Fue trazada en el gobierno del general Pérez Jiménez y, tras el derrocamiento de la dictadura, en enero de 1958, se construyó. Por eso fue inaugurada por el presidente Rómulo Betancourt, en los albores de la democracia, en los primeros años 60, para conectar la Parroquia El Recreo, Municipio Libertador, con Chacao.
Antes de llamarse Libertador, era la calle La Línea de Sabana Grande, ya que el Ferrocarril de Caracas pasaba por allí. Es la única avenida de Caracas con dos niveles.
Hace dos semanas, en la anterior entrega de esta sección Una foto un texto, propusimos una especie de juego a nuestros lectores, encerrados por la cuarentena. Pusimos una fotografía de la Libertador y les pedimos que compartieran sus recuerdos de esta avenida caraqueña, enviando notas a una dirección de email.
Lo que sigue es una selección de los textos recibidos. Los presentamos precedidos por el nombre de su autor. Verán que son muchos los que valió la pena difundir (por eso la nota quedó larguita).
Randall Cottin:
Tengo 73 años y cumplo 74 en septiembre. Soy, pues, del año 46, de manera que recuerdo perfectamente cuando ese lugar se llamaba calle La Línea. Cuando yo tenía 9 años, mi papá me llevaba en su carro al colegio Montessori, donde estudié kínder y preparatorio, para luego entrar al Colegio San Ignacio de Loyola, ubicado donde está hoy, pero lo que en la actualidad es el Centro Comercial San Ignacio era un bellísimo campo de fútbol, con gradas de concreto a todo lo largo y un techo metálico inclinado. En fin, para llevarme al kínder, había que subir un terraplén de más o menos un metro de alto, pasar sobre los rieles del ferrocarril para cruzar al otro lado y dejarme en el colegio Montessori, que quedaba en el canal este-oeste, unos 100 metros al oeste, diría que frente a los bomberos. Entiendo que ahí queda un colegio, otro, que no sé cómo se llama.
Para acceder a la calle La Línea, se venía por Chacao. También recuerdo que me llevaban a la pizzería Da Pepino, ubicada frente a la plaza El Indio, de Chacao, que tenía una fuente y se comunicaba con la calle paralela de la avenida Francisco de Miranda.
En los carnavales, mis padres alquilaban un camión, equivalente a un 350 de hoy, lo adornaban con bambalinas y lo llenábamos de caramelos, serpentinas y papelillo, que se compraban en la tienda ‘La Piñata’. El lunes de carnaval salíamos, a todo lo largo de la Francisco de Miranda disfrazados, de Superman o del Fantasma. La gente se aglomeraba a todo lo largo de la avenida y coreaba: “Aquí es / Aquí esssss”. Se lanzaban caramelos por kilos.
María Loreto:
La Libertador fue mi espacio por mucho tiempo, ya que viví por 10 años en Las Palmas. De manera que la transitaba a diario hacia el trabajo y Sabana Grande.
Uno de los lugares que recuerdo en mi juventud es la discoteca La Lechuga, en el Centro Comercial El Bosque. Iba prácticamente todos los viernes con mi novio y salíamos de allí caminado a casa. Increíble. Se podía caminar a las 4 de la mañana.
Al terminar mis estudios de publicidad, trabajé en una agencia ubicada en el centro comercial Libertador, y solía almorzar en una tasca pequeña llamada ‘Chotis’, en la calle Negrín, y en el restaurant El Vegetariano de Miguel, que quedaba muy cerca de allí.
Vi la presentación del grupo argentino Caviar, en el centro comercial Los Cedros. Fue maravilloso. También tuve la oportunidad de ver a The Lindsay Kemp Company, con la obra The Flowers, todo un acontecimiento, por ser un grupo de vanguardia teatral.
Ya más reciente, para ir a la Paninoteca, de María Fernanda Di Giacobbe, pasaba por la Libertador. Son muchos los recuerdos. Siento mucha nostalgia de esa Caracas y su avenida Libertador, tan llena de vida y de lugares especiales.
Franklin Padilla:
En 1967 recorría la Libertador con mi viejo Vauxhall. Venía de un concierto, en la vieja casa del Ateneo, y repartía a unos amigos que me había acompañado. Después que se bajaron dos, me quedé con mi hermanito y un amigo que era como un hermano. A la altura de El Bosque, donde hay un templo evangélico, empezó a traquetear el carro, como si se hubiera espichado un caucho. Me bajé a revisar y escuché un espantoso ruido de vidrios que se quebraban, gente que gritaba y la tierra que zigzagueaba. Era el terremoto de Caracas. Tuve que manejar con mucho miedo hasta El Cafetal, donde vivía la amiga que se había bajado antes. Nos quedamos a dormir allá y solo al día siguiente volví a casa, después de pasar por la Cruz Roja a buscar los brazaletes y salvoconductos para reportarme: estudiaba el último año de Medicina y me tocó quedarme de guardia hasta el día siguiente, cuando por fin pude ir a la casa en La Pastora y dormir un poco.
Aisen Chacín:
Yo tenía 11 años y ella 12. Éramos amigas inseparables. Vivíamos en La Campiña frente a un parque inmenso, que abarcaba una cuadra completa, y que desapareció para convertirse en la gran PDVSA de esa época. Era 1974.
Disfrutábamos mucho la ciudad. Solíamos ir al Caracas Theater Club, en San Román, donde mi amiga era socia. La travesía comenzaba en la Libertador, conectando con Chacaíto, hasta llegar al Rosal, seguíamos por Las Mercedes y, finalmente, subíamos a San Román. Íbamos caminando y siempre muertas de la risa.
