El 9 de septiembre de este año se cumplen 120 años del nacimiento de la cantante y actriz Berta Singerman, nacida en Minsk (Bielorrusia) y nacionalizada argentina. Milagros Socorro cuenta en este texto el paso de la artista por Venezuela a partir de 1930.
Gersomina estaba más que acostumbrada a que le cambiaran el nombre, tanto para apelarla como por escrito. Comprendía que no era un nombre común, de manera que no guardaba rencor a quienes lo deformaban con letras de más o de menos; por eso pegó en su álbum esta fotografía, que recibió de manos de la propia estrella, quien le dedicó un afectuoso autógrafo.
Esa noche de 1950, Gersomina Socorro de Áñez estaba en una de las primeras filas del Teatro Baralt, en Maracaibo, para asistir al espectáculo de Berta Singerman. Las invitaciones habían llegado puntuales a la casa de ella y su esposo, Guillermo Áñez Urrutia, miembro de una familia de intelectuales y aristas zulianos y funcionario de cierto rango del gobierno local.
Gersomina examinaba el plafond del teatro cuando las luces se apagaron. Se hizo un silencio y no tardó en aparecer una mujer pálida, de mirada electrizante bajo un racimo de brillantes rizos que descendían por su frente como uvas de malicioso lujo. Estaba envuelta en velos como una vestal griega. A nadie le extrañó. Incluso quienes no la habían visto antes en persona sabían que Berta Singerman acudía siempre al escenario con una vestimenta que no constreñía su cuerpo y que le aportaba una imagen atemporal y deificada. Cuando se acercaba una visita de ella a la multitud de ciudades que tocaba cada año en sus giras, los periódicos publicaban sus fotografías y siempre había un par de líneas en alusión a las muselinas y etéreos géneros que de manera tan enigmática se pegaban a la ardiente piel de la recitadora en los picos de la emoción. Era como si también las gasas impalpables se fruncieran al arrullo de aquellos versos pronunciados con esa suerte de fanatismo virtuoso con que Berta Singerman pronunciaba la palabra poética.
A las audiencias contemporáneas les resultaría difícil concebir el fenómeno Berta Singerman, ‘La lira viviente’, una performancista, diríamos hoy, que se presentaba en estadios con más de diez mil espectadores, sin micrófono, sin orquesta y sin más acompañamiento que el aliento contenido de un público transportado, por el fluido palabrero que salía de su garganta, a los anfiteatros de piedra de la antigüedad. Además, ella desbordaba, sin ningún pudor, una caballería de grandilocuencia, énfasis y franca vehemencia que en esta época de medicación colectiva, cuando está mal visto deslizarse al entusiasmo o al drama, resultarían fuera de lugar, cuando no directamente afectado o ridículo.
Gersomina acomodó el programa de mano entre los rasos de su crujiente falda y pospuso el impulso de ver los nombres de los poetas interpretados por Berta Singerman. Sabía vagamente que, en su mayoría, eran españoles e hispanoamericanos. Con eso le bastaba.
Gracia total
Berta Singerman había nacido el 9 de septiembre de 1901, en Minsk, que entonces era parte del Imperio ruso (y ahora es Bielorrusia). Su padre, Aarón Singerman, trabajaba en Mazyr, ciudad al suroeste de Minsk, como capataz de una maderera, y era socialista, sionista y muy aficionado al teatro. Derrotado un alzamiento del que participó, un hermano suyo fue detenido y enviado a Siberia, pero Aarón pudo escapar y se fue a Buenos Aires. Desde la capital porteña hizo traer a su esposa y a sus dos hijos; y es por eso que Berta Singerman, quien emigró a los cuatro años, era argentina. Pero, como desde muy pequeña convivió con judíos rusos exilados y participó en los montajes en idish, conservó siempre un mínimo retintín de acento que, como un pispás de plata, daba a su recitación el natural eco extranjero que tiene toda poesía aún en la propia lengua.
La familia era modesta, pero la pequeña Berta obtuvo becas que le permitieron estudiar hasta los 15 años, cuando decidió dedicarse al teatro en exclusiva. A esa edad, por otra parte, se hizo novia de Rubén Enrique Stolek, lector furibundo y talante proclive a la empresa. De espectáculos, específicamente. Stolek se convertiría en su gran interlocutor, su esposo (cuando ella cumplió los 18) y su representante hasta la muerte de él.
