Niños disfrazados en medio de una multitud, celebrando el Carnaval, Caracas, circa 1950 : Foto de autor desconocido ©ArchivoFotografíaUrbana

Baile de disfraces

Fecha de publicación: febrero 21, 2021

Esta historia empieza in medias res. Esto es, no al principio sino cuando la trama está adelantada; el piso, de hecho, ya está cubierto de gragea y el cerco alrededor de las parejas concursantes se ha ido cerrando. Tal es el interés que han despertado los pequeños bailadores y sus graciosas indumentarias.

Para el anónimo autor de esta imagen, guardada en el Archivo Fotografía Urbana, el centro de la trama es la dupla formada por el minúsculo capitán de barco y la muchachita del traje complejísimo, que lo aferra como para posponer su inevitable partida. El precoz marino entrecierra los ojos. ¿Aspira, acaso, el perfume de las falsas sedas del disfraz de ella? La madre y las tías se deben haber trasnochado para hundir la última puntada en la susurrante armazón de tafetanes y tela de forro. Mucha habilidad se ha empeñado también en el peinado de cien horquillas, que deja libre la nuca espumosa adonde se orienta, como la quilla en el oleaje, la nariz del marino.

Causa gracia el abrazo de las criaturas en el baile callejero. La oreja de ella, rosa de hojaldre, pegada al flequillo de él. Y la mano del muchachito posada sobre el hombro de la compañera, sin apretarlo, como un pájaro que acaba de posarse en un camino de mendrugos de pan tostado.

La pareja de atrás, un par de años mayor y consciente ya de los peligros del cuerpo, sonríe con incomodidad. Es porque bailan un potpurrí y ahora están en el puente bolerístico que une la guaracha con el son. Las piernas casi juntas evidencian la morosidad del ritmo. Algunas parejas han salido ya de la pista. Es un concurso y los menos diestros, por vistosos que sean sus atuendos, deben abandonar la arena. Quedan los duros. Los virtuosos. Los que despachan ritmo tras ritmo sin que se les mueva el tocado, la gorra, la cofia con cuernos, el cintillo de flores o el lazo de tul.

La competencia se aproxima a un desenlace. El público se congrega entre expectante y jovial. Como casi todos los miembros del corro observan a los concursantes, los distraídos parecen haber apartado la mirada solo para comentar acerca del talante de los bailarnes y conjeturar el designio del jurado. La señora del bolso sobre, la que sostiene la mano de una gata de fieltro, parece comentarle al niño moreno que él debería estar allí, en la justa, echándole pichón, y que si él quiere entre todas (se refiere al grupo de mujeres que lo rodean) le improvisan un disfraz lo que se dice ya mismo. El niño, que consideraba su camisa de lunares algo muy cercano a un disfraz, se lo toma con un humor y mira con cordialidad los cachos del diablillo con capa oscilando en la tarde caraqueña. La luz de febrero los cubre con sus destellos de durazno.

Casi todos sonríen. Parecen ciudadanos de un país sin sobresaltos. También sin mayores tensiones: los colores se mezclan en el Carnaval como en la Colonia lo hacían en las bancos traseros de las iglesias. Pero, de pronto, algo terrible convoca nuestra mirada. En la línea de los observadores, la tercera de izquierda a derecha, está una muchacha con una máscara. Las vecinas a su derecha lucen trajes almidonados, con armador, y llevan medias blancas con sus zapatitos pulcros. Ella, en cambio, ha comparecido con una combinación que solo postularían las más atrevidas o las pitagóricas, ¡rayas con cuadros! A quién se le ocurre. Pero qué le importa. Quién la va a conocer con esa espantosa careta.

Eso es lo que nos estaba mostrando el fotógrafo. Esa presencia ominosa, anticlimática, en un bosque de simpatía a la hora de la merienda. El fotógrafo tiembla: el mal acecha a los inocentes. La multitud venezolana, musical y risueña, hospeda un monstruo que vela con saña y resentimiento a los ángeles de la rumba. Que alguien alerte. Que se destrencen los brazos en la espalda del marinero. Que la felina con alpargatas se saque los dedos de la boca. Que el del bonete emplumado se ponga a buen resguardo. Pero nada ocurre. El bolero da paso a la conga y las risa deviene carcajadas. La ausencia del bien no tiene prisa. Puede esperar…

 

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