En cierta ocasión, fuimos al cine, en el centro comercial Los Cedros, en la Libertador, donde pasaban ‘Escaleras de Caracol’, una película de terror censura B (para mayores de 14 años). Nos emperifollamos, nos pusimos tacones y, en vez irnos a pie, agarramos un autobús frente a PDVSA. El camino serían cuatro cuadras en línea recta. Pero llegar al cine era lo más leve, el verdadero reto era que nos dejaran pasar. Estábamos convencidas de que aparentábamos 16 yo 14, ella.
Funcionó. Vimos la película abrazadas, por el terror. Y luego nos esperaba el regreso a casa solas. La película terminó a las 10:30 de la noche, cuando la Libertador era oscura y tenebrosa, llenas de monstruos. Corrimos atravesando la avenida y, con nosotros, un grupo aterrorizado, porque creyeron que los perseguíamos. Se me paró el corazón cuando empezaron a preguntarnos cosas y sentí un olor nauseabundo que provenía de ellos. Agarré la mano de mi amiga y despavoridas cruzamos la avenida a toda velocidad hacia la mini acera que tiene en medio la Libertador. No cabíamos una al lado de la otra, entonces corrimos en fila sin ver atrás. Nadie nos podría alcanzar. Se sintió como un segundo y ya estábamos en casa con el corazón en la boca pero sanas y salvas.
Cuánto orgullo sentíamos con cada hazaña Decíamos que éramos dos contra el mundo.
Hasta el sol de hoy.
Libertad Araujo:
Mi vínculo con la avenida Libertador es de vieja data. Allí vivió mi abuela materna con sus hijos, mis tíos, en un apartamento amplio, de magnífica iluminación, al que visitaba con frecuencia. Si tengo que describirla en la actualidad, no puedo ser tan benevolente, debo destacar los altos contrastes de ahora, con edificios de la Misión Vivienda, de acabado rústico, construidos con precariedad y prisa.
Ana Teresa Torres:
Nací en 1945. Cuando era niña decían que habían tumbado la calle La Línea y estaban construyendo la Libertador, que pasaba cerca (o debajo) de Campo Alegre, donde vivíamos. ¿Sueño, alucinación, falso recuerdo?
Enrique Larrañaga (en respuesta a Ana Teresa Torres):
Quizá existía la idea y hayan efectuado demoliciones (como sucedió con la avenida Bolívar) de preparación, pero la trinchera es más reciente. Recuerdo el espectáculo de sombras profundas por las vigas, en el ingreso desde Chacao; y no era tan niño. Nací en 1953, por eso calculo de 1963 en adelante.
María Olavarría:
La Libertador no existía cuando yo, de niña, iba de La Florida a Sabana Grande por la calle Línea. Después se convirtió en la vía rápida de dos niveles que hoy conocemos, con unas escaleras de tanto en tanto para comunicación de los peatones. Cerca de su cruce con la avenida Los Jabillos de La Florida está una de esas escaleras, y en el nivel inferior se paran los carritos por puesto para dejar pasajeros. Por allí venía una tarde mi mamá, que ya contaba 80 años, con una bolsa de mangos de hilacha. Cuando se bajó del carrito, se le acercó un hombre armado.
—¡La cartera!, ¡el reloj! -la conminó.
—Mira mijito, -le contestó mi mamá-. Yo te doy el reloj y estos mangos, que son dulcitos.
Pero la cartera no. Allí lo que tengo son mis papeles y un rosario, qué vas a hacer tú con eso.
—Bueno, pero rápido. ¡El reloj!
—¿Y, de verdad, no quieres los mangos? Debes tener hambre.
El hombre escapó con el reloj, sin los mangos y sin la cartera.
Juan Carlos Zapata:
(Este relato, basado en un hecho real, forma parte de No te mires en el espejo, libro de cuentos que preparo).
Antes de cambiarse al hogar estable, X. rentó un apartamento en un edificio pequeño en la avenida Libertador, una vía de diseño moderno, futurista para su tiempo, aunque con los años, arrinconada, deteriorada, en la desidia; por el descuido de los gobernantes de Caracas.
Con el paso del tiempo, se volcaron a la vía pública las prostitutas y los transformistas, que hicieron de la Libertador campo de levante. Mientras para los trasnochadores, aventureros y alborotadores, aquello era una fiesta, un safari, un espacio de desahogo de alegrías y represiones, para los vecinos las noches eran, casi todas, dramas, peleas y hasta tragedias.
Una noche eran los policías persiguiendo los transformistas. Otra, eran los alborotadores pegándole a una prostituta. Otra, las prostitutas contra los transformistas. Otra, un transformista cortando a un cliente, o robándolo, insultándolo, maldiciéndolo. Otra, las patotas antitransformistas en operativo homofóbico. No faltaban gritos, disparos, frenazos de los carros, ni las sirenas de las ambulancias y los coches policías.
El edificio donde vivía estaba protegido por una valla baja, que podía ser saltada por cualquiera. De modo que el jardín había pasado a ser refugio cada vez que se desataba una riña, lugar para las urgencias de los esfínteres, o para complacer a la carta a un cliente.
En el último piso había un vecino que mantenía a raya a los invasores lanzándoles piedras, agua caliente, palos, gasolina, querosén, creolina. X. no sufría porque era de buen dormir y no había ruido que la perturbara. Pero una tarde, regresaba del trabajo, se encontró con lo indescriptible. El vecino del piso de arriba había hecho lo suyo, ahuyentando con su artillería a un grupo de tempraneros transformistas que habían tomado el jardín por asalto.
