De izq. a dcha.: Segundo Cazalis, Humberto Rivas Mijares, Oswaldo Pérez Estévez, Carlos Cruz-Diez, el corrector de estilo y José Moradell. Redacción El Nacional, Caracas, 1954 / Autor desconocido

Carlos Cruz-Diez con puro duro

Fecha de publicación: agosto 12, 2019

Hay gente predestinada a la luz. Claro que esta afirmación equivale a sugerir que también hay gente condenada a la oscuridad… Muy dura sentencia. Correremos el riesgo. En el centro de esta imagen, del Archivo Fotografía Urbana, está Carlos Cruz-Diez ‎(Caracas, 17 de agosto de 1923 / París, 27 de julio de 2019, a los 95 años). El fotógrafo, de identidad desconocida, trazó un triángulo en cuyo vértice, remarcado por el codo de la lámpara, está el artista que, según el curador Miguel Miguel García, “posiblemente sea el más grande investigador del color, de los fenómenos cromáticos, que jamás haya existido”.

La gráfica lo capta en plena juventud. Es un hombre excepcionalmente creativo, pero todavía no es el precursor del arte cinético, óptico y retinal, que marcará las artes visuales del siglo XX. Y, sin embargo, el fotógrafo nos lo muestra como el punto en el que convergen, o del que parten, las líneas de la composición. Además, lo capta pegado a la lámpara, casi integrante de ella: una lumbrera. Fuente de luminosidad.

Los otros no tendrían la prominencia de Cruz-Diez ni su celebridad planetaria, pero también tuvieron obra y dieron razones para ser recordados. Aparecen aquí, de izquierda a derecha: Segundo Cazalis, Humberto Rivas Mijares, Oswaldo Pérez Estévez, Carlos Cruz-Diez, el corrector de estilo y José Moradell. La foto fue tomada en la redacción de El Nacional (pegado a la pared derecha, sobre el mesón, hay un ejemplar), en 1954.

Segundo Cazalis

De perfil, con lentes, camisa blanca y brazos muy velludos, en el extremo izquierdo está Segundo Cazalis. Parece estar corrigiendo el texto que acaba de escribir. Para ese momento Cazalis no es conocido con el remoquete de Siquitrilla y, en realidad, no ha desplegado su carrera.

Segundo Cazalis Goenaga nació en La Habana, Cuba, en 1924. Era el segundo hijo de Segundo Cazalis Areitio, famoso pelotari del Jai Alai, considerado el mejor zaguero del mundo, que iba con frecuencia a competir a la capital cubana, donde se casó y nacieron sus hijos. Cuando Cazalis Goenaga tenía dos años, su madre se lo llevó a Bilbao. Once años después, en 1937, el País Vasco cayó en poder de los franquistas y la familia lo trasladó a Francia. A fines de 1938, cuando tenía 14 años, pasó a España por Cataluña y en Barcelona se alistó como voluntario en el ejército republicano. No estaría mucho tiempo allí. A las pocas semanas, ante la ofensiva final de Los Rebeldes, se vio obligado a regresar a Francia, donde fue recluido en un campo de concentración. Lo salvaría su origen cubano. Su padrino de bautismo, un abogado cubano llamado Néstor Mendoza, logró que lo repatriaran a Cuba, en julio de 1939.

En el libro El exilio republicano español en Cuba, de Jorge Domingo Cuadriello, dice que, de vuelta a la Habana, Cazalis terminó sus estudios de bachillerato en el colegio La Salle, ingresó en el Círculo Republicano Español y más tarde se fue a Caracas, donde se hace periodista e ingresa a la redacción del diario El Nacional.

Unos años, no muchos, después de hacerse esta foto, El Nacional lo va a mandar, en 1958, a cubrir los acontecimientos de la lucha contra la dictadura de Batista. Cazalis ascenderá clandestinamente a la Sierra Maestra, donde entrevista a Fidel Castro. Enviará cuatro despachos que van a aparecer entre el 12 y el 15 de noviembre de 1958, con llamada en primera página en El Nacional. El primero, acompañado de una foto de Cazalis junto a Castro, para destacar la hazaña del primer reportero que entrevistó al líder del alzamiento. En estos reportajes Cazalis va a presentar una imagen idealizada de los rebeldes y de la vida guerrillera en la montaña. Al triunfo de la revolución en 1959, decide quedarse en Cuba. Le han ofrecido ser redactor jefe del periódico La Calle, donde en enero de 1960 empieza a escribir una columna llamada Siquitrilla, que será un éxito. El término siquitrillar se hizo popular en aquella época porque era sinónimo de expropiar y perseguir. “Les partimos la siquitrilla”, se decía para aludir a los afectados.

