Esta imagen fue hecha por el artista plástico Óscar Molinari (marzo de 1941 – septiembre de 2017). No tenemos la fecha exacta, pero sabemos que fue en los primeros años 80.
Nelson Bocaranda me contó hace mucho tiempo, por otra cosa, que en 1984, cuando empezaba a hablarse del sida, hizo un programa de televisión para debatir acerca del entonces llamado “cáncer gay” y entre sus invitados se encontraba Boris Izaguirre. En medio de la tertulia, Izaguirre, en una de cuyas columnas se había publicado la frase “soy gay, y qué”, dijo en cámara: “miren, yo soy homosexual”. Ese día, el periodista recibió una llamada del Presidente de la República, en ese momento Jaime Lusinchi, quien le dijo: “Coño, en este país hay que ser muy macho para decir en público que uno es marico”.
Es posible que esta imagen sea de esa emisión. Nacido en Caracas, el 29 de septiembre de 1965, por esos días Boris tendría 19 años o estaba cerca de cumplirlos. Este muchacho de la foto, ¿tiene esa edad o más? A los 14 tenía bucles. A los 16 dejó el liceo y empezó a escribir en el suplemento Feriado, de El Nacional, en una de cuyas columnas se publicó la frase: “soy gay, y qué”. Quizá por eso mismo, Bocaranda pensó en él para el mencionado programa.
La instantánea lo capta en un respingo leve, casi imperceptible, de timidez y disposición a provocar. Pero lo asombroso es que el autor hubiera ¿adivinado? que el destino del niño prodigio era la televisión. Ser él mismo figura de la televisión, no solo guionista de teleseries. Eso, en ese momento, no estaba en el proyecto.
Le envío la imagen al retratado y le propongo el envío de un par de preguntas acerca de ella. Esta es su respuesta: “Creo que esa foto fue en Caracas, en los 80. No creo que pueda decirte nada nuevo de esa época mía, que tú, además, conoces de primera mano. Love, Boris”. Insistí una vez. Ni una letra más.
Exagera cuando dice que conozco bien esa etapa, pero sí es cierto que en mayo de 2010 le hice una entrevista, inédita hasta ahora. Un poco larga, me temo.
Once años antes, en agosto de 1999, le había hecho otra entrevista, a propósito de la salida de su exitosa novela Azul petróleo (Espasa, Madrid, 1998). En esa ocasión confirmó la certeza de un cuento que había corrido por Caracas.
En el otoño del año 1981, Sofía Ímber citó a Boris Izaguirre en la cafetería It, ubicada en la calle 81 con Madison, en Nueva York, y fue allí donde le dio el célebre consejo que cambiaría la vida del muchacho: “Tú tienes que irte de Venezuela, porque ahí vas a ser un mariquito más, mientras que si te vas serás un gran homosexual del mundo”.
Este encuentro tuvo lugar en 1981, cuando Boris, de 16 años, se fue a terminar el bachillerato en los Estados Unidos. Al graduarse, regresó a su país, donde se mantuvo el resto de esa década. En 1992, ya estaba en España. El designio se cumplió. Lejos de un país donde hay que ser muy valiente para hablar de la propia homosexualidad, el joven Izaguirre devino una celebridad, en buena medida por esa franqueza.
—La celebridad es algo maravilloso -me dijo en aquella conversación de 1999-. El poder más fascinante es la fama y ante ella se doblegan todos los otros poderes, incluso los más encumbrados: el Vaticano se hinca ante la fama. Si Ricky Martin llega a la Plaza de San Pedro, sale el Papa recogiéndose las faldas, corriendo, para verlo. Yo no soy célebre exactamente, sino que vivo el éxito televisivo, que es el hijo bastardo de la celebridad. Pero no deja de maravillarme lo absurda que es la fama, capaz de pervertir la normalidad.
Mayo de 2010
Ahora vamos con la otra entrevista, de 2010, que era para que él hablara de su padre, el escritor y crítico de cine Rodolfo Izaguirre (Caracas, 9 de enero de 1931).
—¿Cómo ves a Rodolfo?
—Lo podría ver mucho peor, porque es verdad que mis padres apostaron por esa idea de desarrollo, de crecimiento de una nación que ha demostrado no estar interesada ni en una cosa ni en la otra. Su apuesta fue inútil. Pero luego digo que no, que nadie puede hacer de toda su vida un gesto inútil. Sería cosa tristísima. Y ellos no son tristes. Sobre todo mi papá no es triste. Considerando la jugada que le ha hecho su objetivo, que era adecentar y civilizar una granja salvaje, y habiendo comprobado que nada de eso se consiguió, yo los veo muy bien, muy correctos.
