Rómulo Betancourt. Palacio de Miraflores, Caracas, 1961 / Fotografía de Justo Molina ©ArchivoFotografíaUrbana

Betancourt, el látigo de la memoria

Fecha de publicación: marzo 22, 2017

Esta es la imagen más publicada de Rómulo Betancourt. Las circunstancias de la historia lo muestran de perfil. Colgada de los labios, sostiene la pipa con los dedos en pinza de su mano derecha. El humo del tabaco asciende en una nube quebradiza y blanca, que rompe el silencio circundante. La ceja poblada enmarca la montura de sus lentes, en una extraña figura que tapa su ojo. La nariz prominente y la leve increpación de su gesto ahondan el misterio.

Corre el año 1961. Betancourt está al mando y en lo más elevado de su larga carrera política, tan larga como el siglo XX. Parece satisfecho y razones no le faltan. Su acercamiento a las Fuerzas Armadas le permitió forjar una alianza con oficiales del Ejército, que fue decisiva para aplastar la rebelión de un sector militar nostálgico de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. También ha superado el atentado de Los Próceres, ordenado por su más enconado enemigo, el dictador dominicano, Rafael Leonidas Trujillo. El dorso de su mano conserva la huella de las quemaduras. Su mentón, en posición ligeramente ascendente, prueba que se mantiene en modo alerta y con la guardia en alto. Muy pronto va a tener que enfrentar la insurgencia de izquierda, no sólo la del Partido Comunista de Venezuela, entrenado en la lucha clandestina en contra del dictador, sino la de un sector de la juventud de su propio partido, así como de la infiltración que ha cooptado a jóvenes oficiales en los cuarteles.

Betancourt, como presidente electo para el período 1959-1964, negó toda posibilidad de prestarle asistencia financiera a Fidel Castro, quien visitó Caracas invitado por el gobierno provisional del almirante Wolfang Larrazábal, tras alcanzar el poder en Cuba, el 1 de enero de 1959. Castro había seducido a las masas durante el mitin que se escenificó en la Plaza O’Leary de El Silencio. Confiaba en el contagio de su verbo, en su indisputable carisma, para ganarse el apoyo de la naciente democracia venezolana en su guerra secreta contra Estados Unidos.

Los planes de Betancourt eran muy distintos a los de Castro. A diferencia del líder cubano, Betancourt luchaba por implantar en Venezuela una democracia representativa, con instituciones legitimadas en la consulta popular que limitaran y controlaran el poder. Betancourt era, como lo dijo el historiador Manuel Caballero, el último caudillo que renunció a ser caudillo. Avisado por su propia experiencia, por los desaciertos y errores cometidos en el pasado, estaba al tanto de que no lo podía hacer solo, que necesitaba el apoyo de partidos políticos distintos al suyo, Acción Democrática, lo que sólo era posible si en Venezuela funcionaba un estado de derecho que garantizara el respeto a la diferencia y se creara la posibilidad cierta del principio de alternancia. Una empresa titánica que ya había fracasado, luego del experimento democrático, ensayado entre 1945 y 1948, precisamente por el golpe militar en contra de Rómulo Gallegos que encabezó Marcos Pérez Jiménez.

La vigencia de la democracia representativa y sus reglas de juego se acordaron en la ciudad de Nueva York, entre Betancourt y los líderes de los principales partidos de oposición, Rafael Caldera (Copei) y Jóvito Villalba (URD), en lo que se conoció como el Pacto de Punto Fijo. A partir de ese momento, esos tres partidos políticos, representan a la sociedad civil y “la democracia —tal como lo dijo el ensayista y escritor Miguel Ángel Campos, va a ser una rutina a partir de ese momento”.

La lealtad no era para con un hombre que encarnaba una revolución, sino para fortalecer la vigencia de un sistema político republicano, a partir de una concepción política e ideológica opuesta al modelo propugnado por el comunismo, signado por el dogma ideológico, el culto a la personalidad y la práctica permanente del Estado de destruir cualquier atisbo de independencia de la sociedad, en cualquiera de sus esferas.

Ese era el principal objetivo de Betancourt, escasamente esbozado en la protesta universitaria de la cual formó parte en 1928. Un campanazo que despertó la consciencia de los venezolanos, subyugados por la cruel tiranía de Juan Vicente Gómez. Al igual que otros estudiantes, Betancourt se vio obligado a exiliarse, primero en Curazao, luego en Colombia y, finalmente, en Chile. Durante su estadía en Colombia, redactó el llamado “Plan de Barranquilla”, que sirvió de inspiración y guía para enfrentar la dictadura. Mariano Picón Salas, el gran ensayista, se refirió al plan como una nueva Carta de Jamaica. Para entonces, Betancourt se había cruzado con su destino, que abrazó con una resolución inquebrantable.

A partir de ese momento, Betancourt entiende que un político es, por sobre cualquier cosa, un hombre de acción. Basta considerar el papel que jugó en la década de 1930, como agitador político, articulista de prensa y organizador del PDN, embrión de Acción Democrática, el principal partido político del siglo pasado.

