Ariel Jiménez (1958) es crítico de arte, museógrafo, ensayista, curador y autor de numerosos títulos dedicados a artistas y arte latinoamericano. Ha tenido altas responsabilidades en museos y ha dirigido colecciones privadas. Lo que sigue es la primera parte de su libro: memoria de un viaje a Cuba en 1989, a donde viajó en búsqueda del mundo en el que vivieron sus padres
El seminario se perdía en intervenciones huecas. La acostumbrada seguidilla de proyectos utópicos, de sueños sin fundamento, dejaba arrinconadas las pocas experiencias concretas. Yo escuchaba distraído, huyendo de la interminable guirnalda de palabras que se deshacían en lo oscuro. Nada me interesaba en verdad. Había aceptado aquel viaje con el objetivo exclusivo de enfrentarme con el pasado de mis padres, para mí lejano, cuya existencia fue siempre un misterio, un mito infantil de personajes sin cuerpo, sin vísceras ni espalda, a menudo sin piernas, para siempre apresados en la epidermis brillante de las fotografías que guardaba la familia. Cuba, la tierra de los viejos, pasado íntimo sin arraigo en las cosas, sin un aquí tangible, sin espacio ni tiempo.
Ese día, segundo del seminario, decidí averiguar la manera de tomar el primer avión disponible para Guantánamo. El papelito plegado en el que mi madre había escrito las direcciones de su familia —en su letra tambaleante y trabajada de analfabeta— pesaba en mis bolsillos. Allí esperaba, como un organismo vivo, como un animal apresado entre la tela. Eran las mismas coordenadas de treinta años atrás, cuando salió de Cuba por primera vez y para siempre. Desde entonces tuvo muy pocos contactos con ellos y ya no sabía si habían muerto o seguían vivos, mucho menos si habitaban aún el mismo lugar. Sus vidas se borraban para ella como los recuerdos de la infancia, como los sueños.
La posibilidad real de encontrarme con los personajes que habitaban esa familia de fantasmas me importaba tanto como el hecho mismo de ir hasta allá; conocer ese paisaje, ese punto del planeta donde mi historia familiar echaba raíces. Quería llegar hasta el caserío donde mis padres vivieron su infancia, recorrer sus calles, estar frente a la casa que fue suya —si aún existía— y entregarme a la eventual experiencia de detectar en un rostro ajeno la huella biológica de una familia: la comisura de los labios característica de mi madre, la entrada pronunciada en los cabellos de mi padre, el tono de su piel, el color de sus ojos. Un hombre, una mujer, seguramente mayor, que compartiría conmigo un pasado que yo ignoraba pero que, en parte, o en gran medida, explicaría lo que soy. O quizás constatar la realidad de una familia sin existencia concreta, restringida a la memoria de mis padres y a lo poco que pude conocer de ella por algunos relatos aislados, frases y gestos solitarios que poco a poco fueron entretejiéndose en la intimidad de la memoria. Me bastaba, incluso, con ver el paisaje que un día recorrieron ignorando que lo dejaban varado en ese allá de su infancia, como un barco encallado entre corales lejanos.
Debían ser las diez de la mañana y en las zonas de la ciudad que el sol no alcanzaba todavía, el aire conservaba el fresco de las madrugadas. Aproveché la pausa que siguió a la primera conferencia y me acerqué a uno de los cubanos que me asistía. Lo hice para preguntarle cómo llegar a Guantánamo. Mis padres son cubanos, le expliqué, y nunca he conocido al resto de la familia. Sin mayores preguntas, como si no le interesara, aunque amable, me indicó un lugar a pocas cuadras de distancia donde podría adquirir el boleto aéreo. Tan pronto como estuve solo me dirigí a la agencia que me había indicado, decidido a enfrentar, de una vez por todas, el verdadero objetivo de mi viaje.