En diciembre del 63, Cazalis cambia de periódico, se va a Revolución, y se lleva su muy leída columna que, sin embargo, no duraría mucho. No en Cuba. En marzo de 1964, se atrevió a hacer un comentario crítico hacia cierta decisión gubernamental y el propio Fidel Castro bramó en su contra. “Encendedor de candelas”, dijo Fidel Castro refiriéndose a Cazalis, “fue quien encendió aquella polémica tan inoportuna como innecesaria sobre cine y sobre arte, a destiempo, cuando nosotros estábamos ocupados de muchos problemas. Y yo quiero que me digan si debemos abandonar todos los planes económicos de la Revolución y la defensa del país (…) para dedicarnos a discutir sobre arte y sobre cine. Realmente a nosotros no nos podrán arrastrar a eso; porque esas cuestiones pueden esperar diez años si se quiere; nadie nos puede obligar ni tiene derecho a obligarnos. (…) Y este señor cree que es lo mismo echar a pelear a críticos de cine que echar a pelear a hombres de la Revolución”.

Castro se refería a un debate en prensa que Cazalis había tenido con un funcionario de la cultura. En Siquitrilla había recomendado películas objeto de censura porque su “contenido se estimaba nocivo para el pueblo”.

“El señor Severino Puente”, escribió Cazalis en alusión al censurador, “se siente, por lo visto, más inteligente que el pueblo, y considera que al pueblo hay que explicarle las cosas como a un retrasado mental». Y remataba acusando la cartelera de cine, así como la programación televisiva de la revolución de “aburridas y de baja calidad en general bastante baja”. Esta se la dejaron pasar, porque la polémica no era con Fidel Castro, pero cuando cuestionó un dictamen de este, le quitaron la columna y lo echaron del periódico. Y si no terminó su historia con la revolución fue porque, gracias a su amistad con Ernesto “Che” Guevara, lo mandaron a París como corresponsal de Prensa Latina, la agencia de noticias cubana. En la capital francesa desertará y regresará a Venezuela. En esa etapa cubana, Segundo Cazalis escribió el guion de un cortometraje de ficción titulado Alfredo va a la playa (Cuba, 1963), así como el libreto de la revista musical ¡Oh, la gente!, con música del norteamericano residente en Cuba Fred Smith, que se estrenó en La Habana ese mismo año, 1963.

En Caracas retomará el periodismo y llegará a ser director de El Mundo. En 1966 publicó en esta ciudad su libro Cuba Ahora, donde afirmada que «la Revolución cubana en su hora presente no es una Revolución de hombres libres». De hecho, el título del primer capítulo era: Cuba: de la Revolución popular a la dictadura personal. Y en 1968 va a dirigir el documental Los hijos de Gernika, producido por Ávila Films, cuyo propietario, José Agustín Catalá, tenía empatía con los exiliados vascos.

Segundo Cazalis Goenega murió en Caracas en octubre de 2000.

Humberto Rivas Mijares

Inclinado sobre las cuartillas, con saco y corbata, está Humberto Rivas Mijares, (Valencia, 21 de diciembre de 1918). Periodista, narrador, traductor y diplomático, mereció una elogiosa mención en Literatura hispanoamericana: Una historia, ensayo de Enrique Anderson Imbert, ‎publicado en 1969. “Es un artista de bien disciplinado estilo, preciso y conciso en sus descripciones de las cosas: Ocho historias, 1944, El mundo, 1949”, dijo Anderson Imbert de este muchacho que en esta foto enmienda sus líneas con un lápiz mongol (todos empuñan uno, por cierto).

Al morir su padre, cuando él era un adolescente, Rivas Mijares se fue con un tío paterno a la hacienda cafetalera de este en Nirgua. “Allí pasaría”, dice en Wikipedia, “entre diversas faenas agrícolas, numerosas experiencias que marcarían sus primeras obras literarias tales como Gleba, Ocho relatos y Hacía el Sur, publicadas entre los años 1942 y 1944. ​[…] En 1949 publica El Murado, su obra maestra. En ella nos encontramos con uno de los primeros cuentos modernos de Venezuela. El país agrario queda atrás y da cabida al hombre interior”.

