En la entrega 62 de «Apuntes sobre el fotolibro» compartimos este texto de la periodista cultural Catherine Medina Marys sobre El casabe (Caracas, 1979), de Thea Segall. Diseñado por Nedo M.F., la edición de ese libro estuvo a cargo del Círculo de Periodismo Científico de Venezuela al considerarlo un «apreciable ejemplo de periodismo científico».
Hace algunos años, quien escribe estas líneas recordó el extraño antojo de una amiga entrañable que vive desde hace cuatro años al sur de Chile. Estaba embarazada y durante el primer trimestre de su gravidez solo le provocaba un alimento tan particular como lejano: un trozo tostado de casabe venezolano.
Ca-sa-be. Las dos primeras sílabas remiten al hogar, a la raíz. Alimento de etnias colombianas, brasileras y, principalmente, venezolanas. «Casabe» viene del arahuaco «cazabí», que literalmente significa «pan de yuca». Así, el casabe se descompone en «casa» y «sabe», el verbo que comparten la sabiduría y la gastronomía. El que usan los adultos cuando el niño quisquilloso les pregunta por el sabor de un alimento nuevo. Cuando la curiosidad infantil cuestiona «¿a qué sabe?», la respuesta triunfal culmina con un «a casabe».
El acompañante ideal de las sopas y los guisos, en especial del palo a pique oriental, y su naturaleza firme y tostada ofrece la consistencia perfecta para untar quesos blandos tradicionales o incluso dips y salsas de manufactura más americanizada. El casabe es noble: ni dulce ni salado, con una textura crocante que, una vez disuelta, se funde en la lengua y viaja al estómago pasando por el corazón.
Aquí entra el trabajo de Thea Segall (Moldavia, 13 de marzo de 1929-Caracas, 25 de octubre de 2009), fotógrafa de origen rumano y nacionalizada venezolana desde 1958, ganadora del Premio Nacional de Fotografía y autora, entre numerosas ediciones, de una particular secuencia fotográfica titulada El casabe.
El casabe fue editado en 1979, auspiciado por el Círculo de Periodismo Científico de Venezuela (CPCV) y es la primera de tres fotosecuencias de la autora, a la que le siguen La curiara, que se refiere al método de elaboración de estas particulares canoas alargadas usadas por los indígenas venezolanos como principal transporte fluvial, y El tambor, como exploración y acercamiento a la percusión nativa venezolana.
El texto de presentación, escrito en inglés y en español, sigue de cerca a las mujeres de las tribus Ye’cuana o Maquiritare. El casabe y sus treinta fotografías en blanco y negro demuestran un interés más que genuino en acompañar a las cocineras de esta particular torta vegetal en el sentido estricto del fotorreportaje, sin que se convierta en un ensayo antropológico.
Desde su llegada al país en 1958, Thea Segall se dedicó a la fotografía de manera independiente, trabajando como fotógrafa de los comedores infantiles de Nueva Esparta y cubriendo actos de grado, matrimonios y bautizos con su propio estudio de fotografía ubicado en la calle Real de Sabana Grande, en Caracas. Su trabajo la llevó a trabajar como fotógrafa del departamento de antropología del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) y, posteriormente, integró el Círculo de Periodismo Científico de Venezuela, órgano que permitió mostrar su trabajo internacionalmente.
La fotosecuencia que compone El casabe forma parte de esta etapa fructífera de Segall, cuyo discurso es reconstruido por el diseñador venezolano Nedo M.F. en este fotolibro –en la más clásica de sus formas–. Hay en estas páginas una genuina curiosidad no solo por conocer cómo nuestras tribus originarias ejecutan un proceso milenario, sino también una preocupación palpable por documentar y registrar este proceso legendario y guardarlo para la generación posterior.
El casabe es un pan de yuca que los nativos venezolanos elaboran con ese tubérculo. Se elabora tanto con yuca dulce como con yuca amarga; este procedimiento requiere un paso extra que permite la extracción total del cianuro que pueda contener.
Su origen se remonta, según evidencia arqueológica, al tercer milenio antes de Cristo. Es decir, hace aproximadamente cinco mil años. De modo pues que la preparación del casabe no es solo una receta más de la tradición indígena americana. Es una manera de entendernos, estudiarnos, reconocernos.
La cámara de Thea Segall se cuela, cual voyerista, en la faena diaria de las indígenas jóvenes, adultas y ancianas mientras elaboran el bastimento que llevarán los hombres al salir de caza, la comida con la que alimentarán a sus pequeños.
El obturador captura el rayo de luz que se enreda en el corte motilón de las mujeres, entre sus pechos caídos que bailan impúdicos al ritmo de los brazos que rayan la yuca, los agujeros de las cestas tejidas con palma donde se escurrirá la carne blanca ‒a veces dulce, a veces amarga‒ de este tubérculo originario.
El proceso comienza con la recolección de las raíces que se lavan, pelan y rallan en grandes tablas rectangulares en las que los Ye’cuana incrustan pequeños pedazos de metal. La pulpa se recoge en curiaras o canoas desechadas, y luego se deposita en un cilindro llamado sebucán, tejido con las hojas de una palma conocida como casupo o tirita. La forma del sebucán permite que sea estirado verticalmente, lo que ejerce presión sobre la pulpa y de ese modo poder extraer un jugo que los indígenas llaman yare, utilizado en guisos y bebidas fermentadas.
La pulpa deshidratada se pasa por otro tamiz tejido. El producto resultante es, precisamente, la harina de yuca que se extenderá en una capa fina sobre el budare y que el calor convertirá en una torta de casabe que se dejará secar al sol para eliminar el exceso de humedad.
Solo después de este laborioso proceso, aderezado con milenarias tradiciones indígenas, es cuando esa torta blanca, circular y tostada será apta para el consumo de todos los que nos relamemos con la imagen mental del casabe crocante al lado del plato.
Nos separan milenios desde el primer registro histórico sobre la confección del casabe. Se sigue preparando de la misma forma, con la misma receta a pesar de los embates de la colonización, la independencia, las guerras, los terremotos y los deslaves.
Así el casabe, así los indígenas, así el trabajo fotográfico de Segall: testimonios físicos de una cultura que se rehúsa a desaparecer.
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