“El espectáculo verdadero y que mayor atractivo tenía para nosotros… era el gran salón del teatro, espléndidamente alumbrado con luz eléctrica, esbelto, festivo, elegante; era el conjunto alegre e imponente de un público numeroso, cuyo solo aspecto exterior bastaba a indicar que era de los más escogidos…”
Tommaso Caivano, Venezuela (1897)
1. La fotografía tomada en 1905 por Federico Carlos Lessmann, del entonces llamado teatro de la Ópera, luce como una postal de la Bella Época caraqueña, heredera de la renovación guzmancista. A resaltar la magnificencia del odeón, recortado en medio del chato paisaje capitalino, contribuyen la ausencia de carruajes o transeúntes en la imagen, salvo algunos circunstantes, lo que la torna estática y monumental.
Si bien data del mismo año en que la administración de Cipriano Castro inaugurara el teatro Nacional, de Alejandro Chataing, la imagen de Lessmann, perteneciente al Archivo Fotografía Urbana, capta la exterioridad del teatro Guzmán Blanco, tal como fuera inaugurado en 1881. Salvo cambios menores, bien podría esa fotografía haber acompañado la Memoria del Ministerio de Obras Públicas (MOP) de aquel año, donde – según recoge Eduardo Arcila Farías en Historia de la Ingeniería en Venezuela (1961) – se ofrece la siguiente descripción del proyecto de Jesús Muñoz Tébar, sobre planos de Esteban Ricard.
“El edificio entre sus muros ocupa una superficie de 1.570 metros cuadrados. Exceptuando el peristilo y el vestíbulo, todo el edificio está rodeado de una sencilla pero elegante verja de hierro, mediando entre ella y los muros una superficie plana de 1.803 metros cuadrados. Al norte se extiende una pequeña plaza, pero suficiente para el desahogado tráfico de carruajes y de gentes de a pie, aun en las noches de mayor concurrencia. Al este, sur y oeste, el teatro está separado de los edificios particulares por las calles públicas adyacentes. Es verdaderamente majestuoso el conjunto de esta obra arquitectónica, aislada como está, y con sus notables dimensiones”.
“Aparece en primer término el peristilo de forma semicircular, formado por cuatro columnas corintias artísticamente trabajadas y sobre las cuales descansa tanto la parte correspondiente de la gran cornisa que rodea todo el edificio, como la parte semicircular del gran salón. Dichas columnas, separadas entre seis y cinco metros, dan acceso fácil a los carruajes, de modo que bajo techo pueden los asistentes descender de ellos y volver a tomarlos, especialmente en las noches de lluvia. Se pasa del peristilo al vestíbulo por una escalinata de seis gradas y por tres grandes y hermosas puertas que hay al frente del edificio…”.
2. A diferencia de la sobria pero despoblada imagen de Lessmann, la Memoria del MOP se pasea por el arribo de concurrentes y carruajes al teatro Guzmán Blanco, como atisbando las escenas que el Ilustre Americano tuviera en mente para animar la vida cultural de la capital republicana. Esta contaba, desde 1854, con el teatro Caracas, entre las esquinas de Veroes e Ibarras, el cual combinaba la opereta y la zarzuela con sainetes y diversiones populares. Los espectáculos estaban rodeados, sin embargo, por el deterioro y la suciedad
procreadores de alimañas, como recordara con grima y cariño infantiles Thomas Russell Ybarra en Young Man of Caracas (1941). Pero en 1876 el Ilustre Americano hizo derribar el templo de San Pablo Ermitaño – sede del Nazareno y construido en 1580 – para erigir el nuevo teatro diseñado por Muñoz Tébar e inaugurado en enero del 81. Inicialmente dotado de ocho escenarios diferentes, incluyendo un palacio gótico, un salón estilo Luis XIV y otro secular de utilería victoriana, el teatro Guzmán Blanco puso a la capital venezolana a nivel de Santiago de Chile, Río de Janeiro y São Paulo, cuyos odeones fueron, increíblemente, inaugurados algo más tarde que el caraqueño.
