Karakarakas (2014), de Paolo Gasparini. ©Archivo Fotografía Urbana

Contrappunto dialettico…

Fecha de publicación: agosto 25, 2020

En esta entrega #55 de la serie “Apuntes sobre el fotolibro” compartimos el texto del profesor Alejandro Sebastiani Verlezza sobre Karakarakas, del fotógrafo Paolo Gasparini. Fue impreso en Caracas en 2014 por la editorial Mal de Ojo, con textos de Victoria De Stefano y diseño de Ricardo Báez.

Repaso una y otra vez Karakarakas, no sin cierta perplejidad, casi con una sensación extraña a cuestas, colindante con la pesadumbre (¿será?), pues veo y constato que Paolo Gasparini ha captado y compuesto(1) una ciudad que me resulta profundamente familiar y a la vez extraña; visto bien, quizá esto sea un don y yo ahora no logro captarlo plenamente, pero apenas puedo decir que cada fotografía y las citas que la acompañan –salmos, fragmentos periodísticos, artículos de la actual Constitución (recuérdese: out, out never…), versos, pasajes de obras narrativas, ensayísticas– ubican lugares muy particulares de Caracas y me hacen recordar que por ahí “he pasado” –otra forma del esto ha sido– y a su vez me llevan a preguntarme por todo lo que va cambiando en la ciudad, por todo lo que en su geografía más íntima permanece (aunque a duras penas), por todo lo que ya definitivamente se fue y si acaso regresa, por qué no, lo hará bajo otras
formas, acaso inauditas. Este forcejeo anímico que propone Karakarakas me permite atisbar algo así como la sintomatología profunda del país y su actual –larguísimo– “momento histórico”: el fotolibro de Gasparini se convierte en una suerte de instrumento especular que ofrece un intrincado campo de asociaciones y resonancias, la viva memoria que habla sobre la condición de vivir la aparatosa, colapsada –¡larga, larga!– “actualidad” de Caracas (y la venezolana por rebote).

Imagen de Karakarakas (2014), de Paolo Gasparini. ©Archivo Fotografía Urbana
Imagen de Karakarakas (2014), de Paolo Gasparini. ©Archivo Fotografía Urbana

En una de las reflexiones que acompañan este fotolibro –las otras son del mismo Gasparini y Sagrario Berti– Victoria de Stefano apunta: “La tajada de tiempo que atraviesan estas fotos transcurre intermitente y aleatoriamente entre la mitad de los años cincuenta y el 2014”. Bien, Gasparini consigue articular esta “tajada” y entrever una secreta morfología entre los fragmentos que va juntando para propiciar cierta sensación de continuidad histórica, pero a su vez Karakarakas marca un corte abrupto en las sucesivas miradas que se le hacen a la fisonomía de la ciudad, pues ha cambiado de tajo bajo el signo de la feroz expropiación, porque en las últimas décadas –hechas las ya consabidas retrospectivas– muchos venezolanos podrían afirmar que han sido rudamente despojados de un espacio –una experiencia, un tono afectivo– y merodean en el angustioso campo minado del que se sabe en pérdida, ex de algo (un territorio) y ante un “lugar” (¿los retazos de la memoria compartida que se expresan en terrenos muy concretos?). Gasparini, en la trama paralela de textos que conversan con sus fotografías, cita la ya aludida Constitución, puesta desde hace rato en una suerte de abismo por una serie de maniobras o bandazos que remiten más al campo jurídico –y forense– que al estético. Todo esto ocurre en la Caracas física y está anunciado en la otra, la que se escribe con Ka, Ka de Kafka, como bien lo recuerda Gasparini, Ka de “proceso” y por analogía de procesión, marcha, marcha hacia el caos, muy largo, lleno de harturas y esperpentos, entre el crimen y el pathos de la venganza ejecutada en el ejercicio del despojo cuando toca su máxima –trágica– teatralidad y da cuenta de cómo se regodea en sus propias facultades, sobre todo si arremeten con crudeza contra la vida, la privada y la pública (muy “kara”, por costosa, kafkiana y no por cara: “querida”).