Representado en numerosas antologías de cuentistas venezolanos y latinoamericanos, Rivas Mijares integró el grupo literario Contrapunto, conformado en 1948 para canalizar una tendencia inconformista e inclinación por la polémica, lo que encontró cauce en su revista, llamada igual, Contrapunto. Al grupo se adscribieron, entre otros, Héctor Mujica, Rafael Pineda, Antonio Márquez Salas, José Ramón Medina, Eddie Morales Crespo, Ernesto Mayz Vallenilla, Oswaldo Trejo, Oscar Guaramato, Sergio Antillano, Alí Lameda y Aquiles Nazoa.

Rivas Mijares se formó en la Escuela de Periodismo de la UCV, donde luego sería catedrático y director. Perteneció a la promoción Leoncio Martínez. Trabajó en El Nacional en la década del 50. En 1961, cuando era representante diplomático de Venezuela en Italia, tradujo Poemas Piaroas, poemario aborigen al italiano.

Falleció en Caracas, el 23 de noviembre de 1981. Tenía 62 años.

Oswaldo Pérez Estévez

Nacido en Caracas, el 17 de abril de 1916, Oswaldo Pérez Estévez, a quien vemos interesado en lo que está haciendo Cruz-Diez, que parece consultarle algo, se inició en el periodismo en el Diario El País, de donde pasó a El Nacional, donde hacía notas como cualquier otro reportero, pero además era cronista taurino.

En 1958, el nuevo gobierno democrático lo nombra cónsul de Venezuela en Cádiz (España) y, un año después cumplió el mismo rol en la ciudad gallega de Vigo. En 1965 regreso a Venezuela para ocupar el cargo de jefe de Prensa de Miraflores, durante la presidencia de Raúl Leoni. Trabajó unos años en el Instituto Nacional de Hipódromos y en el INCE.

De regreso a El Nacional, retoma sus crónicas taurino en su columna Avisos y Pinchazos. Se mantuvo en el oficio hasta avanzada edad o, mejor dicho, hasta que una penosa enfermedad, como decimos los reporteros, lo venció.

Murió en Caracas el 12 de noviembre de 2004, a los 88 años.

 Carlos Cruz-Diez

Según explica el periodista Edgar Cherubini Lecuna, en 1953 Miguel Otero Silva contrató a Cruz-Diez como ilustrador para el Papel Literario. Al poco tiempo, le asignaron la ilustración de una página infantil semanal titulada El Gallito del Alba. Después pasó a diseñar y diagramar otras páginas del diario. “En la redacción entabló una profunda amistad con Miguel Otero Silva, José Moradell, Guillermo Tell Troconis, Segundo Cazalis, Federico Pacheco Soublette, Carlos Dorante, Abelardo Raidi, Omar Pérez, Héctor Mujica, Humberto Rivas Mijares y muchos otros destacados profesionales. Comenzó ilustrando poemas y cuentos, luego su trabajo se extendió al diseño de páginas y titulares manuscritos”.

En su libro de memorias, Vivir en Arte. Recuerdos de los que me acuerdo, (Ediciones Cruz-Diez Foundation, 2014) el artista dedica un capítulo a estos años, cuando trabajaba como diseñador y diagramador de El NacionalLa dictadura de Marcos Pérez Jiménez, se titula.

–Mi permanencia en El Nacional –recuerda Cruz-Diez (Caracas, 17 de agosto de 1923)– coincidió con la dictadura de Pérez Jiménez. Trabajaba desde las 5:30 de la tarde hasta la hora de cerrar la edición. (…) Una de esas tardes, al llegar a la redacción, noté un clima tenso. Pedro Estrada, temible jefe de la Seguridad Nacional, había citado a su despacho a todos los directores de diarios de Caracas. Cuando Miguel salió nos quedamos en vilo. A su regreso, nos contó que les hicieron aguardar en un salón por casi dos horas, hasta que llegó Pedro Estrada. Como en una película, apareció con aspecto de dandy: pelo engominado, traje blanco impoluto y modales elegantes. Con una lentitud exasperante se excusó por la demora y tomó asiento en su escritorio. Pasados unos instantes de espeso silencio que dedicó a observar particularmente a cada uno de los presentes, tomó la palabra con voz suave y plácida:

“—El general Marcos Pérez Jiménez ha establecido un clima democrático y de paz social en el país, aquí no hay bochinche ni violencia, ni robos ni crímenes…, eso no existe en el Nuevo Ideal Nacional. Aquí sólo habrá trabajo, paz y armonía.