En los minutos en que no es de día, pero tampoco de noche, uno de los transformistas había logrado escabullirse entre las matas altas del jardín, más cerca de los estacionamientos, a un paso de saltar la valla, en caso de emergencia. X. notó que, del rincón formado entre una columna y un arbusto, salía la parte posterior de un cuerpo desnudo en cuclillas. Se acercó con sigilo, rodeó un auto sin perder de vista al hombre desnudo que seguía agachado, apartó una rama del arbusto y, susto, ahí estaba la vela. Una vela blanca encendida en el suelo. A un lado, una cartera de mujer y un paso más allá una peluca pelirroja.
—¿Qué hace usted ahí? -inquirió
—Aquí, chica, maquillándome.
En ese momento, X. vio el espejo en la mano del intruso.
Julio Contreras:
En mis días de estudiante en la UCV, había un restorancito de comida suiza en la planta baja del hotel Crillón, que le gustaba mucho a una chica con la que salía. Como era costoso para estudiantes, solíamos compartir la cuenta. Yo pagaba en efectivo y ella con una tarjeta de crédito, extensión autorizada de la de su papá.
Un día que fui a su casa a recogerla para salir, el papá, muy serio y en talante autoritario, me solicitó que pasara al estudio, porque teníamos pendiente una conversación “de hombre a hombre”. Me comunicó que él no tenía problemas con que me estuviera acostando con su hija, pero que bajo ninguna circunstancia estaba dispuesto a pagar el hotel. Ante mi sorpresa, sacó una copia del estado de cuenta de la tarjeta, donde aparecían varios cargos del Hotel Crillón, agregando que, como él sabía que su hija no salía con nadie más, el autor de la fechoría no podía ser otro que yo. Enseguida dilucidé que se trataba de las facturas del restaurant, que salían a nombre del hotel, y aunque se lo expliqué con insistencia y detalles, no me creyó. Años después, el señor falleció, y la muchacha -con quien conservé una estupenda amistad- me contó que su padre nunca había dejado de creer que había pagado por nuestras citas amorosas.
Rafael Maldonado:
En esta foto de la avenida Libertador, por sus canales de arriba, casi finalizando en sentido hacia el Este, se ven dos edificios, a continuación del que tiene el mural. Se llaman Los Ángeles y Marenca. Los recuerdo porque familiares vivían en ellos; y en el Marenca, mi tío Mario Maldonado Parilli y su esposa, Annunziata Caetani, crearon una galería de arte llamada Il Caravaggio, que exhibía lo mejor de la pintura venezolana.
Olgamar Pérez:
Todos los carnavales, mi abuela Pancha me disfrazaba con trajes de infinitos detalles. En una ocasión, me disfrazó de china, con tal minuciosidad que se había pasado un mes recolectando los implementos de la caracterización.
Vivíamos cerca de la Libertador, entonces en construcción, y allí decidió mi abuela que iríamos a lucir mi disfraz.
Nos fuimos a pie. La sombrilla de cartón me incomodaba, pero la llevaba abierta y sin chistar para no contradecir las instrucciones de mi abuela.
Finalizando la avenida Lima, me quitó la sombrilla por un ratico, para que pudiera ver mejor. Aquella amplitud y las tonalidades de grises del cemento y el aluminio de las barandas, me hicieron pensar en la palabra “moderno”, que tanto usaba mi abuela al hablar de los trabajos de la avenida.
Caminamos para conseguir el mejor lugar para ver las carrozas. Los caramelos rebotaban en mi sombrilla y mi abuela se ofreció a agarrarlos por mí, con tal de que no cerrara la sombrilla y desluciera el disfraz.
De pronto, los gritos y aplausos fueron cada vez más fuertes, todo el mundo alargaba el cuello en la misma dirección diciendo: “allá viene, allá viene”. Detrás de la carroza de la Créole, apareció una mucho más colorida con una joven de bucles azabaches, que lanzaba saludos, papelillos y caramelos. Alguien me había cargado y pude ver el primer paseo de una reina de carnaval por la avenida Libertador.
Irene Saldeño:
La construcción de la Libertador la viví y sufrí sin saber que, una vez lista, me iba a regalar el gran paso que significó mi libertad.
Estudié en el colegio de monjas La Consolación, situado en la avenida principal de las Palmas, a una cuadra de la Libertador. Vivíamos en la urbanización El Marqués, para la época el final de Caracas y razón del sufrimiento, pues la construcción obstaculizaba nuestra ruta diaria. Como toda familia clase media de la época (numerosa, 5 hermanos y dependientes de un solo carro), teníamos que salir y regresar todos juntos. Salíamos cuando mi papá, conductor y jefe, lo hacía, porque como él decía: “una niña de familia no anda realenga y sola por las calles”… hasta que la recién inaugurada Libertador, limpia, amplia, moderna, nos embriagó con una grata sensación de modernidad y progreso.
La Libertador trajo una apertura de mente. Rápidamente se convirtió en un corredor de lo que debería ser una ciudad ideal. Con ella llegó la compañía autobusera Emtsa, que con sus normas trasmitió una sensación de excelencia y responsabilidad; a lo largo de la avenida desplegó sus paradas, que eran plenamente respetadas: cada media hora llegaban sus largos autobuses verde manzana, que no aceptaban gente de pie. Una de estas paradas quedaba a una cuadra del colegio y como que el terminal quedaba en El Marqués, sí, en el fin del mundo, pero a una cuadra de mi casa, me dio el placer de regresar sola a mi casa los dos últimos años del colegio.
El último día de colegio. después de presentar el examen que nos incorporaba a una de las flamantes promociones del cuatricentenario de Caracas, un grupo de adolescentes, todas compañeras de esa promoción, nos fuimos desde esa parada, en alegre recorrido por la Libertador. Ese último paseo de mi vida escolar nos regaló una Caracas amable.
