Hoy damos inicio a una nueva serie que, a manos del urbanista y escritor Arturo Almandoz, intenta encuadrar, desde la perspectiva urbana, histórica y literaria, imágenes y documentos pertenecientes al Archivo Fotografía Urbana, a través de una lectura oscilante entre el ensayo y la crónica
“Guzmán Blanco poseía porte elegante, aristocrático, erecto; sus facciones, de perfil clásico, revelaban estirpe noble; entre las multitudes sobresalía por su talla y por su aspecto dominador y soberbio”.
Alirio Díaz Guerra, Diez años en Venezuela (1885-1895) (1933)
1. Muestras tempranas del arte iniciado con la invención del daguerrotipo en 1827, las tarjetas de visita de Antonio Guzmán Blanco que reposan en el Archivo Fotografía Urbana, ilustran tanto los pinitos de la fotografía venezolana cuanto los cambios del adalid liberal en vísperas de arribar a la presidencia. Acaso la más reconocida sea la imagen de Guzmán con traje de la campaña federal, tomada en 1856 por Federico Carlos Lessmann y H. Lanen, en la Galería Fotográfica fundada ese mismo año. Otro pionero salón creado por el estadounidense Alva Pearsall, entre las esquinas de Mercaderes y La Gorda, ambientó una tarjeta de 1866, cuando Guzmán fuera retratado también por Mayer & Pierson.
Sucesores del daguerrotipo establecido en Venezuela desde la década de 1850, promovido por José Antonio González, entre otros que ofertaban sus servicios en El Diario de Avisos y El Diario de Caracas, el retoque y la coloración a mano devinieron variantes de la fotografía pictorialista cultivada a la sazón. Prueba del rápido florecimiento de la nueva técnica artística fue su inclusión en la Primera Exhibición de Bellas Artes, organizada en 1872 por el inglés James Mudie Spence, en el Café del Ávila, donde fueron incluidas fotografías de José Antonio Salas y Próspero Rey. Al comentar estas últimas, La Opinión Nacional señalaba, en su edición de julio 29, que “hay una precisión de líneas, una nitidez y una suavidad de colorido que se inclina el observador a creer que una máquina insensible no es capaz de producir imágenes tan perfectas…”.
Al tiempo que ilustrar los progresos del arte naciente y las maneras prescritas en los manuales de urbanidad –como los de Feliciano Montenegro Colón y José Antonio Carreño– esas tarjetas de visita captan al rampante Guzmán Blanco que pasaba de coronel a general. Con ribetes de su admirado Napoleón III, los atuendos militares resaltan sus servicios al liberalismo amarillo, bien fuera en los campos de batalla de la Guerra Federal, a la que puso término con su propia firma en el tratado de Coche; o en sus oficios como consejero, diplomático y negociador para el gobierno de Juan Crisóstomo Falcón. Con miradas penetrantes del personaje y sus retratistas, las tarjetas nos invitan a adentrarnos en el carácter, la formación y bagaje del Ilustre Americano, antes y después de llegar a la presidencia en 1870.
2. Habiendo estudiado en la prestigiosa escuela dirigida por Montenegro Colón, autor de uno de los referidos manuales de urbanidad, la primera particularidad de Guzmán provenía de su distinción natural y educación cuidada, pronto advertidas por aquellos que le trataron personalmente. Secretario de Joaquín Crespo, el colombiano Alirio Díaz Guerra –quien lo conociera al comienzo de su exilio durante el Bienio (1886-88)– bosqueja, en Diez años en Venezuela (1885-1895) (1933), un retrato donde la nobleza hispánica, manifiesta en las tarjetas, parece haberse acentuado con la edad:
«Guzmán Blanco poseía porte elegante, aristocrático, erecto; sus facciones, de perfil clásico, revelaban estirpe noble; entre las multitudes sobresalía por su talla y por su aspecto dominador y soberbio. En la época en que lo conocí, ya su edad era avanzada, mas, a despecho de ello, no perdía la solemnidad que le daba su figura y que completaba la blancura de su cabello y de su barba. Imposible negar que exhibía los rasgos de un antiguo caballero feudal.»
Las buenas maneras completaban esa distinción natural, rara combinación entre toscos gobernantes criollos de antes y después. Así hubo de ser reconocido por el cronista venezolano Thomas Russell Ybarra, nacido en Boston pero criado en la Caracas guzmancista; a pesar de que su padre, el general Alejandro Ibarra Rivas, convirtióse en acérrimo enemigo del autócrata, el autor de Young Man of Caracas (1942) recordó al prohombre que conociera de niño:
«Antonio Guzmán Blanco fue único en la historia de Venezuela. Otros dictadores venezolanos han sido hombres rústicos, de escasa educación y de más baja condición social, que lograron salir adelante porque tenían madera de jefes. Páez el Centauro, el legendario lugarteniente de Bolívar en la guerra de independencia, era de esta clase de individuos, al igual que Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez. Tenían características muy singulares y no exhibían ninguno de aquellos rasgos que todo el mundo asocia con el ancestro español: elegancia, distinción y buenos modales.»