“A continuación, se dirigió hacia los presentes para estrechar la mano de cada uno despidiéndose cortésmente, tras lo cual salió por donde había entrado. A partir del día siguiente, hubimos de lidiar con dos ‘censores’ enviados por el gobierno, que se instalaron en el taller del diario, junto a los linotipos”.

“Todas las noches uno de los ‘censores’ venía hasta mi mesa de dibujo a pedirme por favor que le pusiera pelos en la cabeza del general:

“—Usted sabe… es que mi general es coqueto.

El fotógrafo del periódico era ‘el Gordo’ Pérez, alto y voluminoso. Durante las ruedas de prensa, el Gordo lograba apartar y aún aplastar a los demás colegas para situarse en primer plano. Pérez Jiménez, además de pequeño y regordete, era muy presumido y mujeriego. En estas circunstancias, las fotos del Gordo delatando su calvicie no eran bienvenidas. Hasta el año 1955, cuando viajé la primera vez a Europa, estuve poniéndole al dictador pelucas pintadas con gouache. Mis destrezas como peluquero estilista incitaron a la querida periodista Francia Natera a solicitar mis conocimientos de escultor. Me confió que las fotos de Sardá, otro de los famosos fotógrafos del diario, para ilustrar entrevistas y reportajes donde ella aparecía, a veces no eran de su entera satisfacción. Mis retoques de gouache resultaron tan eficaces que cada noche me agradecía contándome acerca de las cartas que le enviaban sus admiradores”.

En abril de 2017, Cruz-Diez convertido ya en referente mundial del arte y de la decencia humana, escribió un Mensaje a los venezolanos y en especial a los jóvenes, donde recordó la época captada en esta imagen.

“Durante el régimen de terror que instauró la dictadura militar de Pérez Jiménez”, dijo Cruz-Diez en la conmovedora misiva, “que me tocó vivir y padecer, era sabido que la gente, en especial los opositores detenidos por la Seguridad Nacional, padecían torturas y en muchos casos desaparecían sin dejar rastros. Yo me fui de Venezuela porque eso era una situación humillante, allí no había lugar para la cultura ni el arte. El objetivo de un militar es destruir o demoler al enemigo. Al contrario, el arte es generoso, un artista sirve para enriquecer el espíritu de sus semejantes. El arte en todas sus manifestaciones, la poesía, la literatura, la música, la danza, el teatro, la pintura, todos esos son nutrientes para el espíritu de un pueblo”.

Falleció en París, el 27 de julio de 2019, a los 95 años.

José Moradell

Con un cigarrillo en la boca, su asesino silencioso y pertinaz, vemos a José Moradell de perfil, debajo de la suichera. Sí, nos hemos saltado al corrector de estilo. Ignoramos su nombre. Nadie parece recordarlo. Da la impresión de estar percutiendo una melodía en la superficie de su mesita con el borrador del lápiz. La foto lo congeló entre dos notas.

José Moradell nació en Cataluña en 1908. Según contó su jefe, Miguel Otero Silva, fue “aprendiz de abogado, de economista, de sacerdote y de comerciante. El final desgarrador de la guerra española lo aventó lejos de España y lo trajo a Venezuela en 1938 con cien dólares en el bolsillo, una lengua muerta y cuatro vivas en la cabeza, decidido a sepultarse en las selvas de Guayana, a construir una choza y a vivir entre los indios. Por fortuna su buen juicio lo obligó a cambiar de idea y se hizo periodista”.

Decidido su destino, llegó a El Nacional en su fundación para desempeñar la jefatura de noticias extranjeras. Luego ascendería a la secretaría de redacción y posteriormente a la jefatura de redacción,

–Me asombra –escribió M.O.S.–su potencial de trabajo que no guarda proporción con un organismo carcomido por la nicotina sino que es reflejo de un indoblegable coraje espiritual, de un agonístico empeño de experimentar el laboreo del periodista como un diario combate.

En una entrevista imaginaria que “le hiciera” Héctor Mujica alrededor de 1967, este dice, de quien consideraba su maestro y uno de los nombres más importantes en el periodismo venezolano: José Moradell, “’don Pepe’, como cariñosamente le hemos llamado todos en esta redacción, es no sólo un gran periodista, un diagramador eficaz y de buen gusto, un diseñador que tiene en el ojo la página antes de que el plomo la convierta en maravillosa superficie impresa, un redactor de estilo noble y sobrio, un titulista impactante y un jefe de redacción como pocos he conocido en el mundo, que aúna a la capacidad y los conocimientos una sindéresis admirable”.

José Moradell murió en Caracas en 1977

 

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