Karmele León de Serrano:
Hoy es un pesar, con edificios construidos con las tripas, sin respeto a las ordenanzas ni a nada, populistas. Mis respetos a los vecinos que seguramente llevan décadas en sus edificios originales, gente digna, que compró con créditos de bancos pagaderos a veinte años.
Su momento de gloria fue en las últimas décadas del siglo pasado, especialmente en su extremo este, donde se erige la sede de PDVSA, entonces una entre las grandes petroleras mundiales. En su planta baja se veían entrar y salir los nigerianos con sus trajes de colores, los ejecutivos de muchas partes del mundo, en un ambiente corporativo. Las secretarias ejecutivas y bilingües vestían mejor que las mujeres profesionales que allí trabajaban.
Y tampoco existen ya los restaurantes, costosos pero accesibles: Urrutia, Shorton Grill, La Huerta, el Gallo de Oro.
Carolina Espada:
La avenida Libertador olía a hojaldre recién horneado, crema pastelera y azúcar en polvo. Era 1962, yo estudiaba en el preescolar del Instituto Politécnico Educacional, construido con visión de futuro al comienzo de aquella avenida tan moderna y democrática, donde los automóviles se desplazaban a la máxima velocidad del sonido local: 50 o 60 km por hora.
Una vez a la semana, mi mamá y yo íbamos a ver a mis padrinos, Titi y Ele, que vivían en el edificio Dampater, en diagonal del otro lado de la avenida. En la planta baja estaba la pastelería Selva, donde la señora Silvana vendía las más exquisitas milhojas a las señoras golosas, como mi mamá, que siempre le compraba una docena antes de subir hacer la visita.
Titi y mi mamá se ponían a hablar de todo, mientras merendaban como si estuvieran en París. Yo, a mis cinco años, en uniforme con volantes, le contaba a Ele las cosas muy interesantes que estaba aprendiendo. La letra “L”, por ejemplo. Él, tan amado, me escuchaba como si yo estuviera defendiendo mi tesis doctoral. La Libertador sabía a dulce y la sensación en esa avenida era la de un amor muy puro y muy grande.
Gian Carlo Areiza:
Años después lo resumiría el poeta Alejandro Castro: «La única gloria en tu nombre, Libertador, es una avenida sonora de tacones talla cuarenta y seis» («Canto a Bolívar», del poemario El lejano oeste, 2013).
Si acaso tenía 10 años cuando me espetaron, porque se me había ocurrido mencionarla, que la avenida Libertador era “donde estaban las putas”. Esa fue la primera referencia que recibió un colombianito recién aterrizado en Caracas, cuando pidió información sobre su nueva ciudad.
Un día, ya con el estatus de liceísta camisa melón, y con la suficiente edad, creía yo, como para prescindir del permiso de mi mamá, tomé la decisión de irme caminando hasta la casa, desde Chacao hasta la desembocadura de la Libertador, en la sede la CANTV, para llegar a mi casa en Sarría, donde comienza la avenida Candelaria.
Como avío para el camino, compré unas galletas y me apreté el morral a la espalda. Mi cruzada consistía en observar de cerca la ciudad, en las orillas y barandas que dividían el subterráneo con el paralelo de la avenida. Sentí temor por el vértigo del vacío y el movimiento tembloroso de los carros, que tanto arriba como abajo, iban del sur al oeste, así que decidí irme a la acera donde asomaban edificios y locales.
La Libertador congregaba muchos paisajes y ambientes. Encontré sitios con sillas afuera, con bastante luz y muchas personas divirtiéndose, seguí caminado y pasé por zonas industriales vacías. Observaba la enramada de árboles que ladeaban la Libertador de punta a punta. Estaba ya oscuro, supongo que llevaba 45 minutos de trayecto, cuando sentí que algo se movía detrás detrás de mí. Tacones. Eran dos mujeres. Contuve la respiración. Una me dio alcance y me tomó la mano con fuerza. Me pidió que no la soltara, porque la venían persiguiendo.
–Por favor, di que eres nuestro primo y que vamos para la casa.
—Mami, vente con nosotros, que vas ganando -dijeron unos tipos, que no tardaron en alcanzarnos.
—Déjenos tranquilas, no se equivoquen. Nosotras no somos de esas -dijo la otra.
Cruzamos la esquina para adentrarnos en la avenida las Palmas. Las chicas me llevaban arriado. Entramos a una panadería. “Nos dio por venirnos caminando y mire lo que ha pasado”, me dijeron. Me dispuse a acompañarlas hasta su casa. Una de las chicas se adelantó y, mientras nos esperaba en la acera, se le acercó una camioneta Bronco de color blanco. El conductor bajó la ventanilla negra y alcancé a escuchar: “Súbete, muñeca, y la pasamos rico”. El acecho había comenzado otra vez.
Diego Arria, gobernador de Caracas entre el 12 de marzo de 1974 y el 6 de enero de 1977:
Al inicio de mi gobierno de la ciudad y presidente del Centro Simon Bolívar, hicimos los primeros murales a lo largo de la parte inferior de la Libertador.