Imagen de Karakarakas (2014), de Paolo Gasparini. ©Archivo Fotografía Urbana

Basta pensar en los ecos del monólogo que ha resonado en tantas consciencias: “¡exprópiese, exprópiese!”. Luego de los aplausos interviene el coro aprobatorio: “de acuerdo”. Si Karakarakas fuera un audiovisual, sin duda que en el anterior fragmento podría estar el atormentante loop de una “Karacas” que desde hace rato parece más bien una enorme “carraca”. Y no es solo el prócer cosmopolita el que se asoma en la “escena” sino cualquier venezolano –el de aquí, el de allá, el que en el camino va y atraviesa las fronteras– con su mal de país a cuestas (¡qué carga!). Pero en este caso, cada pieza que compone el conjunto de Karakarakas asoma la imagen del “asfalto-infierno” con sus interludios de risas inocentes y relajadas, a menos que los “disparos” de la cámara sean tomados por “notas” y en su preciso ensamblaje tonal devuelvan una de las tantas imágenes posibles de la historia, la verdadera, la que se padece, la dictada a golpe y porrazo, al menos ahora. La vía empleada por Gasparini, dicho por él mismo, para dar con estas resonancias y ecos: contrappunto dialettico alla mente. Si las inquietudes estéticas se vuelven también políticas, las páginas se pasan viendo las imágenes, leyendo los textos que la acompañan y haciendo venir las asociaciones, dándoles espacio y voz, como si ese ángelus novus –tan caro a Gasparini– que merodea en este fotolibro anunciara su mensaje luctuoso, el recordatorio de lo que “ha sido” con la pena de lo que “es”, hoy.

Hay una fotografía de Karakarakas que me remite a las complejas sensaciones que han movido esta lectura: en la página 100 aparece la entrada de una funeraria, su fachada, los números de teléfono, la puerta entreabierta deja ver el fragmento del ataúd y un señor recogido sobre sí mismo (la variante local de “Melancolía I”, el grabado de Durero). Sobre él hay un cuadro (negro, nada se ve). La inscripción de la foto dice: “Avenida Urdaneta–Santa Capilla. 1967/1970”. Más abajo, para rematar, viene esta cita. La transcribo entera (¡hay que ver la rendija por donde se coló el “ángelus”!):

«»Venimos a destruir, me dijo Hugo Chávez 36 veces en las
conversaciones mantenidas entre 1994 y 1998” […] Las revoluciones no
dialogan, solo destruyen. No armonizan sino que polarizan. En este sentido,
Chávez no engañó a nadie. Prometió pulverizar el viejo Estado, a la vieja
dirigencia, pero nadie le creyó. El vengador de la cuarta república contó con
el aval de adecos y copeyanos, y la complicidad de las fuerzas constituidas.
La Corte Suprema de Justicia, al decretar el 19 de enero de 1999 la
procedencia de convocar una constituyente porque estaba por encima del
orden legal vigente, derogó la Constitución de 1961 y le abrió los caminos al
proyecto de destrucción».

Agustín Blanco Muñoz, «Las revoluciones no dialogan, solo destruyen»,
En El foro del domingo. Entrevista de Hernán Lugo-Galicia. El Nacional,
Nación. 3,6 de julio de 2014

Karakarakas (2014: página 100), de Paolo Gasparini. ©Archivo Fotografía Urbana

¿Por qué la ciudad expropiada? Porque la vida diaria se desarma imparablemente y avanza ya mismo una inmensa cirugía de la memoria que la imaginación intenta frenar, porque los números no dan, porque cada avance del poder –“de lado y lado”, se oye a veces el triste subterfugio– pareciera responder al grito de guerra aquel –“¡exprópiese!”– y desde el más allá el hombre como que no ha dejado de apuntar con su Kalashnikov  (“¡kas, kas, rakakarakas!”, “¡rakakakakas, kas!”), porque los insistentes elogios de la pobreza –aquello de la patria rejuntada con el viejo socialismo y La Innombrable– van creando cada vez más un país de humillados y “asomados” (“¡kas, kas, rakakas!”).

Ps: y a pesar de todo, en algún recóndito lugar de la “cara” Karakarakas sigue escondida la imagen de la Avenida Urdaneta de 1968, forrada de pancartas, banderines, pendones y propagandas de diversos partidos políticos; en medio de aquel carnaval electoral, un hombre –solitario, de pie– parece encaminarse hacia el cartel que dice: “viene el cambio” (¿pero cuál?).

Imagen de Karakarakas (2014), de Paolo Gasparini. ©Archivo Fotografía Urbana
Imagen de Karakarakas (2014), de Paolo Gasparini. ©Archivo Fotografía Urbana

 

Notas:

(1) Vale considerar la reflexión que hace Juan Antonio Molina en el prólogo de La verdadera historia de Paolo Gasparini (La Cueva, 2017). El escritor rescata un fragmento de la contracubierta de Un paese. Portrait of an Italian Village –con fotos de Paul Strand y textos de Cesare Zavattini– que dice así (se trata del año 1955): “…con este volumen (…) se inicia un nuevo tipo de libro, nacido del encuentro con el cine, una síntesis de libro y filme, que se propone representar en páginas fotográficas y testimonios escritos la experiencia de ese nuevo contacto con la realidad, conquistado por el arte cinematográfico, particularmente el italiano”.

 

Lea también el post en Prodavinci.

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