Compartimos desde el Archivo Fotografía Urbana la tercera y última entrega de este ensayo. Escrito en 1997, fue originalmente el texto de una conferencia dictada ese mismo año en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (Francia) en Coloquio de homenaje al legado intelectual de Louis Marin, bajo cuya dirección el autor realizó sus estudios doctorales entre 1986 y 1992. Fue publicado originalmente en francés, en: A force de signes. Travailler avec Louis Marin (Ed. Alain Cantillon, Pierre-Antoine Fabre y Bertrand Rougé, Paris: Editions EHESS, 2018).
a Louis Marin, in memoriam
III. La villa y el coloso Barutaima
Opuesta a la totalidad «panóptica» cuyo simulacro el edificio Humboldt intenta producir, la mirada sobre el paisaje que se tiene desde la casa-jardin del historiador Alfredo Boulton tendría que ver con una forma de totalidad «emblemática». Si la matriz de aquella, regulada desde la posibilidad de una altura aeronáutica es una mirada in-humana o sobrenatural, acaso teólogica; la matriz de esta, regulada desde la producción pictórica y paisajística del arte venezolano de la primera mitad del siglo es una mirada artificial, artística, iconográfica, estética.
En todo similar a la mirada pictórica sobre el paisaje –y a la mirada «pictoricista» de la fotografía de paisajes que el mismo Alfredo Boulton inaugura en la tradición venezolana– la visión sobre el valle que se tiene desde su casa de habitación es como la confirmación empírica de un modelo simbólico, es decir una imagen canónica para la representación del paisaje. Todo sucede como si el historiador teórico, autor de los textos que asientan la pintura de la Escuela de Caracas como orígen de la pintura moderna en Venezuela, hubiese escogido para construir su casa un sitio desde el cual se confirmase, permanentemente, la referencia empírica de un emblema pictórico y de un “canon” representativo en una visión total, totalmente semejante a las visiones que la pintura de paisaje de la Escuela de Caracas produjo durante la primera mitad del siglo XX.
El paisaje estaría, pues, entre ambos extremos que lo miran –y que lo miran con miradas ajenas a la naturaleza, con miradas troqueladas desde la utopía sobrenatural o desde la topología artificial de la representación–: entre ambos «fuera-de-lugares» estaría, pues, el lugar (natural) del paisaje. Entre ambos paisajes de arquitectura –en todo opuestos– edificados en el límite y como límite del paisaje, entre ambos márgenes extremos y entre ambos confines estaría una arquitectura del paisaje (como utopía). Entre ambos miradores, troquelados desde fuera de la naturaleza, desde más allá de la mirada natural, es decir desde su extenuación, estaría (intervalaria y acaso lacunaria) la naturaleza del paisaje.
De ambos edificios –el rascacielos moderno y la casa vernácula, el hotel y el domicilio, el «falansterio turístico»; de la era democrática y la villa patricia– cabría notar la potencia semántica de los nombres : Humboldt se llama el hotel moderno, con lo cual el edificio se instala en el espacio nominal de una arqueología del paisaje desde la mirada científica, ilustrada y romántica del ojo europeo, del ojo del descubrimiento; Barutaima se llama la casa del sabio, que se apropia así la leyenda protohistórica, a través del nombre del cacique, del jefe indio que resiste en la defensa de sus dominios a la conquista española, con lo cual el domicilio del historiador se instala en el espacio nominal de una arqueología del lugar desde el nombre mítico, fundacional, de la figura absolutamente vernácula y tutelar de los predios de Baruta en cuyas más altas colinas se erige la casa Boulton –villa Barutaima– frente a la totalidad del valle de Caracas. (1)
Ambos edificios constituyen desde sus extremos espaciales el doble anclaje de un eje de visión, de una línea simbólica que el historiador Boulton, transvestido en arquitecto de su casa y de sus jardines, construye como vector ideal sobre la enormidad horizontal del valle, desde una visión utópica y cosmológica del paisaje de Caracas (y a través de él, como si tratase de un velo, de un proyecto y de una ilusión de nación). Y para ello, ante nada, el historiador patricio, el teórico «millonario», el «amateur éclairé» que es Boulton decide buscar, en los confines de la ciudad y del valle un terreno desde el cual mirar de lejos, desde una «barraca» de retiro, como un anacoreta, el paisaje del mundo que ha dejado y el mundo del paisaje que, como historiador y teórico, ha contribuido a construir simbólicamente.