Lo primero que llevamos a cabo fue el programa Plan Caracas, que incluía desde remodelación de viviendas, en áreas como La Vega, parques, estadios, canchas de futbol, béisbol, tenis, (por ejemplo, en Caricuao y Montalbán), remodelación de hospitales, como el Materno Infantil, el JM de Los Ríos, la Maternidad Concepción Palacios… En el marco del Plan Caacas, y gracias a un talentoso colaborador, hoy fallecido, Felipe Llerandi, emprendimos un programa especial para llevar el arte a las plazas y bulevares, en el centro de Caracas, Catia y La Vega. Los domingos llevábamos enormes cilindros de papel, que desplegábamos en la calle, y proveíamos de colores a los niños; y también pusimos en marcha, con el maestro Carlos Cruz-Diez, el plan Caracas Museo Abierto y así comenzamos a actuar sobre los túneles de la avenida Libertador, el puente de entrada a Las Mercedes, los Silos de la Guaira y muros de su puerto, hasta el más largo de todos, paralelo al río Guaire, desde los Ruices a Bello Monte.
Yo utilizaba el mural al ingreso de Las Mercedes como termómetro de la ciudad. Eran hermosos caballos, diseñados por Nelson Douiahi. Cuando los veía sucios, corríamos al oeste a redoblar los trabajos de mantenimiento.
Gustavo Ernesto Rodríguez Itriago:
En esas cuatro esquinas hay edificios singulares que representan una edad de oro de nuestra ciudad. En la esquina suroeste esté el edificio Viulma, decorado con un mural del artista paduano, Ennio Tamiazzo, quien dejó varios ejemplos de su arte por la Caracas de los años 40 y 50.
En la esquina sureste está el edificio Sausalito, donde sigue funcionando la Panadería Selva Negra, que competía en pastelería alemana con la desaparecida Pastelería Frisco, en el Centro Comercial El Bosque, como a 50 metros de la bajada de los bomberos. Justo al lado del Sausalito, está la Galería Acquavella, donde se hicieron muchísimas exposiciones y donde los artistas venezolanos como Emilio Boggio y Héctor Poleo se dieron la mano con George Braque.
Al cruzar el puente hacía el norte, todavía impresionan, por su estilo moderno y elegante, el edificio El Castillito, construido en 1951 por el ingeniero Gaetano Di Mase y su vecino de la esquina noreste que a todos nos parecía su primo, el edificio Santillana, precioso, con sus puertas, ventanas y barandas de caoba, construido en 1941 nada más y nada menos que por el arquitecto Manuel Mujica Millán. Mi Favorito.
Al subir por la principal de El Bosque, a mano izquierda, estaban “Los Baños Turcos”, que conocí de la mano de mi padre, Carlos Rafael Rodríguez, quien era el Industrial Relations Manager de la FENIX C.A. (que después sería la SIMMONS de Venezuela). A la pregunta de Dan Raffone, su jefe, acerca de si en Caracas había baños turcos, mi papá le dio la dirección.
Ese sitio era mágico para mí. Un universo maravilloso, habitado por una asombrosa diversidad de personas. Era propiedad del doctor Ballah, quien estableció horarios para que los hombres acudieran separados de las mujeres.
Ahí pasaban parte de su tiempo desde Reinaldo Herrera, hijo de Pepito, que luego sería conocido por casarse con Carolina Herrera, hasta Henry Benacerraf junto a Ramón Eduardo Tello (Tellito), quien heredaría Seguros La Previsora, y un sinnúmero de personajes de la vida nacional.
Entre los intelectuales se destacaba Juan Liscano, quien siempre era muy comentado por la belleza de las distintas mujeres que lo acompañaban. Era frecuente ver a José Ignacio Cabrujas, Alejandro Izaguirre, Salvador Garmendia, Adriano González León, Caupolitan Ovalles. Por los periodistas: Cuto Lamache, Oscar Yánez, Jesús Sanoja Hernández, Eladio Lárez. Por los músicos: Aldemaro Romero, Jesús Sevillano, Mario Suarez, Héctor Cabrera. Por la televisión y el cine: Miguel Ángel Landa, Héctor Mayerston, Delio Amado León, Roberto Hernández, Cayito Aponte, Henry Altuve, Ali Khan (Virgilio Decán) y Joselo, siempre echador de broma, que llegaba pidiendo: ¡Cédula, cédula! Por los artistas-pintores: Pedro León Zapata, Mateo Manaure, Jacobo Borges, quien se la pasaba conversando con Napoleón Bravo. Por los políticos: Jorge Olavarría y Luis Alberto Machado. Por los peloteros iba el ex jugador Wilmer Field, a quien le gustó tanto Caracas que seguía viniendo después de jubilado. Y cuando eran brillantes, populares y jóvenes: Luis Britto García y Luis Alberto Crespo, hace tanto tiempo de aquello que nadie recuerda lo queridos que eran.
Como yo era un niño, que iba de la mano de mi papá, me daban algo de miedo aquellos cuartos que me sofocaban, así que me metía en el grande, que era el menos caliente por ser el de descanso. Pero lo que más me gustaba era la Fuente de Soda, junto a la piscina, porque pedía un helado y me dedicaba a ver a la gente.
Vince De Benedittis:
En Caracas solo hay dos avenidas cuya finalidad es aproximarnos al futuro. Una es la Bolívar y la otra, la Libertador.
Para mi padre, era habitual transitarla a pie hacia su trabajo. Con frecuencia me llevaba por las trochas más pintorescas que se extendían, ya a lo lejos, por la otra cara del puente.
Mi madre prefería moverse para todo en su automóvil y las veces que la acompañé fue a distancias largas, hacia puntos bucólicos de la ciudad. Pero hubo una ocasión en que le tocó llevar su carro a revisar a un taller mecánico situado frente al elevado. A mí se me quedó grabado el anuncio, cuya forma era de un raro lagarto, (con el tiempo lo ubiqué desde el apartamento, porque su anuncio se veía a lo lejos: “Talleres El Drago”. Extraño, porque la Avenida Libertador dispone de poca publicidad en su recorrido.