No hay que olvidar que mi papá decidió él mismo irse de la Cinemateca Nacional, eso es importante. Veinte años le parecieron mucho y luego, al final, 25 parecieron muchísimo. Entonces decidió dejar la Cinemateca e irse. Nadie lo botó. Es él quien nombra a Ildemaro [Torres] como sucesor. Y se desentiende. ¿Para qué? Era lo que todo el mundo se preguntaba. “Se va a dedicar a escribir, va a hacerse gran escritor”, era la apuesta. Pues, tampoco se puso a escribir, sino a convertirse en él.
Ese es un aspecto de mi papá que considero muy pertinente, que me encanta y que, en cierta manera, yo tengo. Es una mezcla de resignación y de la inteligencia que te da ser una persona culta. Es como que me resigno, pero no como una beata, sino como una persona que se dedica a rellenar sus universos personales. Se lo aplaudo mucho, pero no sé si otras personas se lo aplauden. No sé si otras personas se atreven a decirle la gran verdad que es “no hiciste lo que tenías que hacer”, “no llegaste hasta el final”, “no hiciste la última función”, “no hiciste la temporada completa”. Yo lo encuentro muy bien, me parece que como padre nos ha dado una educación fantástica.
—¿Cuál dirías que es el rasgo más importante de él como padre?
—Que ha sido un padre. Es algo increíble. Mi hermana Valentina tiene conflictos porque no quiere tener hijos. No le puedes tocar ese tema. Si lo haces, se pone a gritar y dice que odia a los niños. “Eso es imposible”, le digo. “Una niña como tú, con esa piel, perfectamente casada, no puede andar diciendo esas vainas. Tú lo que estás es aterrorizada porque tienes que cumplir con ese rol de reproducción. ¿Tú crees que Rodolfo y Belén [Lobo (agosto de 1932 – noviembre de 2014)] planificaron sus hijos para cuando tuvieran tal o cual cantidad de dinero? Claro que no. Una vez que aparecimos, ellos fueron consiguiendo cosas y todo para que tuviéramos una educación y fuéramos lo que somos hoy día”. Mi papá ha disfrutado enormemente su papel de padre. Ha sido un padre… no ejemplar, porque no ha sido ejemplar, pero ha sido un papá fantástico. Un hombre que era, además, apasionantemente atractivo, bello, con unos ojos preciosos, con una mirada increíble y, además, divertido. Estoy pasando por una etapa en que tengo muy claro, digamos, los años que van de los 5 a los 14. Los tengo muy presentes. ¿No te ha pasado?, que tienes una parte de tu vida visualmente permanente, de la que todos los días ves un trozo. Me imagino que cuando uno cumple los 40 o los 50 empieza a ver otros trozos.
—¿Con frecuencia revisitas tu vida, de los 5 a los 14?
—Por no decirte de los 8, porque me acuerdo de cosas que no te voy a decir. Entonces, tengo claro ese lapso y en él veo un padre sensacional.
—…que aparece en esos recuerdos.
—Sí, que siempre está. Dicen que la homosexualidad la provoca la ausencia de uno de los padres… Para nada, en mi caso no fue así. Mi papá siempre estuvo presente y, primero que nada, con un humor permanente. Imagínate que en una época en que las compañías de danza tenían problemas, Belén no ganaba lo suficiente. Tuvo que bailar en ‘De fiesta con Venevisión’ y ‘El show de Renny’. Eso para mí es legendario y maravilloso, pero para Belén era cruel: significaba que estaba haciendo algo solo por dinero. Entonces, Rodolfo la esperaba como si fuera Nureyev en El Corsario. Ella entraba a la casa y, desde la puerta, se deslizaba hasta el suelo; y él la levantaba y la volvía a bajar. Yo veía eso de niño, era fantástico: esa capacidad de Rodolfo de estar teatralizando siempre, de dividir la vida en teatricos. Luego hacían esa cosa loca, de la que dicen que Miguel Otero se copió. Con Adriano [González León], Manuel [Caballero], Mary [Ferrero], Miyó [Vestrini]… se ponían a hacer Don Juan. Eso lo vi un día en la casa de los Caravallo. Como Gilberto era abogado y Evarina ingeniera, eran gente rica que tenía una casa con jardín. Nosotros vivíamos en un apartamento alquilado, antes de mudarnos a la quinta Nancy. Esa casa también era pequeña, pero tenía un patio interior donde tomaban sol, desnudos ¿No te lo han dicho?
—¿Por qué contarían eso?
