En la entrega #13 de «Apuntes sobre el fotolibro» presentamos una muestra de Dejaste atrás lo lejano de Christian Belpaire. Este fotolibro estuvo diseñado por John Lange con la colaboración de Pedro Mancilla. La edición fue coordinada por Florinda Pena Miret y Carmen Amelia Gutiérrez. Lo editó en Caracas la Fundación Neumann en 1985. A continuación acompañamos la muestra con un texto de Nelson González Leal.
Christian Belpaire, más allá de lo lejano
Horacio Fernández ha dicho que el germen del fotolibro está en el álbum familiar y el álbum familiar es, por lo general, una compilación de afectos, y de retratos. El álbum es bitácora de la memoria, artilugio empleado para la traslación generacional de los recuerdos, y de los afectos. Un álbum es, por tanto, un afecto en sí mismo. Y si éste es el cimiento del moderno fotolibro, entonces este ingenio creado para dotar a la fotografía de un definitivo sustento ontológico (¿no responde el fotolibro, acaso, a la sustancial indagación sobre la tangibilidad del objeto fotografía en su carácter de documento?) tiene o debe tener como principal característica la de situar al espectador ante una lectura afectiva de la historia que contiene.
Si el fotolibro es un álbum moderno desde su aspecto tecnológico, porque suma la potencia gráfica de la impresión y del diseño artístico (incluidos grafismos y tipografías) y aporta el avance estructural que significa la construcción de un orden narrativo —o como mínimo relacional— de sus predicados fotográficos —el verbo es, lógicamente, fotografiar, y el sujeto la fotografía—, la primaria intención de resguardo afectivo que se mantiene desde la pasión autoral, lo sitúan aún —y por fortuna— en el campo de lo atávico. Este atavismo, que se da propiamente como un fenómeno de herencia discontinua, expresa y explica la condición de latencia —es decir, de presencia no manifiesta— del componente afectivo.
El fotolibro puede presumir de ser un objeto especializado, construido para “lectores extraordinarios”, aquellos que escapan al “analfabetismo del futuro” anunciado por Walter Benjamin en 1931, los que sí saben leer fotografía —incluso por su estructura diacrónica frente a la sincronía del álbum familiar, el fotolibro resulta un objeto de lectura distinta, y por ello también pretendidamente singularizadora. Y el logro mayor de un buen fotolibro es cosechar desde su singularidad lecturas plurales, porque al fin y al cabo es esta la búsqueda de toda fotografía, aún de aquella que pueda considerarse dentro de alguna especificidad de sentido, como el retrato, por ejemplo.
De todo lo anterior podríamos derivar la aseveración de que el fotolibro es tal en tanto mantenga inalterada su primaria condición de mecanismo para la “compilación de afectos, y de retratos” y logre, siempre desde la singularidad autoral, la generación de lecturas plurales, más allá o por sobre cualquier otro requisito o característica técnica o formal que deba cumplir —funcionalidad divulgativa incluida.
Desde esta postura abordo, entonces, el trabajo de Christian Belpaire compilado en el fotolibro Dejaste atrás lo lejano, editado por la Fundación Neumann en 1985, con diseño de John Lange en colaboración con Pedro Mancilla; dato notable este por dos razones: la primera, la característica funcionalista del trabajo de Mancilla, que marcó su interés por las publicaciones de carácter divulgativo, renglón en el que podemos ubicar esta obra de Belpaire, y de lo cual no deja duda el objetivo manifiesto en la propia publicación: “mostrar a través de una selección de imágenes fotográficas la cultura de la sociedad yanomami y los cambios que en ella se van produciendo (…) apartado de cualquier juicio de valor” (Belpaire, Christian. Dejaste atrás lo lejano. Ediciones Fundación Neumann, 1985. Pág. 18). Y la segunda, que deriva de ese objetivo manifiesto para establecer otra vía atávica: la funcionalidad de Dejaste atrás lo lejano lo emparenta con aquel que es considerado el primer fotolibro de la historia, Fotografías de las algas británicas: Impresiones Cianotipos (1843–53), de la botánica inglesa y fotógrafa Anna Atkins.