A los seis años entré al Colegio “Nuestra Señora de Las Mercedes”, detrás de la bomba de Plaza Venezuela, cerca de la Torre Capriles, a pocos pasos de la Libertador. Todas las mañanas hacía el recorrido a pie, con algunos de mis padres, por debajo del puente. Pero, a la hora de salida, el autobús escolar que debía llevarme, por la calle El Colegio, hasta la oficina de mi padre, daba una vuelta por el Paseo Colón y Maripérez. Eso me permitía ver el elevado en la Libertador desde otro punto de vista.
Estuve en ese colegio hasta segundo grado, y todavía recuerdo al director, con su acento español, cantándonos en el patio el himno al árbol. Yo vivía rodeado de caobos, desde la Libertador hasta el jardín interno del edificio. Entonces me cambiaron al Instituto Libertad, que quedaba en la calle Lima. Para llegar, teníamos que pasar primero por la Libertador. Entre las curiosidades del puente había una tienda de arte, llamada precisamente Galerías El Puente. De hecho, mi casa empezó a llenarse de paisajes al óleo del artista valenciano Luis Guarenas. A la par, mi madre fue amoblando su apartamento con muebles “Luis XV”, de caoba oscura y alfombras persas.
Mi madre se puso de acuerdo con la mamá de Pablito, un vecino que estudiaba también en el Instituto Libertad, para que esta me fuera a buscar en los mediodías. Así se sumé a la rutina de la caminata con la señora, a través de la Libertador para llegar de la calle Lima hasta la calle Los Jabillos, donde estudiaban los hermanos de Pablito. En 1982, cuando tuvo lugar el primer Mundial de Fútbol que se transmitió por televisión, vi por primera vez una comparsa, cuando pasó la banda del Colegio de la Hermandad Gallega frente a mi escuelita y nos invitaron a marchar hasta el puente. ¡Un espectáculo musical en plena luz del día en la avenida Libertador!
Por tercera ver, mi madre me cambió de colegio. Me puso en la Escuela Nacional Franklin Delano Roosevelt y luego en la Unidad Educativa Humberto Parodi Alíster. Para llegar a la Roosevelt, nos íbamos en la camioneta de Cementerio-Carmelitas, que tomábamos en la bomba de Plaza Venezuela; y de regreso, nos bajábamos en la avenida Las Palmas y caminábamos hacia el puente por la Libertador.
Después del Viernes Negro, dejamos de frecuentar la Libertador. Me seguían llevando a Colegio de Ingenieros por Quebrada Honda o a través de un viaducto que había por debajo de la Libertador, que se conectaba con la CANTV. Fue impresionante ver cómo, a medida que se despoblaba Quebrada Honda, se iba quedando solo el viejo Templo de Santa Rosalía… Otras veces recorríamos los parques de bolsillo e íbamos hacia el extremo opuesto, más allá de la avenida Los Jabillos, donde estuvo un hermoso Parque de Atracciones que no duró mucho en la zona. Me parecía hermosísima la Plaza Las Delicias. En esa ruta vi con mis ojos de niño a las chicas alegres o a los travestis y malhechores, así como a los conductores que se reunían en la famosa Parrilla Los Taxistas, en el puente.
La situación económica empeoró en mi casa por la época en que iba a terminar el bachillerato. Un nuevo cambio de plantel me dejó en el liceo José Manuel Núñez Ponte, cerca de mi casa, por lo que se hizo habitual ir desde el puente de la Libertador hasta Maripérez, donde estaba el liceo.
En fin, puedo afirmar que crecí en la Libertador.
María Antonieta Petricca:
Soy del estado Vargas y sigo viviendo allí, pero la avenida Libertador me une a mi familia materna, los Silvestri. Mi tía Rosina vivía en una de sus transversales y mi tía María, en otra.
Mi juventud estuvo llena de vivencias felices, de bodas en familia, de comilonas en días festivos, de gente maravillosa que ya no está y que adoraba vivir allí.
Mi tío Vicenzo, quien estaba al frente del restorán Pensión Ana, junto a su esposa María, nos consentía, a mi hermana Sonia y a mí, con platazos de fresas con crema. El lugar era célebre por su famosa comida casera y por ser el sitio de reunión de artistas de Venevisión; de personalidades, como Sofía Imber, Carlos Rangel y José Ignacio Cabrujas; y de políticos y ministros, como Haydee Castillo y Luis Piñerúa Ordaz, ejecutivos y empleados de CANTV y CTV ¡Cuántas veces vi a Gonzalo Barrios comiendo una rica pasta aglio e olio!
Nuestras vacaciones las pasábamos allí, con mi nonna Placidia. Los caraqueños bajan al mar, los varguenses subimos a la ciudad. Y, mientras mi nonna recreaba platos de la región Marche, Sonia y yo nos jugábamos con las primas mientras llegaba la hora de almuerzo. Y luego, a pasear por la Libertador, llena de árboles y edificios altísimos.
Carolina Jaimes Branger:
Una noche circulaba por la avenida Libertador con mi hija Tuti. Ella es una niña especial, que no conoce la malicia. En una esquina, donde nos detuvo un semáforo en rojo, había tres mujeres prácticamente desnudas. Tenían los senos al descubierto y unos ‘hilos dentales’ casi invisibles. Daban vueltas para mostrar su ‘mercancía’.
—¡Pobrecitas esas señoras! -exclamó Tuti.
—¿Pobrecitas por qué, mi amor?
—Porque les va a dar gripe: no tienen suéteres.
Abdel Güerere:
Una caipiriña es alegría en vaso. Se hace con cachaza (aguardiente brasileño de caña, que provoca usar como perfume), limón, azúcar y hielo. Es una dosis XL de serotonina líquida.