Gracias al Municipal, la animada vida teatral de la modesta capital fue rasgo resaltado por visitantes gringos desde finales del guzmanato. Hacia 1884, el periodista William Eleroy Curtis asistió a una puesta en escena de Robert Le Diable, de Meyerbeer, que fue “tan bien interpretada como la representación operática promedio en los Estados Unidos”, según comentara en The Capitals of Spanish America (1888). Si bien encontrándolo desproporcionado para la escala de la ciudad, el también autor de Venezuela, a Land where it’s always Summer (1896) estimó que la opera house era «uno de los más bellas de Suramérica», cuya tramoya y bastidores se comparaban a los de “cualquier teatro” en Nueva York.
3. Para mediados de la década de 1890, la Caracas de Joaquín Crespo era regularmente visitada por las mejores compañías europeas durante los meses de invierno, cuando se colmaban todas las gradas del Municipal. Este podía ser considerado “un adorno para casi cualquier ciudad en los Estados Unidos o Europa”. Así lo estimó, en The Colombian and Venezuelan Republics, with Notes on other Parts of Central and South America (1900), el ministro William L. Scruggs, enviado de Washington para zanjar la disputa que por Guyana mantenían Caracas y Londres.
Más familiarizado que los americanos con la refinada parafernalia de los teatros europeos, el italiano Tommaso Caivano captó en Il Venezuela (1897) un fresco variopinto de la burguesía criolla. Durante sus cinco meses en Caracas entre 1895 y 1896, Caivano asistió a una representación “verdaderamente magistral” de I Pagliacci de Leoncavallo. La elegancia tropical de la concurrencia sobrepasaba lo que había visto en el foyer del teatro Municipal de Lima, y la descripción de esa soirée es una postal tan exquisita como desconocida del beau monde crespista:
“El espectáculo verdadero y que mayor atractivo tenía para nosotros… era el gran salón del teatro, espléndidamente alumbrado con luz eléctrica, esbelto, festivo, elegante; era el conjunto alegre e imponente de un público numeroso, cuyo solo aspecto exterior bastaba a indicar que era de los más escogidos; eran los dos órdenes de palcos y las tres filas de butacas o sofás, como allí las llaman, que ocupan el lugar ordinariamente destinado al primer orden de aquéllos, en donde no se veía vacío alguno, y en donde lo primero que vimos desde nuestra butaca de platea fueron tres grupos, o mejor, tres bellísimas guirnaldas formadas por hermosas y gentiles damas de blanca tez y grandes ojos negros, que brillaban mucho más que los diamantes que adornaban su opulento y fino cabello…; tres largas hileras semicirculares de elegantes damas, cuya natural belleza, tan en armonía con aquella indescriptible gracia tan exquisita y tan peculiar de las hijas de los trópicos, adquiría nuevos y mayores encantos entre la seda y los bordados de sus ricos y vaporosos trajes, bajo los poderosos haces de luz de la grande araña central, que como delgada y extendida filigrana de acero bruñido, se alargaba por todas partes bajo la artística bóveda, sin ofender en lo más mínimo las pupilas de los espectadores”.
Las refinadas impresiones captadas por Caivano de la selecta sociedad criolla fueron confirmadas en El Cojo Ilustrado por el colombiano Julio Galofre, quien comparó las espléndidas galas del Municipal con un espejismo escapado de la lámpara de Aladino. No solo había un lujo asiático en el teatro, sino también en las residencias de la clase alta y en general en la «metrópolis» caraqueña, donde unas pocas libras esterlinas alcanzaban para pasar «días venturosos que no tienen que envidiar a los de París», Galofre dixit.
4. Ese Municipal que deslumbrara a Curtis y Scruggs, a Caivano y Galofre, ambientó escenas de la novela urbana de entre siglos. Así por ejemplo en Vidas oscuras (1916) de José Rafael Pocaterra, donde Chucha Gárate y su tía Elisa Probate de Gárate, sobrina y esposa respectivas de uno de los ministros de Crespo, asistieron a representaciones de I Pagliacci en el Municipal, cuando acaso se toparon con el mismísimo Caivano.
