, quien con insaciable curiosidad llegó a desempeñarse como percusionista y xilofonista en la Orquesta Sinfónica de Venezuela. Fue también un reconocido cantante en diversas obras sinfónicas a la par de compositor y director de varias obras sinfónico-corales.
Por último, fue un ejemplo virtuoso de la paideia musical en Venezuela, casi en forma de apostolado en pro del arte y su enseñanza. […] En cuanto a la forma compositiva, la música más conocida de Lauro y la que ocupa mayor caudal de su creación, el vals venezolano, se establece sobre la tradición del valse pianístico que llegó a Venezuela en el siglo XIX. Lauro será un continuador de esa gran herencia que hunde raíces en el siglo anterior y que ya a comienzos de siglo XX produce frutos notables.
Pionero en la radiodifusión venezolana, como músico y talento vivo, el mayor mérito de Lauro, para Hernández, fue «devolvernos la pertenencia musical profunda, con ecos que llevaron nuestro lenguaje sonoro a todas partes. Lauro condujo la música venezolana tradicional hacia nuevos recorridos, adaptándola a un instrumento en donde antes no existía, y que casi nadie antes que él lo presentase, conociera o respetara. Ese fue siempre, junto al de dotar a la guitarra de más repertorio, su esfuerzo deliberado». Esto, palabra más palabra menos, debió ser lo que José Luis Lara les decía a sus contertulios en aquella merienda austríaca, para luego precisar que, si esto fuera poco, Lauro había sido el mejor guitarrista de Venezuela hasta que apareció el titán de Carora, Alirio Díaz, cuya foto, por cierto, estaba en cada esquina por aquellos días en Rust.
José Luis Lara había seguido la senda de Antonio Lauro al ser, como este, brillante guitarrista y docente. Lauro fue, además, cantante, arreglista y un compositor de tan altos vuelos que, como afirmaría el famoso guitarrista escocés, constituye «un símbolo de universalidad para la cultura venezolana. Probablemente sea su nombre junto al de la pianista Teresa Carreño y el del guitarrista Alirio Díaz, los de los músicos más reconocidos que hemos tenido en todos los tiempos. Su música devolvió el valse al mundo de donde lo habíamos tomado hace 150 años, pero teñido ahora de acento venezolano. Sus otras composiciones, no menos universales, reflejan un dominio estético personal y profundo del lenguaje musical».
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