En Caracas, a finales de los años 80 del siglo XX, en la Libertador, cerca del puente con la avenida La Salle, quedaba un barcito donde vendían caipiriñas. Era un local más bien pequeño, sin nombre conocido, con decoración desaliñada e insípida y una barra donde servían, en vasos de plástico, gloriosas caipiriñas. Un buen día, sin necesidad de mercadeo, este barcito se puso de moda, Ahí íbamos muchos jóvenes, cerca de la medianoche, antes de recalar en los sitios de rumba. Un before hour, por así decirlo. El local se llenaba rápido, la barra colapsaba, la acera se llenaba y hasta en el medio del asfalto había gente. Todos, caipiriña en mano.
Como a la 1 a.m., cada quien partía para su destino rumbero. Unos a La Lechuga, discoteca chic de moda, otros a las discos gays, unos, a los bares straight y otros, a alquilar acompañantes de altos tacones y cortas minifaldas. Todos unidos por las caipiriñas que corrían por nuestras venas. Un buen día, el bar pasó de moda. Pero, cómo olvidar las caipiriñas de la Libertador.
Jaime Gili:
La Libertador y el bulevar de Sabana Grande son como ríos paralelos de caudales y velocidades diferentes. A ambos acudía a diario, pues crecí en esa Mesopotamia que sería la Solano. Desde los ocho años de edad le hacía recados a mi madre en las mercerías del Bulevar y fui testigo de sus dos grandes cambios. Cientos de veces habré cruzado a pie entre sus tres estaciones de metro. La Libertador, en cambio, es perfecta como vía rápida, se entiende mejor con vehículo.
En la época que quiero traer aquí, yo aún no manejaba. Se me aparece, entonces, desde ventanillas laterales, como pasajero, siempre como una vía medio vacía. La veía entre semana, desde la ventanilla del asiento plástico, verde, resbaloso de sudor, del transporte escolar, un autobús Dodge de los primeros 60, aguantando estoico tras veinte años de uso y abuso infantil. Sus ventanas se abrían, no completamente, usando los dos pulgares para soltar unas palanquitas en los extremos superiores.
Los fines de semana tomábamos la Libertador. Estas salidas pueden haber ocurrido en un Ford Maverick bermellón, cuya ventana trasera no abría casi nada, pero cuyo espacio posterior al asiento trasero, bajo el vidrio, utilizaba para acostarme y ver el cielo, las vigas de la Libertador y sus sombras pasando a gran velocidad con efecto estroboscópico. Más adelante, cuando manejé en Caracas, volví a cruzarla, y sé que el cinetismo de las sombras que proyectan sus vigas, a diferencia del cinetismo pintado de Juvenal Ravelo, se aprecia mejor como conductor.
Crecí, pues, en la Solano, “entre Mangos y Manguitos”, como le gustaba escribir a mi padre, en el remite de las cartas que enviaba a la familia en Cataluña. Quería decir “Avenida Francisco Solano López, entre Calle los Mangos y Calle los Manguitos”. Una de ellas sube, hacia la Libertador, sin árboles ni espacio para tenerlos, y cae entre el edificio de PDVSA y la Clínica Santiago de León. La otra calle sí tenía árboles, no todos mangos, y llevaba hacia la primera Montserratina, a la panadería Rosita, a la pequeña quinta donde hice mi preescolar y hacia la placita Las Delicias, y a la línea de taxi que, con gran tino se ubicaba allí, bajo un tulipán africano que daba sombra a los conductores en espera.
Uno de esos años, y por única vez en su vida, había venido mi abuelo a Caracas (en lugar de ir nosotros de vacaciones a Barcelona). Mi abuelo no había salido mucho de su pueblito y conocía Caracas por cartas, fotos y postales. Le parecía incomprensible que una tierra tan fértil no estuviera sembrada hasta lo imposible, mucho más ante las evidencias de la pobreza urbana. Le impresionaba cómo se desechaba la masa interior de la arepa para dar espacio al relleno y las autopistas llenas de automóviles que, según observaba, desperdiciaban cantidades de metal en formas superfluas y motores sobredimensionados. Como catalán que había vivido guerras y postguerras, le indignaba el despilfarro.
Le gustaba explorar y, sin temor a perderse, caminábamos hacia el bulevar o la Libertador. En cierta ocasión, tomando la dirección contraria a la casa, desde la plaza las Delicias, topamos con un parquecíto a orillas de la Libertador, hacia El Bosque, de esos que algún alcalde se habrá dignado a construir, mas no a mantener. Eran parques enrejados de los que abundan en Caracas, con aparatos de tubo metálico, básicos y resistentes, pintados de colores primarios, con piedritas calcáreas en el suelo. Este, en particular, estaba separado del tráfico de la Libertador por una reja, pero dejaba entrar su ruido y su polvareda. Además, lo caracterizaba el olor a mierda –y no de perro- en alguna esquina, botellas vacías en bolsas de papel en otras y bancos medio rotos. Mobiliario público de madera y metal, impregnado de olor a gente sin techo y sin agua, a harapos y papel periódico en segunda vida. Aquella fue sería única vez que estuviera allí. Recogí del suelo, rebozado del polvillo blanco de las piedritas, un juguete de plástico roto. Era un camioncíto que por estar partido por la mitad ya no podía rodar. Mi abuelo tomó el juguete de mis manos y, utilizando la llama de un par de fósforos como soldador, lo reparó con los dedos con apreciable destreza. Con su pañuelo le quitó el polvo, y quedó como nuevo.