El primer éxito de Berta llegó en 1918, con su primera salida de Argentina. Tenía 17 años cuando Stolek le consiguió un contrato para ir a declamar a Uruguay, donde conoció a la poeta Juana de Ibarbourou, con quien dio inicio a una amistad tan estrecha que el libro de memorias de Berta, titulado “Mis dos vidas”. Tiene un prólogo de Ibarbourou que dice:
“Siendo una hermosa adolescente, dio en Montevideo sus primeros recitales (…) nuestro público se enamoró de ella. A toda América y a muchos otros países les pasó lo mismo (…) sigue con la misma fina belleza, la misma voz prodigiosa con todos los registros de la tragedia y el drama, de la poesía y la música, de los múltiples sonidos y la gracia total. Yo no puedo hablar de Berta como un ser de excepción, sino de milagro”.
En 1920, Berta debutó en el cine con una película muda hecha en su país, llamada La vendedora de Harrods, (Francisco Defilippis Novoa), y dos décadas más tarde filmaría dos más, una de ellas los Estados Unidos, pero ya entonces se había decidido a ser declamadora, no una actriz, como mucha gente le recomendaba en la falsa idea de que le estaban haciendo un cumplido. O más bien, como ellas misma advertía: «Recitadora o declamadora me parecen palabras odiosas. Soy una intérprete, ese es mi oficio».
Sobrenatural
Después de Montevideo, la agenda se llenó con los nombres de innumerables ciudades del continente, sin excluir varias en Brasil, donde declamaba en español sin que por ello se perdiera vigor y entendimiento en la recepción. Y muy pronto llevaría su histrionismo, su asombrosa voz y sus hipnóticos ademanes a los Estados Unidos y a Europa. En España causó sensación. Juan Ramón Giménez le enviaba por carta sus poemas acompañados de ruegos de que, por favor, los dijera en escena; Lorca leyó por primera vez su recién concluido ‘Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’ delante de Berta Singerman, quien lo adhirió a su repertorio; Valle Inclán vio alborozado cómo sus obras competían en popularidad con las coplas callejeras cuando ella las entonaban en las tablas… y así muchos, los mejores de su tiempo. Los más grandes querían oírse en la voz de aquella musa. Berta Singerman, a quien Gabriela Mistral la calificó de “sobrenatural”, había reinventado la declamación. Ni antes ni después se ha visto nada igual.
Ella misma atribuía la naturalidad con la que se le daba la interpretación, para usar su palabra, de la poesía y convertirla en atracción de masas, en el hecho de que era “descendiente de ‘jazanim’, cantores de sinagoga. La palabra Singerman viene del oficio que tenían los abuelos, bisabuelos y tatarabuelos; esto es, el oficio de jazán, cantor de sinagoga, el que dice o canta todo el texto sagrado, para eso no solamente se necesitaban estudios talmúdicos, sino que era imprescindible una bella voz. Eran una especie de tenor lírico. En inglés, Berta es ‘Berth’, que quiere decir luminoso. En resumen, mi nombre en inglés significaría ‘persona que canta luminosamente’”.
Mientras Berta triunfaba en una ciudad, Stolek estaba en la siguiente, afinando detalles y haciendo todos los arreglos para recibirla como corresponde a las divas. Entre una y otra plaza se tomaba un tiempito para grabar discos, que se vendían como pan caliente.
Ejm, la esperan en Maracay
En su ya citada autobiografía, Berta Singerman dice que Venezuela fue uno de los últimos países que conoció.
“Me negué a visitarlo mientras duró la tiranía de Gómez. La figura de Gómez nos era profundamente odiosa. Mi empresario insistió en 1932 en que fue a Venezuela. Le dije: ‘No quiero ir a Caracas, pues en una de esas tendría que enfrentar a Vicente Gómez [sic] y darle la mano’. Me respondió: ‘Podemos ir a Caracas cuando esté ausente en Maracay’. No sé por qué, pero acepté. Tuve un gran éxito en mis recitales. Faltaban aún dos funciones y debíamos ir a Maracaibo, pero nos llamó el dr. Requena, el secretario de Gómez, para decir que: ‘el Generalísimo tiene mucho interés en oírte, te invita a dar un recital en Maracay’”.
El “empresario”, que siempre es alguien de la ciudad donde se presenta el artista, le había ocultado (no podía ignorarlo) que Gómez había desarrollado una infraestructura en Maracay, que cuando él decidió fijar residencia allí era poco más que un caserío. Además de construcciones viales, el de La Mulera hizo levantar el teatro de Maracay, conocido ahora como Ateneo, y el Teatro de la Opera, que sería terminado durante el gobierno del presidente Luis Herrera Campins. Erigido por resolución del 9 de octubre de 1922, y con planos del ingeniero R. Razetti, el teatro de Maracay recibió compañías de zarzuela y ópera, a las que Gómez era aficionado, así como figuras tan prominentes como el tenor italiano Tita Rufo y, qué más le quedaba, Berta Singerman.