Protagonista de la profunda transformación que, en brevísimo lapso, experimentó Venezuela, al pasar de país rural a país urbano, Betancourt se empeñó en recorrer la geografía nacional para conocer las aspiraciones, deseos y necesidades de los venezolanos. Lo hizo durante el llamado trienio (1945-1948), en el que ejerció la jefatura del gobierno. De sus logros se enorgulleció siempre: expansión de la educación, campaña alfabetizadora, reforma tributaria, apoyo crediticio a los productores agrícolas, Ley de Reforma Agraria, y contratación colectiva, para regular las relaciones entre el capital y el trabajo.

Pero también fue una época de enorme sectarismo político, que propició un creciente aislamiento de la gestión de gobierno. El 24 de noviembre de 1948, los militares encabezan un golpe de Estado en contra de Rómulo Gallegos, quien resultó electo en las primeras elecciones libres, universales y secretas, efectuadas en Venezuela, ocho meses antes.

El país se hundió en la nocturnidad de una “dictadura sádica”, como la calificó el poeta y ensayista, Juan Liscano. La dirigencia de Acción Democrática fue perseguida con especial saña, torturada, enviada a prisión o al exilio. Betancourt se refugió en Costa Rica, donde su amigo José Figueras era el presidente. Pero tuvo que salir del país, luego de que uno de sus principales enemigos, el dictador nicaragüense, Anastasio Somoza, enviara un avión a San José, del que llovieron panfletos sobre la ciudad, acusándolo de comunista. El episodio perturbó a los costarricenses. Betancourt se trasladó a San Juan de Puerto Rico, donde el gobernador Muñoz Marín le ofreció su hospitalidad. Durante esos años, en los que la vida cotidiana era una urgencia y las noticias daban cuenta de asesinatos y secuestros, el fundador de la democracia venezolana atravesó por uno de sus momentos más sombríos y desesperanzadores, que sólo superó escribiendo una de sus principales obras: “Venezuela Política y Petróleo”. Betancourt, hombre de acción, también tenía una faceta intelectual, cimentada en la lucha política, en la urgencia de crear un partido político que fuera marca y sello de la venezolanidad. Su rostro refleja el principal rasgo de su personalidad: “la voluntad de hierro” de la que habló su única hija, Virginia. No vaya a creer el lector que las huellas de sus mejillas son solo el tatuaje del acné juvenil.

A su regreso a Venezuela, derrocada la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, Betancourt asume la candidatura presidencial y no da puntada sin dedal hasta que la vieja guardia del partido retoma el control de Acción Democrática. En la calle está el avisado orador, ya curtido y conocedor de idiosincrasia nacional, se mueve como pez en el agua, se gana el favor de los electores y con ello su segundo mandato presidencial.

Organiza su gabinete, le encomienda a un joven ingeniero, de comprobada capacidad profesional, que se encargue de destruir el mito de que sólo la dictadura construía obras públicas. Leopoldo Sucre Figarella preside la recién creada Corporación Venezolana de Guayana y bajo el influjo de esa orden, se funda Puerto Ordaz, la única ciudad que se erige en Venezuela bajo una planificación urbana de primer nivel. La educación retoma la expansión que exhibió durante el trienio, el país se electrifica hasta el último rincón y en cada asentamiento humano se construye un dispensario de salud pública.

Hay amplitud de miras y una férrea determinación para enfrentar una y otra vez los intentos de la subversión armada, que encarna la izquierda representada en el Partido Comunista de Venezuela y la escisión de la juventud de AD, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Para 1961, año de esta fotografía, ya Fidel Castro le ha entregado la soberanía de Cuba a la extinta Unión Soviética. Pero no renuncia en su afán de ponerle la mano al petróleo venezolano para convertir en realidad “el sueño” del Che Guevara de crear uno, dos, tres y mil Vietnam en todo el mundo.

Al finalizar su mandato, Betancourt le entregó la banda presidencial a su sucesor, Raúl Leoni, abanderado de AD. Fijó su residencia en Berna, Suiza, bien lejos, como lo había prometido, de la lucha política interna. AD y su dirigencia tenía que asumir sus propios riesgos, tenía que hacer sus propias apuestas, sin la sombra, ni el tutelaje del caudillo que había renunciado a comportarse como tal. El futuro del país luce amplio, despejado, como la frente de Betancourt.

La historia está llena de ironías. El 4 de febrero de 1992, la izquierda radical, infiltrada en el Ejército en la persona de Hugo Chávez, da el golpe de gracia a la declinante democracia venezolana. Fidel Castro, en el crepúsculo de su vida política, logra su objetivo. Venezuela se adentra nuevamente en la nocturnidad de un gobierno autoritario, que ya dura demasiados años. ¿Qué fue lo que ocurrió? El bienestar era un hecho inobjetable, la educación, la erradicación de las enfermedades endémicas, la creación de la OPEP. La vigencia del estado de derecho y la institucionalidad de la democracia venezolana. “Le tocaba a la sociedad, a partir de esos elementos —de primerísimo orden e importancia— construir herramientas de sustentación de la democracia”, dice Campos. El lento pero continuo descenso se inició el viernes negro de 1983. La economía siempre avisa antes que la política. Era el momento para las reformas profundas, para limitar el poder del petroestado a favor de los ciudadanos, para renovar los partidos políticos y extirpar el fenómeno de la corrupción. Pero los venezolanos no lo hicimos. ¿Fallamos? Absolutamente.

De ahí esta imagen de Betancourt para recordárnoslo.

 

Lea también el post en el Histórico de Prodavinci.

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