—Eso es increíble. En esa casa nació Valentina. Ya no cabíamos, pero afortunadamente, la economía de la familia mejoró. A medida que nos acercábamos al 80 todo mejoraba, hasta que llegó el 83… Entre el 78 y el 80 vivimos muy bien: nos volvimos clase media alta. En esa casa también se hacían las representaciones del Don Juan, por cierto, y mi papá hacía del comendador. Rodolfo tenía una gran fascinación por la escena y en algún momento quiso ser hombre de teatro, pero no se decidió. Al final esa inclinación la satisfizo un poco haciendo [su programa televisivo de crítica e historia de cine] ‘La cinemateca del aire’. Mi papá era todo un show y se divertía muchísimo, eso sí que ha sido una educación formidable. Hacía un ejercicio increíble. Me iba a recoger al colegio Monte Carmelo y en los semáforos me decía: “Mira a la gente. Esa señora que está cruzando, ¿en qué crees que trabaja? ¿De dónde crees que viene? ¿Por qué está vestida así? ¿Es miope? ¿Estará casada?”. Es probable que estuviera muy enloquecido conmigo, pero aún así, de cualquier manera, ha sido un padre extraordinario.
—¿Por qué dices que es probable que estuviera enloquecido contigo?
—No sé, seguramente por azar o porque yo le respondía mucho a esos juegos que él hacía…
—¿Tú crees que él se veía mucho en ti?
—Creo que muchas de mis ineficiencias y de mis loqueras son producto de esa obsesión de que “este niño es el talento, este niño es excepcional.”. Yo tuve algo muy bueno: traje suerte. Yo nací y mi papá se ganó el Pocaterra [premio de narrativa de la Bienal de Literatura “José Rafael Pocaterra”, 1968], luego le asignaron la dirección de la Cinemateca… Siempre hubo, pues, esa idea de que “este niño es prodigioso, este niño es benéfico”. Mis padres estaban todo el tiempo exponiendo a sus hijos, esas cosas que hacen los padres, a que reciten o bailen frente a los demás. Por ejemplo, estaba ese show famoso, que era un diálogo: “-¿De quién eres hijo?” –De Iván El Terrible. –¿Cómo te llamas? –Boris Udonov”. De manera que yo jugaba al show en casa de Adriano. Mi papá desde joven se hizo un mundo estupendo. Hicieron ‘El techo de la ballena’, luego crean ‘Sardio’. Tenían conciencia del esfuerzo histórico que estaban haciendo. Me imagino que eso es lo que hace un intelectual, saber que esa sucesión de iniciativas forma un tiempo. Eso lo intuí rapidísimo, supe que estos amigos de mi casa iban a hacer de mí una persona importante, que iban a hacer mi pertenencia, mi arraigo, mi escuela. Fue maravilloso saber que, si a mí me gustaba ese mundo, se me otorgaba todo, se me daba.
—¿A qué te refieres?
—Que el acceso a estas personas siempre fue expedito. A pesar de que algunos tenían problemas no muy ejemplarizantes para un niño…
—Por ejemplo…
—Había alcohol, muchísimo. Era evidente. Y, bueno… más cosas, seguro que había más drogas y todo. Yo no lo veía porque era niño, pero todo eso estaba allí.
—¿Alguna de esas personas te indujo al consumo de algo de eso?
—Nunca, jamás. Ni al alcohol ni a ninguna otra cosa. En ese grupo estaban también Isaac [Chocrón], Elías [Pérez Borjas], François, Román [Chalbaud], el negro Ledezma (bailarín y coreógrafo de danza contemporánea fundador del Taller de Danza de Caracas y de Piso Rojo) que eran homosexuales. Y ninguno se propuso ser mi maestro ni nada parecido.
—¿Cuál François?
-—François Moanack, importante diplomático de la democracia, que acaba de morir. Un hombre fantástico. Estos eran los amigos de mi mamá, pero también mi papá era muy amigo de ellos. Algo modernísimo de mi papá. ¿Conoces esa nueva teoría del hombre metrosexual? El metrosexual es ese varón heterosexual que no tiene miedo de su lado femenino. Mi papá se casó con una bailarina y se fue a vivir a la casa de ella, que tenía un hijo. Él asumió el universo gay asociado a la danza con total normalidad…
—¿Te has peleado con Rodolfo?
—Dos veces. Porque me puse a defender a Violeta Chamorro, cuando era la candidata opositora a la opción sandinista. A mi papá le dio un ataque de furia, porque yo dije que esos sandinistas eran un desastre y agregué: “Papá, siempre es mejor el dueño del periódico que esos que trabajan en el periódico”. Fue una cosa horrible, pasamos como tres días sin hablarnos.