Poco antes de llegar una fila interminable de hombres y mujeres mal vestidos delató la ubicación de la agencia. Esperaban en la puerta, ordenados al lado de la entrada, en la ligera pendiente de la calle. Algunos conversaban como viejos amigos, o esperaban tranquilos, la mirada distraída, siguiendo por momentos a la mujer que atravesaba la calle, o leían el periódico. Sobre la puerta vieja, de vidrio y metal, había decenas de anuncios escritos a mano; unos minúsculos, otros medianos, en los más diversos papeles y retazos de cartón. En uno de ellos, el de mayor tamaño, situado a la altura de los ojos y en pleno centro de una de las hojas de vidrio, pude leer: “No hay boletos para Guantánamo”.
Creo recordar que a uno de los clientes le recomendaban volver la semana entrante, es decir, cuando yo ya no estaría en La Habana. No tendría tiempo de ir, todo había terminado. Por tierra, en carro o en bus necesitaría doce o catorce horas para llegar al extremo sur este de la isla; otras tantas para regresar. Era imposible. Mi desconcierto debió ser tan evidente que uno de los hombres apostados a la entrada, entre los primeros de la cola, se acercó para decirme:
—Entra, que para ti sí hay boletos.
Me sorprendió lo espontáneo de su comentario y en un primer momento no supe cómo ni qué responderle. Vestía camisa de cuadros en varios tonos de marrón y de un rojo desvaído. Los faldones por fuera del pantalón caqui. Zapatos negros de suela gruesa.
—No, no hay —respondí— con un ligero tono de duda. Quería ir a Guantánamo, pero aquí dice que no hay boletos hasta la semana próxima, y yo me voy el sábado.
—Entra —repitió, con voz pausada—, para los turistas siempre hay boletos. Me dio la espalda y retomó su lugar.
Miré de nuevo la larga cola de personas que esperaba su turno. Por un instante pensé regresar al hotel, olvidarme de Guantánamo y de las haciendas de mis padres, los tíos y tías que imaginaba; los caballos, los cafetales, las palmeras que me habitaban. Pero el hombre que se me había acercado hizo de nuevo un gesto con la cabeza indicándome que entrara. Me acerqué a la puerta buscando la complicidad de su mirada, como pidiéndole permiso, mientras atisbaba la reacción de los que esperaban cerca. No parecía importarles. Finalmente, decidí entrar.
Era un local estrecho y oscuro que ocupaba el ángulo entre dos vías: una que bajaba hacia la costa, otra paralela al mar. La entrada daba hacia la calle que, en una pendiente suave, conducía al Malecón. Del lado derecho, hacia la otra calle, dos ventanas medio obstruidas por letreros y afiches de propaganda turística dejaban entrar algo de luz. Tras una serie de escritorios viejos, no sé si grises o de un azul desvaído por los años, había tres funcionarios: en el primer escritorio de la izquierda, una mujer; tras los otros dos, a la derecha, un par de hombres de pie conversaban con ella. Mi presencia no pareció perturbarlos y, por un tiempo que no sabría precisar, no me atreví a interrumpirlos. Una planta trepadora de un verde oscuro y de hojas cortas, sostenida por un tutor de madera, cubría parte de la columna que dividía el área administrativa del espacio reservado al público. Tres sillas de metal, una para cada escritorio, habían sido dispuestas para los clientes. Hacia el fondo, detrás de los dos hombres, de la planta y la columna, el resto de la oficina se perdía entre las sombras. Más allá parecía haber otra oficina. Me dirigí a la mujer cuyos movimientos y gestos le daban una apariencia más amable. Pregunté si podía viajar a Guantánamo. Hice la pregunta como si no hubiera leído el anuncio en la entrada. Expliqué que había venido a Cuba por pocos días y que deseaba conocer el oriente del país antes de marcharme.
—Siéntese —dijo—. El avión sale mañana a las nueve de la mañana. ¿Cuándo quiere regresar?
Era martes, el seminario concluía el viernes, el regreso a Caracas estaba pautado para el sábado, de manera que no había muchas opciones, en particular si quería asistir al cierre del seminario.
