El propósito inicial de Boulton fue, ya lo hemos dicho, producir un conjunto fotográfico que cubriera todo el territorio nacional en sus regiones más características; desde la zona montañosa de Los Andes al occidente, con su gente callada y sus cuerpos protegidos contra el frío, hasta Los llanos del centro y del sur, pasando por la costa caribeña que baña todo el norte del país, donde los cuerpos no se esconden ya bajo ruanas y vestidos espesos. Centrado en el territorio habitado; es decir, en el paisaje construido por sus moradores, su estrategia epistemológica no consistió en hacer recorridos que pudieran revelar toda la singularidad de los poblados atravesados, sino en develar por el contrario los rasgos prototípicos de cada sector geográfico. Actuó, desde este punto de vista, como el Matisse que buscaba dibujar las hojas de un árbol:
«Mi convicción sobre estas cosas se formó cuando pude constatar que, en las hojas de un árbol por ejemplo –la higuera en particular– la gran diferencia de formas que existe entre ellas no impide su reunión bajo un carácter común. […] Existe pues una verdad esencial que debe ser extraída del espectáculo que nos ofrecen los objetos que representamos. Es la única verdad que importa.» [1]
Esta visión sintética del paisaje y de sus habitantes guió su mirada y determinó la selección final de las imágenes que publicó en sus libros. De allí se derivaron también sus apuestas técnicas y estéticas, privilegiando las herramientas que pudieran resaltar esas propiedades comunes. En lo que se refiere “al hombre” de esas tierras, sus estrategias estéticas y de lenguaje fueron las mismas, sin duda, con una característica suplementaria, y es que la modernidad venezolana privilegió el modelo del mestizaje; esto es, de la síntesis racial del negro, el indio y el blanco europeo lo que produjo, en sus propias palabras:
«…una bien definida y amalgamada gente.» [2]
Antes que captar la vida de las diferentes comunidades que habitaban ese espacio geográfico (los negros de la costa central, los blancos andinos o de las élites económicas, los indígenas del Amazonas), su estrategia lo llevó a centrarse en el habitante promedio: el criollo, y ese fue el tipo racial que privilegió en Los Andes, en Los Llanos, en Margarita, porque ellos materializaban ese ideal nuevo que servía como fundamento de la nación futura: la belleza criolla [3]. Pocos casos escaparon a esta estrategia general, ya lo veremos, y sus razones tuvieron que ver con circunstancias específicas; unas políticas (nuestros próceres y nuestras élites económicas fueron casi todos blancos europeos), otras eróticas y más precisamente homoeróticas.
El hecho merece ser resaltado, sobre todo porque a pesar de que el mestizaje es un aspecto subrayado en gran parte de la América Latina, no siempre predomina con la misma fuerza en todos los países de la región. En México y en Perú, donde la presencia indígena es mucho más potente que en Uruguay, Argentina, Brasil o Venezuela, lo típicamente indígena rivaliza con el ideal mestizo, bien a pesar de la influencia considerable que tuvo La raza cósmica, del mexicano José de Vasconcelos, haciendo del mestizaje un eje central para el futuro de la humanidad. En Brasil, donde el mestizaje está tan expandido como entre nosotros, las reflexiones teóricas sobre la brasilianidad se orientaron preferiblemente hacia el modelo antropofágico de Mario de Andrade, mucho más rico y flexible que el de lo mestizo [4]. Lo cierto es que él, Uslar Pietri y muchos otros teóricos de lo venezolano vieron en esa fusión de razas, junto a la pureza ideal de la naturaleza americana, la base primera de ese país nuevo que creían estar erigiendo, y su fotografía es testimonio claro de esta apuesta teórica.
Lo vemos ya en sus primeros retratos de los años treinta, antes de su viaje a Los Andes; en el torso de Blanca y en algunos personajes de la Fila de Mariches o de los Guayabitos, en particular ese joven de torso desnudo junto a una máquina de arado (tema típico de la época), cuyos cuerpos son magnificados por los puntos de vista en contrapicada. También en Imágenes del occidente venezolano donde, a pesar de la preeminencia del paisaje (de las 20 imágenes que componen la publicación, solo dos presentan al andino), los personajes retratados, muchos de los cuales no fueron incluidos en su publicación, tienen rasgos mestizos y sus retratos asumen las perspectivas enaltecedoras propias de muchos retratos modernos, en la Unión soviética de los años veinte y treinta (Jacob Halip, Boris Ignatovich, Alexander Rodchenko), en Alemania (La Bauhaus, por ejemplo) o en los Estados Unidos, específicamente en fotógrafos que él conoce bien, como Dorothea Lange o Ansel Adams, este último en particular para el tratamiento del paisaje.[5]
Lo mismo puede decirse de muchas de las imágenes que toma en Caracas y sus alrededores cuando, al terminar su trabajo en Maracaibo, la pareja Boulton se instala de nuevo en la capital, a mediados de 1942. Sin embargo, ya lo vimos, las primeras imágenes de La Margarita, el proyecto que sigue cronológicamente al de Los Andes, continúan el empuje de sus imágenes andinas. El giro hacia los hombres y mujeres del país se produce pues con Los Llanos de Páez, donde el habitante de la región cobra una importancia mucho mayor y el rol enaltecedor de sus puntos de vista se hace central. Y eso es así no solamente porque las vistas seleccionadas están allí en tanto que escenario para el prócer independentista, sino además porque los retratos que se incluyen tienen la clara intención de mostrar y realzar un determinado tipo humano: el mestizo, que aparece allí equiparado a la reciedumbre de su tierra.