En sus memorias, ella deja constancia de la carta que le escribió el poeta Andrés Eloy Blanco, a quien ella alude como “prototipo de poeta popular”.
“Cada país tiene el suyo, aquel que trasciende las minorías intelectuales y tiene eco entre el pueblo, que llega a conocer de memoria fragmentos enteros de sus obras. Así fue Andrés Eloy Blanco para su país, como lo fueron para Colombia Asunción Silva y Guillermo Valencia. Aunque no tuvo la trascendencia continental de Amado Nervo, fue el máximo poeta que dio su tierra. Andrés fue amigo mío. Conservo una carta suya, un poema en prosa, que me mandó cuando Vicente Gómez, el terrible dictador, lo tuvo exilado en la sierra. Él no me había escuchado todavía, y en esa carta me describe cómo parado solo en el campo oyó mi voz en el silencio de la alta noche”.
Gómez no sería, por cierto, el único tirano a quien ella fustigaría. En varias ocasiones fue criticada por suscribir manifiestos antifranquistas. Y la coincidencia con Andrés Eloy no terminaría allí, Singerman incorporó “Angelitos Negros” al brillante vocerío que prodigaba. Como tampoco sería ese su único vínculo con Venezuela, –país al que después de esa primera incursión, en 1932, visitaría en diversas oportunidades–; de hecho, el primer actor Rafael Briceño estuvo en Buenos Aires, en 1945, estudiando voz y dicción en la academia que para tales impartir había fundado actriz Berta Singerman. Es seguro, pues, que se habrá reunido con su alumno en 1950, cuando pasó por Venezuela y estuvo, además de en Caracas, en Maracaibo.
Metales duros y delgados
Gersomina estaba ahí. Y contuvo la respiración cuando la vio flotar sobre el escenario del teatro Baralt. Muy maquillada y ataviada con un vestido de noche que arrastraba por el tablado como si quisiera llevarse de suvenir las huellas susurrantes de los pasos de quienes la habían precedido en aquel lugar. Parecía una Isadora Duncan, a punto de echar los tules al aire en un paso de baile que estremeciera hasta a los mastodontes prehistóricos que dormían su sueño de petróleo un poco más allá, en el fondo del lago. Nadie más tenía un vestido como ese. “Como mi arte tiene sus antecedentes en Grecia”, escribió Berta en sus memorias, “donde fue importante y grande, nada mejor que inspirarse en la túnica griega, pero estilizada y adaptada a la moda del momento. Lo infaltable debía ser el manto o capa muy amplios. Este vestido único debía convertirse en varios, según fuere el movimiento dado por mí al manto o a los velos. Un solo vestido que en definitiva equivaliese a todo un vestuario”.
La última vez que vino en plan profesional fue en 1975. Esta vez no llenó con las inflexiones de voz el teatro Municipal. “Se presentó”, recuerda el periodista Nabor Zambrano, “en el entonces muy activo teatro Las Palmas. Si mal no recuerdo, Javier Vidal la atacó en su columna teatral de una revista desaparecida. Posteriormente, volvió en visita familiar y se alojó en Manzanares donde yo la entrevisté para El Nacional, circa 78-79, y me recordó que, aunque le había recitado a Juan Vicente Gómez (para referirse a un hito remoto), ella seguía en la cumbre. Ella, no el dictador”.
Mueve la curiosidad cuáles serían los argumentos del cronista contra la intérprete de quien Pablo Neruda dijo: “Su voz corre detrás de los versos acorralándolos y manteniendo su espléndida cimera por encima de los asistentes al teatro, su voz no tiembla, está hecha de metales duros y delgados”.
Berta Singerman murió, mientras dormía, el 10 de diciembre de 1998. Tenía 97 años.
“…mis recitales tuvieron lugar en estadios, plazas de toros, atrios de catedrales y todo espacio abierto adecuado. Nos sorprendía la receptividad, la comprensión, el fervor y el entusiasmo de las masas populares, en todas partes por igual, sin diferencias de país o de latitud y sin diferencia de preparación del público. Asistía el pueblo, la clase media, los obreros, acudían hombres y mujeres, niños y ancianos y estudiantes… Y de pronto caí en la cuenta de que estaba realizando lo más importante en mi labor en pro de la poesía: devolverla al pueblo, a quien pertenece, porque en él fue donde nació y floreció oralmente en grandes épocas pretéritas”.
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