—Si es posible me gustaría regresar el jueves, a finales de la tarde o temprano por la noche.
—Hay un vuelo de regreso para el jueves a las seis de la tarde, ¿le sirve?
—Perfecto.
Preguntó mi nombre y apellido. Tomó un talonario preimpreso y lo completó con los datos necesarios. No recuerdo el costo del boleto, pero sí que su precio me pareció ridículo. Tampoco olvidé el curioso sentimiento de asombro ante el cupón relleno a mano en las líneas que indicaban el nombre del pasajero, el día, el número y la hora del vuelo, como si en mi imaginario nutrido por una historia de cubanos exiliados, los boletos de una compañía aérea socialista tuvieran que ser diferentes. No sabía en realidad qué característica distintiva esperaba encontrar; quizás algún signo como la hoz y el martillo o una propaganda con la cara de Fidel y una de sus frases más conocidas. No sé, lo cierto es que me asombró su insignificancia. En todo caso, fuera de cierta pobreza en el papel y de la anticuada composición tipográfica, no encontré nada que pudiera delatar ese algo extraño que esperaba. Apenas lo tuve en mis manos, los tres funcionarios retomaron su conversación, indiferentes no solo a mí, sino a todas las personas que esperaban afuera. Me sorprendió que nadie entrara después de mí. ¿Qué estarían esperando?
Salí de la agencia cabizbajo, simulando leer el papel impreso para no cruzar la mirada con los que esperaban a la entrada, para eludir sus posibles reproches y mi vergüenza. Me avergonzaba haber comprado pasaje sin hacer la inmensa cola que no parecía moverse nunca. Para los cubanos que esperaban en la calle, era sin duda común que los turistas tuvieran privilegios negados a la mayoría de ellos. Para mí resultaba ofensivo, casi insoportable. Imaginaba sus miradas como decenas de líneas que confluían sobre mí, escudriñando con rabia mis gestos, mis zapatos, mi pantalón, mi camisa; y mi cámara fotográfica. Todavía vibraba en mi memoria la imagen del letrero donde podía leerse: “No hay boletos para Guantánamo”.
Me alejé tan rápido como pude por las calles grises de La Habana, huyendo de los reproches que imaginaba, de la tristeza o la rabia que hubiera sentido yo de haber estado en su lugar. No logro recordar si tomé la guaga o si regresé a pie hasta el Habana Libre donde me hospedaba y donde tenía lugar el seminario de ALADI.
Con el tiempo, los recuerdos se mezclan, se desplazan o se funden entre ellos según las leyes secretas del inconsciente; la ciudad misma, que recorrimos palmo a palmo, se va reduciendo a una serie de imágenes desconectadas, de contrastes significativos: la esquina de un parque donde un grupo de hombres discutía —con agitación caribeña— a la sombra de los árboles, las librerías y tiendas de las áreas turísticas con aquella sorprendente variedad de discos en vinil y libros fantásticos: clásicos de la literatura y la filosofía, grandes compositores y conciertos a precios increíbles, lo que me pareció entonces un acierto evidente de esa voluntad educativa que, decían, caracterizaba a la Revolución cubana. También la entrada oscura y destartalada de los edificios, con una multitud de cables eléctricos que subían de la planta baja hacia los pisos superiores —que me hicieron recordar los árboles de raíces serpentinas entre las ruinas de Angkor— aferrándose a los muros, penetrando por ventanas y puertas con la fluidez de los reptiles. El llamado directo y a la vez sigiloso de las prostitutas en la calle ofreciéndome sexo por dólares. La belleza de aquella plaza en el viejo centro histórico de La Habana, con la perfecta armonía de sus proporciones y los troncos nudosos y grises de sus árboles centenarios.