—¿De verdad piensas que siempre es mejor el dueño del periódico que los empleados?
—Yo creo en el poder. Prefiero el poder que la aspiración al poder: es una ley de vida. Defiendo al millonario antes que al obrero, porque el millonario siempre te avisa: “te voy a traicionar, te voy a joder”…
—Anuncia, pues, su perversión…
—Y tú lo sabes, estás advertido. Mientras que el obrero o el pobre te puede hacer más daño, porque también te va a joder, pero cuando menos lo esperas. Esa lucha, esa discusión con mi papá fue horrible, no tienes idea. Después hubo otra pelea muy fuerte. A mí me echaron del [liceo Fernando de] Peñalver porque el profesor de Educación Física no soportó que yo odiara su clase. Era una mala persona: obligaba a la gente a recoger cosas del piso; tiraba una botella y te obligaba a recogerla, vainas así. Yo lo desafiaba: iba con un kimono, me ponía flores en el pelo, flotaba, llegaba con música mía… El hombre hizo que me echaran y mi papá no me defendió. No todo lo que podía haberme defendido. Yo me molesté muchísimo, esperaba que él me defendiera. Claro que la situación era muy violenta, que estar encerrados allí, en el Fernando Peñalver, en Chacao, con esa señora, América Durand, que le decía una vez más que su hijo era gay… quizás era demasiado. Esa fue una pelea muy fuerte.
—¿Qué le reprochabas?
—No, yo no se lo reproché. No le dije nada, pero él tampoco me dijo nada. Hubo una larga semana de no dirigirnos la palabra. Una semana muy dolorosa, éramos dos personas que llevaban toda la vida dirigiéndose la palabra. Cuando finalmente hablamos, me dijo: “No puede ser que a ti te echen de los sitios. No puede ser que tú no hagas los estudios; es una cosa por la que tienes que pasar, qué vamos a hacer”. Yo no aceptaba eso. Le dije: “Pues, muérete que no lo voy a hacer. Te consta que soy más inteligente que esa gente”. Mi papá dijo: “Así no son las cosas…”. Era verdad, desde luego. La vida te enseña que no puedes andar demostrando que eres más inteligente, porque de un plumazo te echan para abajo. Pero en aquel momento me dolió que él no hubiera tenido la gran escena de decir: “Mi hijo es muchísimo más inteligente que ustedes”. Como ya era muy líder, lo hice yo. Me despaché una despedida donde ponía: “Ustedes se quedan, los mediocres son ustedes, yo no”. Y él me apoyó. Poco después empecé a escribir en El Nacional y, cuando ya tenía una columna en Feriado, Luis Alberto [Crespo, director de esta revista], en una de las entregas metió esa frase de “yo soy gay y qué”. Me quejé. Y no porque fuera falsa, sino porque yo no la había escrito. Mi papá se presentó en el periódico y exigió hablar con Luis Alberto y con el director, Ramón J. Velásquez. El episodio quebró para siempre mi relación con Luis Alberto y también mi normalidad dentro del periódico. Fue como un jamaqueo tremendo. Pero a mí me gustó que él lo hiciera. Yo tenía 16 años. Al final, decidieron enviarme a estudiar afuera, la única manera en la que pude terminar el bachillerato. Me fui a los Estados Unidos y tuve una educación estupenda.
—El trasfondo del problema del Fernando Peñalver, ¿era que le iban a decir a tu padre que eras gay?
—Ya en el Monte Carmelo se lo habían dicho, pero en el liceo se lo plantearon como problema serio, como traba, como error y como angustia, cuando en casa nada de eso era traumático.
—¿Cómo ha vivido Rodolfo tu homosexualidad?