Pero Guzmán Blanco los tenía todos. Era sumamente distinguido. Poseía una buena educación. Se comportaba como un conquistador. Era de buena familia y hombre culto en el sentido limitado que se le daba a esta palabra en la Venezuela de su tiempo.
3. Al porte y al donaire, a la crianza y la educación se añadieron el cosmopolitismo y los refinamientos cultivados durante sus oficios diplomáticos; mucho derivaría de estos para su élan modernizador como gobernante, como bien hizo notar Armando Rojas en Las misiones diplomáticas de Guzmán Blanco (1972). Recién graduado de abogado en 1856, cuando cortejaba a Luisa Teresa Giuseppi, nieta del general José Tadeo Monagas, entonces presidente, fue designado cónsul en Filadelfia y Nueva York, asumiendo posteriormente la secretaría de la Legación en Washington, hasta completar dos años en Estados Unidos. Ya como ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda del gobierno de Falcón, en 1863 negoció pingües empréstitos y acuerdos en Gran Bretaña. Al año siguiente fue nombrado ministro plenipotenciario ante las cortes de Londres, Madrid y París, donde conoció a su admirado Napoleón III, a la emperatriz Eugenia de Montijo y al duque de Morny; con uno de los vástagos del hermano ilegítimo y consejero político del emperador casaría la primogénita de Guzmán con Ana Teresa Ibarra, su esposa desde 1864.
No solo con almacenes como La Samaritaine o los grands travaux de Haussmann, que trataría de emular en Caracas desde el Septenio, la capital del Segundo Imperio seguramente deslumbró al Ilustre Americano con la mundanidad epitomada en las operetas de Offenbach y Meyerbeer. Una de este último, por cierto, Robert Le Diable, fue montada en el teatro Guzmán Blanco en noviembre de 1884. Ya para entonces, concluido el Quinquenio, el expresidente, investido de nuevo como ministro plenipotenciario, presentaba sus credenciales ante la reina Victoria.
Y todo ese bagaje intemacional era otra rareza para un gobernante criollo. Así lo resaltó el ya mencionado Spence en The Land of Bolívar or War, Peace and Adventure in the Republic of Venezuela (1878), reporte de su estadía en el país del Septenio:
«Los viajes del Presidente por varias partes de Europa, y especialmente su residencia en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos, le han permitido oportunidades de examinar y familiarizarse con los últimos resultados de la civilización; y, para una persona de sus percepciones naturalmente agudas, debe haberle enseñado la ventaja, más aun la absoluta necesidad, del gobierno estable para el desarrollo de los recursos de un país.»
4. Aleccionándolos, ciertamente, sobre los beneficios de la civilización moderna para el progreso nacional, los largos viajes por Europa, y especialmente a París, acostumbraron a los Guzmán Ibarra, al mismo tiempo, al menaje refinado y al brillo social. Como advierte Tomás Polanco Alcántara en su biografía del Ilustre Americano, la adicción familiar a la vie parisienne ya era manifiesta en la casona del presidente del Septenio, adonde atuendos, peluqueros y cocineras eran traídos de la capital gala desde comienzos de la década de 1870. Ya para el Bienio, los trajes de Ana Teresa no solo eran encargados a la meca de la moda «cada primavera y otoño», sino que también eran exhibidos para asombro de las damas caraqueñas, invitadas a la mansión guzmancista para contemplar los fastuosos trousseaux. Como lo atestiguara en su libro The Capitals of Spanish America (1888), la novelería de la primera dama venezolana no había sido presenciada por el gringo William Eleroy Curtis en ninguna otra sociedad hispanoamericana:
«En una habitación aledaña a la cámara hay grandes escaparates, como los que se encuentran en el taller de una modista, en los que los tesoros (de la señora Guzmán Blanco) están siempre colgados; y cuando quiera que el dictador ofrece una recepción, este guardarropa es abierto a los visitantes – una nueva e insólita idea que da gran placer a las damas venezolanas.»
Estas extravagancias de los Guzmán no parecen haber complacido el sencillo gusto del gringo, sorprendido ante el esnobismo de estas otras rituales tarjetas de presentación. Por lo demás, la residencia privada de la familia le pareció lujosamente tapizada y decorada con obras de artistas europeos; «pero hay un brillo tan vivo en los frescos, en las telas y en el mobiliario que uno desea que esta gente tropical con tanto dinero tuviera un poco más de refinamiento del gusto», Curtis dixit. Era una reacción compartida por muchos de los que conocieron al “autócrata civilizador” y su familia en las postrimerías del guzmanato, cuando – siguiendo las biografías de Díaz Sánchez y Rondón Márquez – fueron tildados de rastacueros y brésiliens, según el término aplicado a los ricos latinoamericanos que frecuentaban los salones europeos.
No solo por la barba encanecida y la fortuna estimada en cien millones de francos, ese old guzy –como cariñosamente lo llamaran Richard Harding Davis y otros viajeros gringos de entre siglos– difería de la iconografía registrada en el Archivo de Fotografía Urbana. Conservaba empero hasta su muerte, acaecida en París en 1899, el porte aristocrático que marca esas tarjetas de visita, ya sellado para entonces por el parentesco con la nobleza francesa.
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