Tan pronto como regresé al hotel me integré con discreción al seminario. La última ponencia de la mañana había comenzado y una ligera penumbra lo cubría todo. Tras la sesión de preguntas y respuestas fui hasta la mesa donde se servían jugos y café, situada en un pasillo largo a la entrada del gran salón de conferencias. Allí estaba el anfitrión cubano que me había indicado cómo llegar a la agencia de viajes. Hablaba con una pareja de invitados en medio
de pequeños grupos. Por sus acentos podía distinguir la procedencia de los asistentes: los de Argentina y México discutían con brasileños, peruanos y haitianos. Algunos angloparlantes, que supuse de Trinidad o de otras excolonias inglesas del Caribe, conversaban entre ellos. Me acerqué con discreción al grupo del cubano, quería agradecerle la información que me había permitido obtener el boleto. Al verme detuvo la conversación que sostenía y se acercó hasta mí. La pequeña delegación de Venezuela, reducida a mi sola presencia, parecía interesarle de manera particular.
—¿Qué tal? ¿Cómo te fue en la agencia?
—Bien, bien, conseguí mi boleto sin problemas, muchas gracias por tu ayuda. Mañana temprano salgo para Guantánamo.
—Me alegro —dijo—, yo tampoco me perdería una ocasión como esta.
No quise comentarle la desagradable experiencia de la agencia, lo humillante que ese tipo de situaciones resultaba para alguien acostumbrado a sociedades donde el cliente, sea quien sea, tiene derechos y puede reclamarlos. No sabía cómo podría reaccionar, si mi comentario despertaría en él ese sentimiento de solidaridad que surge entre los que se sienten víctimas de un mismo agravio o si, por el contrario, encendería las alarmas defensivas de un sincero revolucionario, de un hombre comprometido con la realidad social y política de su país pese a todas las eventuales deficiencias del sistema. Preferí callar.
—En verdad no creí que pudiera conseguirlo. Me quedo tan poco tiempo en Cuba que lo imaginé imposible. Además, siento un poco de vergüenza por mis faltas en el seminario. No quisiera perderme las conferencias que puedan aportarme la información que necesito.
—Bueno, tú no tienes ninguna intervención, lo importante en tu caso es que hagas los contactos indispensables para montar el proyecto de ustedes en Caracas.
—Es cierto, y eso lo hice ya, al menos en parte. Trataré también de conseguir el texto de las conferencias de mayor interés.
—Yo te ayudo con eso, no te preocupes. Ver a tu familia es tan importante, sino más, que este seminario. Además, entre las cosas que nos interesan de estos encuentros está la red de amistades que pueda construirse, estrechar los lazos entre latinoamericanos. Que nos conozcamos mejor, que intercambiemos ideas, que hagamos proyectos juntos. Eso es lo central.
A pesar de su función oficial y del tono calculado de sus palabras, había sido tan amable, tan calurosa su recepción en La Habana, que no quise irme sin tener un gesto con él. Pensé invitarlo a cenar, aunque enseguida supuse que sería complicado, y que después de un día entero de trabajo lo más seguro es que quisiera estar con su familia o sus amigos, de modo que me decidí a invitarlo para el almuerzo.
—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Tienes algo previsto para el almuerzo?
—No, no, mi trabajo es estar con ustedes y asistirlos en todo lo que necesiten.
—Sí, pero somos un grupo grande y quizás tengas tareas urgentes por resolver.
—No, hombre, no, si quieres almorzamos juntos. Hay un restaurante muy bueno cerca de aquí.
—Yo invito, eso sí, por favor. Subo a la habitación, me baño y nos encontramos aquí en media hora. ¿Te parece?
—Perfecto. Así nos da tiempo de regresar para las conferencias de la tarde.
Nos instalamos en la terraza de un café-bar. Las puertas del establecimiento se abrían hacia las mesas que ocupaban el ángulo formado entre dos calles. A pesar del calor, soplaba una brisa agradable y la ligera vibración de las palmeras parecía materializar las ráfagas de viento. Desde la mesa podía ver al encargado sirviendo las cervezas, despachando los platos, dando órdenes a los mesoneros. Pregunté a mi invitado si aceptaba una cerveza.