Venida de su «remota existencia en los Llanos para pasar una temporada en la casa del tío encumbrado, Chucha hubo de sufrir por algún tiempo las mofas de los “caraqueñitos sin corazón y sin bondad, repletos de novelas francesas”. No obstante, iniciada por su tía glamorosa, Chucha pronto aprendió a vestirse con la modista de La Compagnie Française, así como se acostumbró a la molicie, la artificialidad y la elegancia que rodeaban a sus parientes caraqueños. Quizás lucieron Chucha y tía Elisa trajes diseñados por Madame Duvernois, la afamada modista de la tienda capitalina, en esa representación que era de la compañía operística de Andrés Antón, según se registra en la Historia del Teatro en Caracas (1967) de Carlos Salas.
“Chucha sintió una satisfacción tan íntima en aquel teatro, con aquel tocado,” nos dice Pocaterra, “junto al primo que no cesaba de decirle cosas cariñosas cuando la madre se descuidaba, que le parecía no ser la misma, la otra, la de ahora meses, la que viniera de San Diego de Guara con un sombrerito de «no me olvides» de trapo y aquellos botines cuyo recuerdo todavía la mortificaba”. Y aunque probara ser en vano, como alecciona Pocaterra al final de su novela, la transfiguración de la provinciana en esa soirée, cuando se expuso desde los palcos y en el foyer del Municipal a la admiración del tout Caracas, fue para Chucha una suerte de reivindicación y realización a la vez.
Aunque la novela de Rufino Blanco Fombona se publicara antes que la de Pocaterra, otra seductora escena del Municipal tiene lugar más tarde en El hombre de hierro (1907). Allí se retrata, como sabemos, la incipiente burguesía comercial que abrazaba el mercantilismo victoriano y el progresismo yanqui en la Bella Época de Cipriano Castro. La escena de marras es una gala a beneficio de los inundados de Apure, cuando Rosalía Linares cantó el aria de los pájaros de I Pagliacci; la descripción de los atuendos femeninos que nos diera Blanco Fombona no solo despliega los matices de su pluma modernista, sino también provee otra postal del beau monde caraqueño que terminara seduciendo al Cabito.
“Aquí y allá telas vaporosas de lila, de salmón y de azul, volantes montados con frunces y recubiertos con encajes de Malinas, faldas de velo de seda nutria con guarniciones de terciopelo; blancas espaldas mórbidas, rasgados y negros ojos semitas; vellidos brazos trigueños, torneados como para abarcar toda la dicha de un apretón; boquitas encarnadas, golosas de caricias; cabelleras obscuras donde se enmarañan las gotas de rocío de los diamantes; lóbulos de rosadas orejas en las que fulgece la chispa azul de un zafiro; cuellos de cisne abrazados de perlas; cabecitas morenas y castañas besadas de un jazmín o de un clavel”.
5. Aquende esas novelas de entre siglos, destellos de aquellas soirées en el Municipal llegaron a mi historia familiar. De niño mamá me contó que mi abuela Carmen había asistido en diciembre de 1917 a una de las presentaciones de Anna Pávlova en el teatro capitalino. Según leí más tarde en el libro de Salas, entonces interpretó La invitación a la danza de Von Weber; Giselle de Adam, en arreglo de Claustine; así como por supuesto La muerte del cisne, escrito para la diva rusa por Fokine, sobre música de Saint-Saëns.
Con el porte matronal que siempre tuvo, mi abuela eligió para la gala un vestido de talle a la cadera, con plisados a lo Fortuny, tan en boga a la sazón. Por no haber nacido entonces, mamá no vio a la pareja señorial aquella noche, cuando mi abuelo Alejandro llevaba frac y pumpá, según las hermanas mayores contaron a la benjamina. Pero siendo mamá muchacha, mi abuela le mostró el traje en seda rosa que luciera en aquella soirée, el cual había guarnecido con una estola de visón para abrigarse del pacheco caraqueño de diciembre.
Crecí viendo esa étole parda de mi abuela, enroscada en una caja de Peletería Canadá, en el escaparate tripartito de mamá. Contemplando ahora la sobria imagen de Lessmann del teatro de la Ópera, ha venido esa estola a mi mente como jirón de recuerdo, vestigio de las galas Belle Époque leídas en Pocaterra y Blanco Fombona, así como en los viajeros de entre siglos. Con sus descripciones prolijas de espectáculos y soirées en el Municipal, concurridas por el beau monde caraqueño, todos parecieron saludar la renovación traída por el teatro a la escena capitalina.
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