Vista de los jardines de Barutaima, ca. 1970: Alfredo Boulton © Alberto Vollmer Foundation Inc

Caracas, Humboldt, Barutaima: utopía del paisaje y teoría del lugar (I)

Fecha de publicación: agosto 31, 2020

Este ensayo, escrito en 1997, fue originalmente el texto de una conferencia dictada ese mismo año en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (Francia) en Coloquio de homenaje al legado intelectual de Louis Marin, bajo cuya dirección el autor realizó sus estudios doctorales entre 1986 y 1992. Fue publicado originalmente en francés, en: A force de signes. Travailler avec Louis Marin (Ed. Alain Cantillon, Pierre-Antoine Fabre y Bertrand Rougé, Paris: Editions EHESS, 2018). Desde el Archivo Fotografía Urbana compartimos la primera de tres entregas de este ensayo.

a Louis Marin, in memoriam

I. La vista desde la cima y la totalidad del paisaje

«La totalidad de lo visible produce lo fuera-de-lugar», escribe Pierre Fedida (1) al seguir el rastro de un sitio sólo pensable, platónico, en el que vendrían a alojarse todas las figuras de lugar y que, en consecuencia, carecería él mismo de lugar, como un espejo de agua neutro cuyo reflejo fuera la figura irreconocible del mundo y del paisaje que en él se refleje.

«…Claro espejo sin una arruga para confundir los reflejos…espejo puro incambiado y en reposo…gran ojo del espectador, del sabio… figura de una mirada devuelta, expedida a su ojo, luego de todos los recorridos y de todas las lecturas de lugares…mirada ahora serena porque apropiada a sí misma…”, como escribía Louis Marin de aquel lago indiferente, de aquella ausente laguna que hendía con su calma el drama de Píramo y Tisbe en un célebre cuadro de Poussin (2).

El ojo del sabio sería en mi mirada excéntrica de aquella lectura de Marin y de aquel cuadro de Poussin el ojo teórico de un historiador del arte, fotógrafo y arquitecto de sus propios jardines desde los cuales, durante medio siglo, dominó con su mirada aguda y a veces autoritaria, platónica y romántica, el arte y el paisaje, y sobre todo el arte del paisaje de la Venezuela de este siglo: Don Alfredo Boulton (3). Desde su casa, construida por él en los confines de la ciudad, se posee la vista capital del valle de Caracas y de la alta cima del Ávila que lo domina.

Vista de la montaña del Ávila desde Los guayabitos, 1948: Alfredo Boulton © Alberto Vollmer Foundation Inc

Como si el historiador teórico del paisaje, a más de primer fotógrafo moderno y heráldico de la territorialidad venezolana hubiese buscado un sitio casi matricial para la visión del paisaje de la ciudad, una perspectiva que coincidiese en todo punto con la vista arquetípica, con el esquema paisajístico que sus amigos pintores de principios del siglo convirtieron en troquel y modelo del género moderno del paisaje en Venezuela.

Así coinciden, pues, plenamente, la visión canónica del paisaje de Caracas y la vista de la ciudad desde la casa del historiador teórico de ese mismo paisaje, casa o mansión anacorética, «villa» relegada en las afueras, en busca de un «afuera del lugar» desde el cual mirar, autárquicamente, todos los lugares del paisaje y al borde de cuyos jardines, alineados simbólicamente en un esquema que sólo puede pensarse como utopía del paisaje yace un espejo de agua neutro, aquel ojo «sabio» e imposible del paisaje.

¿Qué decir de esta montaña –el Ávila– ícono inevitable en la presencia y en la representación del paisaje caraqueño? ¿Cómo pensar, en el marco de una historia teórica del paisaje de la ciudad equinoccial, la cima de su altura como sitio ideal de la visión y, acaso, como sitio engendrador, generativo y originario del paisaje? ¿Cómo articular las vistas de altura que se le asemejan, que se equivalen a ella en una mirada inversa –ella al norte, estas al sur– y las visiones imposibles, soñadas por la representación en tantos relatos y luego recreadas por la tecnología: vistas aéreas, satelitales, cenitales, celestes?

Desde Petrarca, al menos, una arquelología de la ‘escritura del ascenso’ se acompaña de un abrupto ensimismamiento del lenguaje, de un enmudecimiento, de un silencio del paisaje y de su representación (4). El paisaje buscaría, para alcanzar el sitio de su absoluta autorreflexividad, aquel lugar fuera del lugar, aquella alta utopía de localidad en la que viéndose como totalidad se soñaría también como neutralidad, en una indiferente y teológica mirada. Placer no de mirar una visión desde la cima sino la suma entera de todas las visiones que se puede poseer en la experiencia serpenteante de los valles, según Carl Gustav Carus, autor de las Cartas y anotaciones sobre la pintura de paisajes (1831), elogiadas por Goethe y leídas por Karl Caspar Friedrich:

«Sube a la cumbre de la montaña, mira las largas hileras de las colinas, contempla el discurrir de los ríos
y toda la magnificencia que se abre a tu mirada, ¿y qué sentimiento se apodera de ti? Es un tranquilo recogimiento, te pierdes a ti mismo en espacios ilimitados y todo tu ser se aclara y se purifica apaciblemente, tu yo se esfuma, tú no eres nada, Dios es todo» (5).