—Como un observador. Era como algo más del pequeño fenómeno. “Este niño nos encanta y nos fascina, y también es esto”. Venía junto. En el Monte Carmelo ya les habían dicho que había un problema conmigo. Ellos pensaron que era la disfunción motriz, soy disléxico. Pero cuando fueron a la reunión en el colegio les dijeron que los niños me molestaban por mi amaneramiento. Era muy evidente. Para los demás, no para mí. Mis padres aceptaron ir al psicólogo, que me puso los electrodos esos. A la segunda vez, yo estaba encantado, me parecían muy lindos los colores de los perolitos. Mi papá dijo: “No, esto no más. Este carajito se está burlando de todo”. Mi papá empezó entonces a ser una especie de apoyo y hasta incentivo. Hoy día lo puedo decir. No voy a decir lo mismo de Belén Lobo. Ella fue más drástica, curiosamente. Pedía más explicaciones, quería pensar, quería ser más problema… Rodolfo, en cambio, no lo vio nunca como un problema. Al contrario, era como si me dijera: “aproxímate, aproxímate…”. Eso lo veía también en esa práctica de exhibirme de niño. Yo iba a todo, hay fotos en las que aparezco de diez años disfrazado totalmente de años 70. Era la moda del momento, pero yo estaba disfrazado porque era un niño. Además, actuaba como si tuviera diez años más. Yo creo que él me aceleraba. No lo sé, porque no he hablado de esto con él. Después de lo que pasó en ‘Feriado’, cuando me enamoré de Fernando y me le declaré, decidí decirles a mis padres que yo era homosexual. Estábamos en el salón y les anuncié que quería decirles algo algo muy importante. Luego, hice una pausa y todo, y declaré: “Soy homosexual”. Mi papá dijo: “Bueno, pero siempre lo hemos sabido”. Yo pensé: “Pero, ¿cómo es capaz papá de decirme esto? ¿Cómo no sigue el show? ¿Cómo no le da una crisis, una vaina?”.
—¿Y Belén?
—Belén dijo: “Bueno, a lo mejor es pasajero”… y se acabó. Eso fue todo.
—En una de tus novelas has recordado un momento con tu padre. Corría 1975, el año de la muerte de Pasolini…
—Yo tenía diez años. Había leído la noticia de la muerte de Pasolini. Y toda la noticia era: “es homosexual”, “es un crimen homosexual”, “ha muerto por razones homosexuales” (una cosa increíble, nadie muere por razones homosexuales), “ha muerto asesinado por homosexuales”, “vinculado a la homosexualidad”. Era impresionante la cantidad de veces que se decía “homosexual” en la noticia. Le pregunté a mi papá: “¿Qué es un homosexual?”. Y él me dijo: “Es algo por lo que todos hemos pasado. Pero no te vayas a creer que lo mataron por eso, lo mataron por razones políticas”. Mi papá era espléndido, fue perfecto que él uniera una cosa con la otra. Mucha gente se hace esta pregunta: “A lo mejor Rodolfo tuvo al hijo gay porque quizá él sea gay…”. Marta Canelón me dijo un día: “Tu padre es homosexual, a mí me lo han dicho”. Me lo espetó como si fuera una tara, un horror… En fin, yo no lo creo. He conversado de eso con mi hermana Valentina. Pienso que si alguna vez lo fue, que si alguna vez estuvo enamorado de Gonzalo Castellano, ese gran amigo suyo y gran figura detrás de mi papá, pues a mí me parece fantástico. Hubieran hecho una pareja extraordinaria, si es que eso fue así. No lo creo, pero a la vez me parecería lógico y razonable que en ‘El techo de la ballena’ y en ‘Sardio’ hubiera habido encuentros o experimentaciones de ese tipo.
—¿Le transmitiste a Rodolfo lo que te dijo tu amiga?
—No. Me pareció muy desagradable.
—Volvamos a tus diez años. Esa es la edad que tenías cuando pasa lo del automóvil. Un tipo pasa en un carro, se detiene, baja el vidrio, te muestra el pene y tú, en vez de correr…
—Me subo al carro. Cuando bajó el vidrio, me dijo: “¿Sabes lo que tengo en la mano?”. Yo le respondí que sí y él me preguntó: “¿Quieres probarlo?”. Entonces, me subí al carro…
—¿Y sabes quién era el tipo?
— Era un vecino, porque lo volví a ver caminando por allí, con sus hijos, por la calle, pero no podría decir quién es hoy día.
—¿Lo contaste a tus padres en su momento?
—No, al salir el libro le dije a mi papá: “Espero que no te sientas responsable de nada de lo que cuento que me haya pasado de niño porque, tal como afirmo en él, el responsable siempre soy yo”. Y él me dijo: “Justo, me parece perfecto, porque así mismo lo he visto yo”. Siempre que sostienes ese tipo de conversación es como si estuvieras agigantando la sensación de culpa que esconde todo lo sexual. Una de las grandes cosas de mi casa es que nunca hubo esa culpa. Al contrario.
Hay algo de Rodolfo que es muy interesante, su relación con la belleza, con la belleza de él mismo. Rodolfo se ha sabido bello. No como yo, que no me sé bello. Él tenía unas camisas transparentes de hilo hindú que estaban de moda y las acompañaba con unos pantalones blancos increíbles y unas sandalias también blancas. Formidable. Mi papá fue ciclista de niño, era una persona con físico. No como yo, que soy gordito. Belén también era bella. Eran bellos, de musculatura bonita, de tocarse y de sentirse. Eran muy sexuales, se sentía que hacían el amor.
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