Barutaima, la casa Boulton, es pues en rigor el otro lugar de anacorésis desde el cual el paisaje se constituye. Pero Barutaima no es, como el edificio Humboldt, una construcción moderna. Barutaima es, tipológicamente, una casa «vernácula», una casa «típica» en la que se combinan discretamente los elementos de estilo que permiten reconocer, a distancia, el recuerdo de cierta arquitectura «colonial» y los rasgos más o menos «neutros», «ordinarios» de una construcción «media», «medianamente» moderna. Barutaima anticipa, de diez o quince años, la diseminación en los espacios urbanizados de la ciudad burguesa de una tipología ordinaria, cuyos elementos estilísticos evocan superficialmente un arquetipo vernáculo de habitación, pero cuya simplicidad de estructura y planta instauran el modelo de una casa «media», poco diferenciada y relativamente «neutra». Barutaima, estación alejada de la ciudad, es como el edificio Humboldt, pero también como su anverso tipológico, geógrafico, estructural y simbólico, el «otro» diferimiento de la ciudad hacia la (aún) no-ciudad de sus propios confines, es decir: «su márgen, su borde, sus alrrededores».
Al edificio moderno se opondría entonces la casa vernácula, a la utopía modernista se enfrentaría la tipología ordinaria, al faro y a la torre la casa, al punto de vista de todos (y de nadie) el punto de vista de alguien. Punto de vista de un espectador sabio que, desde su casa, desde cada una de las terrazas de sus jardines, por él concebidos, y desde la intimidad de su habitación «construye» así imaginariamente el paisaje como una sucesión de hitos transformacionales, simbólicos, que intentan resolver en una neutralidad utópica las contradicciones que lo constituyen natural e históricamente.
El mismo eje que uniría en la visión a la casa Barutaima con el edificio Humboldt divide en dos mitades exactas la casa del historiador, el balcón de su habitación, su habitación. Esta línea recta, monumental y virtual, vincula el cuerpo vidente del historiador y teórico con el faro visor, con el «coloso panóptico» que es el edificio Humboldt sobre la cima de la montaña. En el alineamiento exacto de ese eje y a través de las terrazas que descienden por el jardín de la casa una serie de hitos «signan» la especificidad de la mirada que desde allí se produce: un altorrelieve en piedra, centrado con la apertura del balcón, como una proyección del rostro que observa desde la habitación, representa la figura alegórica de una Musa vernácula; esta figura que desde su ojo de piedra mira la eternidad del paisaje operaría simbólicamente una conversión de la visión natural en visión poética, de la simple y natural perspectiva sobre el paisaje en poiesis del paisaje. Indice del poder formalizante de la mirada teórica del historiador del arte, la Musa aparece en la cosmología de los jardines de Barutaima como el emblema de una potencia poética de la mirada, como el operador de generalización del paisaje en teoría.
En ese mismo nivel, un reloj de sol mediría, de la manera más arcaica y natural, con el paso de las sombras, el tiempo de esa conversión. Medición colosal, puesto que medición de un tiempo cuyos extremos utópicos, colosalmente figurados, estarían ambos antes y después del tiempo, en la post-historia del porvenir moderno que el edificio Humboldt prometía como emblema todopoderoso y en la proto-historia del origen arqueológico que la villa Barutaima lleva por nombre y, al fondo de su paisaje ajardinado, como figura tutelar: el mismo Barutaima, torso poderoso y sin rostro que ocupa el límite último de estos jardines, que marca con su presencia el borde de abismo ante el cual se abre, a sus espaldas, el paisaje del valle y de la ciudad.
El torso de Barutaima es, como lo eran el altorrelieve de la Musa y otras piezas simbólicamente significantes en este jardín, obra del escultor Francisco Narváez: encargada por Boulton para ser ubicada en el borde de los jardines de su casa a un artista cuya obra pasa por ser en Venezuela representativa del proceso –y del proyecto– que iría desde lo vernáculo hasta lo moderno, desde la escultura indigenista de principios de siglo hasta la abstracción orgánica de los años cincuenta y sesenta (2). Y en la complicidad entre escultor e historiador, artífice y encomendante, Barutaima procedería de un modelo específico, que el mismo Boulton como fotógrafo habría hecho posar en sus expediciones por el interior de las tierras y de los paisajes venezolanos: un jóven y vigoroso pescador, cuyo cuerpo vernáculo representa, por su tipo, la generalidad –y la generosidad– del mestizaje que configura antropológicamente la nacionalidad venezolana. (3)
Es así que Barutaima viene al día (del paisaje) como una esfigie protohistórica, arcaica y colosal:
«… a través de la efigie, justamente, –según Jacques Derrida– y en el espacio ficticio de la
representación, la erección del ‘kol’ garantiza quizá (…) con respecto a lo colosal el detalle
o la fragmentación, el paso de la talla, que es siempre pequeña o mesurada, a la desmesura
de lo sin talla, a lo inmenso. La dimensión de la efigie, la efigie misma tendría por efecto
ficticio desmesurar. Detallaría, liberaría el exceso de talla. Y la erección sería por lo tanto
en su efigie, diferencia de talla. Luego ‘kol’ garantizaría además, más o menos en la efigie
de un fantasma, el paso entre el ‘colmo’ y la columna, el columen y la columna» (4).