Así, lentamente, el venezolano se impone por sobre el paisaje en su programa iconográfico, hasta llegar a La Margarita donde, en al menos dos nuevos ciclos fotográficos –realizados ya con el libro en mente– completa las imágenes históricas de la isla, las bellas tomas aéreas y, en particular, el amplio conjunto dedicado a las Faenas del mar, el capítulo que cierra su fotolibro y donde el margariteño es el sujeto principal [6]. La voluntad de caracterizar un determinado tipo racial y de elevarlo a la categoría de prototipo nacional es allí perfectamente clara y visible. A tal punto que el retrato de uno de los pescadores margariteños, Luis Acosta saliendo del mar, sería luego el punto de partida para un torso de Barutaima que él le encarga a su amigo, el escultor Francisco Narváez, para colocarlo al borde de su piscina, de espaldas al Ávila, en un torso sin brazos ni piernas, como si se tratara de una escultura griega o romana de la antigüedad.[7]
Su interés por la figura humana está casi siempre unido a un propósito concreto, en general enlazado a su preocupación mayor: Venezuela, su pasado y su futuro posible. Un tema escapa sin embargo a esta inquietud central: el desnudo femenino o masculino, cadauno por razones distintas. El caso de los desnudos femeninos –esta es al menos una hipótesis de trabajo, pues ninguna cita del autor nos permite comprobarlo– parece más
directamente unido a sus ambiciones de autor que a una atracción erótica. El hecho es que las tomas de mujeres extendidas en la arena, sentadas, de frente o de espalda, que publica en su libro Imágenes de 1982: Una noche sobre el Monte Calvo, 1932; Blanca, 1936; Girasoles y La Salamandra, 1935; Estudio en Caoba, 1936 o Esperanza, del mismo año, carecen de la carga erótica que tienen sus desnudos masculinos (algo que estudiaremos en el último capítulo de este homenaje) y están por el contrario visiblemente emparentadas a sus referencias fotográficas de entonces. Basta con ojear un libro sobre los desnudos de Edward Weston o las diversas revistas que Boulton adquiere en esos mismos años para constatarlo: sus cuerpos femeninos son ejemplos propios de una cierta retórica moderna del desnudo, en la fotografía, la pintura y la escultura, y están por lo demás unidos a un tema típicamente moderno: la idea –o el ideal más bien– de esos cuerpos desnudos en plena naturaleza, símbolo indudable de libertad, que pueblan las pinturas de Paul Gauguin y de numerosos artistas del Expresionismo alemán y el Fauvismo francés y el Neoprimitivismo ruso a principios del siglo pasado. Se trata, pues, de un tema generacional, en cierta medida impuesto por la práctica de la fotografía y de las artes en ese particular período histórico. No pasa lo mismo, ya lo veremos, con el desnudo masculino, casi siempre impregnado de una carga erótica evidente.