—Claro, cómo no, si las pago yo, eso sí, ¿eh? Que ya tú pagas el almuerzo. Espérame aquí, que yo voy a buscarlas.
No entendí bien por qué decidió irse sin esperar al mesonero, y prefirió acercarse al bar para ordenar las cervezas. Lo observé con detenimiento mientras se alejaba. Era un hombre joven, de piel blanca y pelo negro. Los cañones de su barba eran evidentes a pesar de estar bien rasurado, como tantos descendientes de españoles. Debía tener mi edad, con un par de años de diferencia a lo sumo. Vestía blue jeans y camisa azul de manga corta. Siempre me sorprendieron su corrección y formalidad. Nunca un gesto inadecuado y en cambio una respuesta clara para todas mis dudas. Desde mi mesa pude verlo dirigirse al encargado. Intercambió unas palabras con él. Me pareció que discutían. Al poco tiempo regresó sin las cervezas. El encargado del bar lo siguió con la mirada.
—¿Qué pasó?
—Nada, hermano, nada, que se dio cuenta de que estoy contigo y tú sabes que aquí hay control de la moneda. Es lamentable, pero no puedo invitarte. Los turistas tienen que pagar en dólares.
—¿Y entonces cómo voy a hacer con los pesos que cambié?
—No, no, si tienes pesos tú puedes pagar, lo único es que te van a pedir un recibo de cambio. Tienes que demostrar que cambiaste tus dólares en la isla.
No quise agravar su malestar y decidí buscar el recibo que, por simple azar —nunca imaginé que fueran a pedírmelo—, conservaba en mi billetera.
—No te preocupes —dije—, ¡lo importante es que las cervezas estén bien frías! Voy a buscarlas y regreso enseguida.
Ordené las cervezas que el encargado se apresuró a servirme. No intercambiamos ni una palabra más de las indispensables.
—¿Tiene un recibo de cambio?
—Claro, cómo no, aquí lo tiene.
Pagué en pesos cubanos y regresé a la mesa. Almorzamos en medio de la brisa y el sol. Hablamos del seminario y de Cuba, de La Habana y Caracas, de mis estudios en Francia, de mi familia y la suya, jamás de la situación política.
Cuando nos dirigíamos hacia el Habana Libre fingí un leve malestar estomacal: —No es grave; ofrecí una excusa: —Comí muy rápido. Caminaré un poco. Al volver me sentiré mejor. Regresaré antes de que comience el seminario.
Quería estar solo.
—No puedo acompañarte, lo siento, tengo que regresar al hotel a ocuparme de otros asuntos. Te espero en el seminario.
—Okey, nos vemos al rato.
Mientras él se dirigía a la izquierda para regresar al hotel tomé a la derecha, rumbo al Malecón. Pocas cuadras nos separaban del mar y su rumor. A pesar de tener dos días en La Habana no había tenido oportunidad de caminar por la costa, siguiendo el sobrio paseo de cemento que bordea la ciudad por el norte. Al llegar a la orilla, tras atravesar la gran avenida del Malecón, me senté frente al mar, sobre el gran muro gris. La brisa cálida de mediodía palpaba mi rostro con el sigilo de los ciegos ante un objeto que desconocen. La curiosa nostalgia que no me dejaba nunca cargaba al aire de un sabor arcano, como si el mar que le prestaba su aroma le confiara también su memoria de siglos, la secreta multitud de seres y cosas que encontraron en él un destino. Con el olor a sal y a vida marina parecía llegarme el eco de sus voces: la de cientos, miles de hombres y mujeres que, de Europa a las Antillas, de las Antillas a Europa y ahora de las costas de Cuba a las costas de Florida, persiguieron y persiguen sus fantasmas de progreso, libertad y esperanza.
*Cercana lejanía. Ariel Jiménez. Archivo de Fotografía Urbana. España, 2021.
Lea también el post en el Papel Literario de El Nacional.