Barutaima, coloso humano, se opondría a través de la desmesura del paisaje de Caracas al edificio Humboldt, columna ideal. Así se articulaban, en la utopía visual de una reconciliación, los límites metafísicos del paisaje, ambos extremos del tiempo, ambos destiempos del tiempo en medio de los cuales sucede la desgarradura de la historia: la columna ideal, utópica, transparente, especular de un puro porvenir moderno y el coloso mestizo, arquetipal, opaco, prototemporal que no solamente viene del confín del paisaje sino también del confín de la historia y del tiempo, del otrora, como si viniera de un lugar más acá y más allá de lo moderno y de lo antiguo, de la neutralidad absoluta de un no- tiempo que hiende el espacio infinito del paisaje.
Esta línea simbólica sería, pues, metáfora de la encarnación de la mirada entre el faro teológico, punto de vista de nadie, y el ojo de alguien, la casa del sabio, pasando por la encarnación «mestiza», arquetípico emblema de la humanidad local, localizador arcaico y, también, promesa: es decir entre dos sitios anacoréticos, entre dos extremos contradictorios, la ciudad lacunaria se explayaría también como gran teatro de espacios. Y en el jardín diferencial, producto de diferimientos y diferencias, escena misma de la diferencia del paisaje, allí donde puede construirse la escenografía monumental del paisaje de la ciudad equinoccial, se explayaría también el terreno neutro, la neutral espacialidad en la que los opuestos se sueñan reconciliados en el espejo de una utopía: «…espejo puro incambiado y en reposo…gran ojo del espectador, del sabio (…) entre ambos un espejo de agua calmo. aquel de Narciso…» (5), de un Narciso (reflejado allí) y trasvestido como Barutaima.
«Entenderíamos lo neutro –escribe Louis Marin– como el término transitorio y pasajero que
permite el paso de un contrario al otro, mediador entre uno y otro porque poseería esa
cualidad de tener con relación al uno y al otro el no estar ni por uno ni por otro (…) Ni uno
ni otro, en espera de ser el uno y el otro, el término neutro es la potencia y no solamente el
paso del uno al otro; zona, aún vacía, en donde el uno y el otro van a reconocer la figura de
su unidad superior (…) Pero sería también el indicio de su “polemicidad” absoluta, la marca
de su mutua destrucción, el campo en el cual se enfrentan Eteocles y Polinices y en donde
mueren simultáneamente. Sería entonces, con un nombre señalador, más que la espera de
un tercer término, el espacio desierto de la contradicción y la prueba de su fuerza…»(6).
¿Y no sería, así, el espejo de agua en Barutaima un operador de neutralidad entre lo uno (la mirada de nadie) y lo otro (la mirada de alguien); entre lo uno (la columna moderna) y lo otro (el coloso mestizo), entre lo uno (el faro teológico, panóptico) y lo otro (la villa vernácula, humanística)? La utopía, la síntesis utópica del paisaje sería entonces una visión posible que el espejo de agua encarna como emblema por su valor narcísico y universal, pero que también, en su neutralidad de aguas indiferentes al drama del paisaje no reflejaría nunca: promesa neutra de una reconciliación hasta siempre diferida.
Las imágenes de Alfredo Boulton se reproducen como cortesía de la Fundación Alberto Vollmer bajo cuya custodia se encuentran las colecciones fotográficas de Alfredo Boulton y las imágenes de Tomás Sanabria como cortesía de la Fundación Compromiso Urbano, propietaria del Archivo Tomás José Sanabria, al cuidado de la Fundación Vollmer, Caracas. El autor agradece especialmente a Sofía Vollmer de Maduro y Lolita Sanabria.
Notas:
(1) «El mito, decíamos, es, ante nada y de golpe, un relato, una palabra cuya repetición es generadora del antagonismo en el cual una sociedad encuentra su fundación así como de la conciliación en la cual descubre su historia, incluso si esta historia es una historia inmóvil que escapa a la acumulación progresiva de los hechos» Cf. Louis Marin: «La scène utopique», in Utopiques: Jeux d’espaces, Minuit, Paris, 1973, p. 88
(2) Sobre Francisco Narváez, Vdr. Alfredo Boulton: Narváez, Ediciones Macanao, Caracas, 1981
(3) Vdr. Alfredo Boulton: La Margarita, Seix Barral Hermanos, Barcelona, 1952 (Reedición: Ediciones Macanao, Caracas, 1981, p. 183).
(4) Cf. Jacques Derrida: «Parergon» in La vérité en peinture, Flammarion, Paris, 1978, p. 138
(5) Cf. Louis Marin: «La description du tableau et le sublime en peinture. A propos d’un paysage de Poussin et de son sujet», in Sublime Poussin, Seuil, Paris, 1995, p 104-105
(6) Cf. Louis Marin: «Du neutre pluriel et de l’utopie», in Utopiques; Jeux d’espaces, Minuit, Paris, 1973, pp. 30-33
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