Esta mirada desde la altura, en la cual la «totalidad de lo visible» se haría lugar más allá del lugar, lugar cenital desde el cual es posible el paisaje-todo resulta, por lo tanto, con ser una utopía del paisaje, también su lugar originario, si allí puede la mirada convertirse en su propia potencia (de mirada), al contemplar un territorio que la extenúa : «es –dice Marin– la extenuación de la mirada lo que hace de un país, paisaje» (6).

Un azar, una coincidencia que escaparía a toda forma de intención articularía la montaña del Ávila, que «capitaliza» desde siempre el paisaje de Caracas, con las reflexiones teóricas de Carus, y por lo tanto también a este ícono problemático de una ciudad que se representa allí donde deja de serlo, a este paradójico ícono (meta)urbano, isla de naturaleza tropical que emblematiza desde hace siglos a la urbe equinoccial de Santiago de Caracas, con una teoría general del paisaje romántico. En efecto, la aporía del paisaje contra la cual se estrella el pensamiento de Carus reside en ser el paisaje, según el autor romántico, un género perfecto en sus inicios: un género ideal desde su infancia, y en haber sido por lo tanto los primeros paisajistas, autores de una inocente mirada sobre un paisaje inocente, los mejores paisajistas. No hay, pues, historia del paisaje para Carus que no sea una historia de su decadencia, ni hay «escuela» paisajística que no sea «secuela», con lo cual el arte del paisaje aparece en las cartas del teórico alemán exento de perfectibilidad porque, precisamente, ya en su primer día era perfecto (7).

La quinta carta de Carus se cierra, pues, sobre «la cuestión de si, enturbiada ya la mirada (…) aún queda no obstante alguna esperanza de verdadera salvación para los que hayan de venir en el futuro, y de dónde haya que buscarla» (8). Todo lo cual explica que, gracias a un recurso de ficción textual, la escritura de Carus se interrumpa (o simule su interrupción por años) entre la quinta y la sexta misiva.

Solo posible, a imagen de la infancia, como pérdida, el paisaje aparece entonces carente, a la vez, de porvenir y de teoría. Salvo que, y esta será la «costura» romántica que Carus propone para resolver la aporía, un conocimiento perfecto del paisaje pueda suplir la perfecta inocencia de su mirada perdida: un conocimiento científico de la naturaleza que vendría a ofrecer un nuevo porvenir para el arte del paisaje entendido, así, «como cima de la ciencia» (9). Lo que se esboza entonces en la sexta carta de Carus es la posibilidad de un paisaje ideal que, paralelo a la remotísima representación de los paisajistas primigenios, tendría lugar sin embargo en el porvenir remoto de la ciencia paisajística y de un perfecto paisaje científico.

La solución de Carus, en todo romántica, residirá en la posibilidad de fundar (y con ello fundir) el arte del paisaje con el conocimiento de la naturaleza. De este proyecto, según el cual al inocente «paisaje clásico perfecto» se sustituiría la utopía de una «pintura geobiográfica» y de un «paisaje geognóstico», Goethe habrá sido el modelo poético y Alejandro de Humboldt el modelo teórico. Justamente Humboldt, cuya «Fisionomía de las plantas» (1808) servirá de paradigma a Carus para su «Fisionomía de las montañas» (10), y cuyas capitales observaciones sobre la naturaleza equinoccial fueron realizadas en anotaciones directas sobre los montes americanos y, entre ellos el primero al cual Humboldt asciende en su periplo americano, la cima del Ávila que domina la ciudad de Caracas.

 

Las imágenes de Alfredo Boulton se reproducen como cortesía de la Fundación Alberto Vollmer bajo cuya custodia se encuentran las colecciones fotográficas de Alfredo Boulton y las imágenes de Tomás Sanabria como cortesía de la Fundación Compromiso Urbano, propietaria del Archivo Tomás José Sanabria, al cuidado de la Fundación Vollmer, Caracas. El autor agradece especialmente a Sofía Vollmer de Maduro y Lolita Sanabria.

 

Notas:

(1) Pierre Fedida: «Théorie des lieux. Nouvelles contributions», in Le site de l’étranger. La situation psychanalytique, Presses Universitaires de France: Paris, 1995, p 295

(2) Louis Marin: «La description du tableau et le sublime en peinture. A propos d’un paysage de
Poussin et de son sujet», in Sublime Poussin, Seuil: Paris, 1995, p 104

(3) Sobre Alfredo Boulton, vdr: Homenaje a Alfredo Boulton. Una visión integral del arte venezolano, Museo de Arte Contemporáneo de Caracas: Caracas, 1987

(4) Petrarque: Lascension du Mont Ventoux, Séquences: Rezé, 1990, pp. 40-42

(5) Carl Gustav Carus: Cartas y anotaciones sobre la pintura de paisaje. Diez cartas sobre la pintura
de paisaje con doce suplementos y una carta de Goethe a modo de introducción, Visor: Madrid,
1992, p. 71. (Briefe und aufsatze uber landshafts-malerei, 1831)

(6) Louis Marin: «Les plaisirs du désert-en-peinture», in Philippe de Champaigne ou la présence cachée, Hazan: Paris, 1995, p. 34

(7) Carl Gustav Carus, Op. cit., V, pp. 101-117

(8) Carl Gustav Carus, Op. cit., V. p. 117

(9) Carl Gustav Carus, Op. cit., VI, p. 119

(10) Carl Gustav CArus, Op. cit., Introducción a la edición española por Javier Arnaldo, pp. 39 et 46

 

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