Con el retrato sucede algo bastante distinto, porque incluso si allí también estamos en presencia de un tema común a todo fotógrafo, que está profundamente unido a los orígenes mismos de la fotografía (pensemos por ejemplo en el caso de Nadar en Francia), los suyos responden además a necesidades personales y políticas muy concretas, que trascienden los estereotipos temáticos y estilísticos de la práctica fotográfica. En primer
lugar, porque el retrato es la expresión de los lazos que lo atan a personas muy cercanas, quienes son por los demás sus primeros modelos: su esposa Yolanda, su hija Sylvia, Arturo Uslar Pietri (el primo hermano admirado), los artistas de su generación, a quienes ayudó económicamente en muchas ocasiones, cuyas obras adquirió para su colección y sobre quienes luego escribiría ampliamente. Pero también, y este es el origen de su primera y única exposición sobre el tema, porque el retrato le permitió expresar su rechazo total y contundente a un acontecimiento político que, a su entender, cambiaría el futuro del país echando por el suelo el proyecto modernizador que se había iniciado en El Silencio, y abriendo las compuertas de un proceso que terminaría arruinando las posibilidades de construir esa Venezuela moderna con la que soñaron todos los venezolanos de su generación y más allá: el golpe de estado contra Isaías Medina Angarita el 18 de octubre de 1945. 30 venezolanos para 1948 fue el resultado de este trabajo centrado en el retrato y donde, en sus propias palabras, le dio rostro a un conjunto de venezolanos que adversaban los propósitos golpistas:
«En ese momento Venezuela pasó por una etapa sumamente trágica de su cultura. López Contreras y Medina iniciaron las posibilidades de hacer de este país otra cosa de lo que es hoy en día, y esa posibilidad se pierde a través de un vulgar golpe de estado hecho por unos infames militares y oportunistas políticos. Yo me di cuenta de ello y entonces, a través del pequeño recurso que me daba la fotografía, quise dejar la imagen de un momento histórico en Venezuela, para que se sepa que, en 1948, hubo venezolanos contra eso, y que eran venezolanos excepcionalmente importantes. Yo fui incluso aplazando la fecha de la exposición, hasta que se dio el golpe…»[8]
Podemos o no compartir su punto de vista, lo cierto es que la fotografía, en ese caso, fue más que una posición estética: fue una afirmación política, de vida, apuesta por un futuro que creyó mejor que el que nos impuso un grupo de militares golpistas ¿Se equivocó? ¿Pudo en verdad haber sido de otra manera? Que cada lector le dé a estas preguntas la respuesta que crea más acertada. A nosotros nos basta con mostrar que la imagen, es más, mucho más, que un simple juego estético y Boulton un autor que sin duda merece nuestro respeto.
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Notas:
[1] Henri Matisse, Écrits et propos sur l’Art, Ed. Hermann, París 2009. pp. 172-173
[2] Alfredo Boulton, La Margarita. Macanao ediciones, Caracas, 1981 (2º Edición). p. 50
[3] Entre las hipótesis que avanzamos en este estudio, se encuentra también una sobre los indios Piaroa del Parguaza y la región del Amazonas, que Boulton de hecho fotografió, pero a los que no les dedicó un fotolibro completo lo que sí lo hizo con Los Andes, Los Llanos y La Margarita ¿Por qué? Porque, a nuestro entender, ni el Amazonas es paisaje, sino naturaleza pura, ni el indio es un prototipo de lo venezolano, sino uno tan solo de los componentes de esa mezcla racial que formaba la base del país futuro con el que soñaban: la belleza criolla.
[4] La antropofagia, como modelo epistemológico para pensar la identidad nacional latinoamericana, es sin duda un modelo sintético, igual que el mestizaje. A diferencia de este, sin embargo, no propone la simple unión de las tres razas (la negra, la blanca y la india) en una nueva, sino la posibilidad de engullir simbólicamente a su o sus opuestos para convertirlos en alimento de lo propio. Así, dependiendo del o de los “alimentos” engullidos, el resultado puede ser o no equivalente al mestizaje boultoniano, y puede sobre todo tener variables muy diversas, que sin duda se acercan más a la realidad latinoamericana.
[5] Vale la pena subrayar que este recurso de las picadas y contrapicadas, que enaltecen y dinamizan los temas abordados, se emplean con mayor regularidad y método en aquellos países donde el proyecto moderno cobró un carácter mesiánico y futurista; tal es el caso de la URSS, de la Alemania Nazi y la Italia fascista, de no pocos países de la América Latina, donde se buscaba enaltecer las poblaciones antes despreciadas o donde se pensó con mayor énfasis en la posibilidad de un futuro redentor.
[6] La cronología exacta de las imágenes es difícil de establecer. Se sabe que las primeras tomas datan de 1943-44. La cercanía estilística con las fotografías de Los Andes permite detectar muchas de ellas con un cierto grado de certeza. Otras, como la vasija de arcilla descubierta por José María Cruxent en Guiri-Guire, en septiembre de 1950, datan seguramente de ese mismo año o el siguiente. En cuanto a las tomas aéreas de la isla, ellas son posibles desde 1943, cuando se funda Avensa, la compañía aérea de la familia Boulton, pero nada nos permite por ahora determinar cuándo, exactamente, fueron ejecutadas.
[7] Todo es significativo en este gesto iconográfico que transforma en indígena el cuerpo de un mestizo (de rasgos más bien negroides), le quita brazos y piernas (en referencia a un arte de valor histórico) y lo coloca finalmente de espaldas a la ciudad y frente a su casa, a la manera de un mediador entre él, aristócrata instalado en su colina, y la ciudad que nace de la empresa colonizadora española. Ambos, en fin, en su oposición racial y de clase, pensando la nación que construye para ellos un horizonte común.
[8] Respuestas de Alfredo Boulton a Ariel Jiménez para el catálogo de su exposición antológica en la Sala Mendoza. Caracas, 1992
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