Ninel Guerrero:
Cuando bajé del apartamento para ir a trabajar, en la mañana, encontré que me habían rayado el carro. Seguramente, había sido un vecino que días atrás se había molestado porque la junta de condominio me asignó su puesto de estacionamiento. Estaba atrasada, así que me marché furiosa. Sabía que no iba a poder hacer nada contra del vecino abusador.
La torre de veintidós pisos de mi trabajo quedaba al final de la avenida Libertador, al lado del Mercado Guaicaipuro. Por la hora, no logré entrar al estacionamiento de la compañía, por lo que decidí, saltando mi propio protocolo de seguridad, estacionar en la calle de “los borrachitos”, que quedaba detrás de mi lugar de trabajo.
Cuando bajaba del carro se acercó un motorizado muy cerca de mi ventana. Me dijo que no era nada malo, que no me preocupara. Su cara y ademanes no evidenciaban un lado oscuro. La corbatíca color pastel parecía tejida a mano. Me dio la impresión de que se trataba de un funcionario de un banco que trabajaba en taquilla. A pesar de su comentario tranquilizador, al apagar el carro sentí un rayo que me atravesaba la espalda.
Me pidió mi cartera.
Pensé mucho para darle mi bolso. Tenía todavía en las manos la llave del carro.
“¿Y si me marcho en el carro volando?”, me decía. Sopesé la situación. “¿Y si me quita mi reloj recién comprado en navidades en Margarita? ¿Y si luego se antoja también de mi celular?”.
El tipo se molestó y me gritó: “Apúrese, señora”.
No sé de dónde saqué arrestos para retarlo: “¿Usted tiene un arma? No la veo”.
El motorizado me miró, me gritó: ¡Bruja! y salió disparado.
Glenn Mujica:
Año 1997. Estoy trabajando en CANTV, en su sede principal de la Libertador cerca de Maripérez, a una cuadra del mercado de Guaicaipuro.
Una mañana recordé que no había pagado la cuota anual del Colegio de Ingenieros, cuya sede queda quizás a 300 metros de CANTV. Pensé que iría después de mediodía, en un aseo después de almorzar.
A la 1:30 del mediodía, y calculando que a las dos estarían abiertas las oficinas, me dispuse a caminar por la acera norte de la Libertador, para atravesarla por debajo, usando la estación del metro, que en el lado norte está en Santa Rosa.
Cuando estaba a unos 50 metros de la entrada, los vi veo venir. Tenían 18 años o vez menos. Pero una expresión de maldad, que traté de disipar en mi mente obligándome a pensar que soy un racista, un clasista y que no todos en la zona tienen por qué ser malandros. “Qué haré”, pensé. ¿Seguiré caminando, pero más rápido?, ¿Me devolveré, como si se me hubiese olvidado algo? ¿Dejaré la acera, para caminar por la calle, junto a los carros?
Decidí seguir andando. Cuando ya estaban como a metro y medio, uno de ellos me dice: “Dame tu reloj y lo que llevas en la cartera. No intentes hacerte el gracioso, porque tengo un revolver que puedo usar en cualquier momento”.
Tratando de disimular el miedo y aguantando la impotencia, la frustración, me quité el reloj y saqué los billetes. Tomaron mis cosas y se fueron caminando tan tranquilos, como si no hubiesen cometido una fechoría. Traté de respirar y, con una sensación de cansancio, derrota y amargura, emprendí mi regreso.
No recuerdo cuándo me puse al día con la anualidad de mi gremio.
Cecilia Santa Gadea:
Desde 1973, fue mi avenida, mi trayecto diario hacia mi lugar de trabajo. Allí hice piques. Con un desvencijado Renault 12 Tl. Sincrónico piqué cauchos con mis compañeros de trabajo y con mi jefe.
La recorrí en taxi, en carro propio, en buseta y a pie. Me encantaba pasar en el atardecer cuando ya se escondía el sol y ver los fragmentos rojizos y amarillos sobre las losas del asfalto. Hermosa vista. No así cuando se congestionaba de carros y humo. Tenía sus horas particulares de congestionamiento y soledad. Así como sus días.
En una oportunidad, recorrí con mi hermano la parte baja de la avenida en moto, en diez explosivos minutos. Desde el puente de las Fuerzas Armadas hasta Chacao. Esa noche soñé que me caía de la moto y no salía bien librada del evento. Era un sueño premonitorio: como iba agarrada de la cintura de mi hermano y bien apoyada en su espalda, alguien le fue con el cuento a mi cuñada de que lo habían visto con una fulana, muy acaramelados.
Maureen Gubbins Vásquez:
Eran las tres de la tarde de un miércoles del 2013, cuando tomé la avenida Libertador rumbo a La Florida, para mi cita con la odontóloga.
Ensimismada en mis pensamientos, me detuve ante el semáforo, frente a PDVSA. De repente, veo delante de mí una moto con dos hombres, asaltando a una muchacha al volante de un pequeño automóvil. Inmediatamente, los vigilantes apostados en PDVSA corrieron hacia los motorizados, apuntándolos con una 9 milímetros. Cuál sería mi cara de espanto que, al verme, uno de los vigilantes le dio un codazo al otro para que bajara el arma. Los motorizados fueron arrastrados a empujones.
Oswaldo Vallera:
En la avenida Libertador había una carnicería cuyo nombre no recuerdo, como sí el eslogan que ponía en su anuncio: “La tentación de la carne”. Una noche, pasé por allí justo en el momento en que unos transgéneros, vestidos con ropa que cabría en una tacita de café, se paraban cerca del aviso y lo señalaban con picardía. Ese es el espíritu eterno de la Libertador.
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Recopilación y edición: Milagros Socorro.
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