Dejaste atrás lo lejano es un álbum de retratos; más allá de su manifiesta función divulgativa y de su sustento antropológico, este fotolibro resulta “una compilación de afectos”. Desde la foto de portada a la siguiente que abre el cuerpo del álbum se cumple el principio esencial: la traslación generacional de los recuerdos, solo que estos van en sentido inverso, de una niña que observa la cámara —y a su contracampo: ¿quién puede dudar que esa mirada atraviesa el aparato fotográfico para posarse, con esa franca y sutil ternura indagatoria, en los ojos del fotógrafo?— a un hombre adulto que, en cuclillas y con el rostro pintado de rojo, hace exactamente lo mismo que la niña: indaga al hombre tras la cámara, pero con gesto piadoso. De aquí en adelante el contenido de Dejaste atrás lo lejano es una vía para la interiorización de dos realidades que hemos tornado ajenas: un cosmos de libertad e independencia cuyo génesis es la identidad radical con la naturaleza y con el sentimiento de ser uno en y con esta, y aquello que develó Daniel de Barandiarán es su libro Los hijos de la luna: la afirmación brutal de hombría y de pueblo-nación reivindicada por una tribu selvática marginal, que resulta casi una bofetada para nuestra muy superflua y modal curiosidad folklórica. Y estas dos realidades son las que se mueven, precisamente, en estas dos miradas: la de la niña en la portada, el cosmos de libertad e independencia; la del hombre en la primera página interior, la afirmación de hombría y de pueblo-nación. Dos realidades que se reafirman en lo generacional y que —como se apuntó en algunas líneas anteriores— están presentes en la traslación de los recuerdos, o mejor, del reconocimiento del legado o la heredad que revela el orden de estas dos primeras fotografías.
Dejaste atrás lo lejano es un álbum de familia, un registro de los afectos que Belpaire fue encontrando en su tránsito y convivencia con los yanomami. Al abrir el libro, el lector se topa con una condición esencial de este tipo de álbumes: la ausencia del mal; porque todo en un álbum familiar es gesto afectivo, de entrega total, libre de malicia, de reticencias, hacia aquel que toma la foto. ¿Quién, sin ser parte de la comunidad, sin haberse ganado la confianza, y más que la confianza, el afecto, podría haber tomado retratos tan hermosos como los de la página 27 y la 89? Pero es también, este fotolibro, un compendio de respuestas ontológicas que se inician desde la imagen que nos recibe al abrirlo, aquella que ya hemos nombrado, la del hombre en cuclillas cuyo rostro, iluminado por la luz tenue que desenmascara la fiereza ritual de su cultura, nos confronta con un universo de referencias a la profundidad infinita y a la vez efímera del ser humano. Esa mirada es una inquisición esencial y libre de ataduras. Hay allí una imagen que resulta la entrada a la comprensión de lo que viene en el resto del libro: retratos. Individuales, en pareja, grupales, comunitarios, todos trabajados con una búsqueda precisa: la de la iluminación adecuada para resaltar la mirada.
Dejaste atrás lo lejano es un álbum de miradas. En la página 72 volvemos al rostro que nos recibe en la primera página del libro y que nos plantea la pregunta siguiente: ¿por qué hemos dejado atrás la profunda hermosura de lo primigenio, de aquello que aún podemos ser si nos dedicamos a mirarnos desde adentro? Una pregunta que se repetirá en cada una de los retratos del libro, pero que se hace poderosa en aquella que nos confronta desde la página 40: energía y fuerza desafiante de la juventud, reafirmación de la hombría y, sobre todo, desmitificación de una realidad que se nos ha vendido siempre como de aislamiento y marginalidad. No son las fotografías de los yanomami con aparatos eléctricos (con una radio en la página 50, con un motor de lancha en la página 51), con armas de fuego (una escopeta en la página 83), o con instrumentos laborales modernos (una podadora en la página 84), las que nos hablarán de su “vinculación con nuestro mundo”, o “con lo civilizado” —como nos gustaría decir, desde nuestra vacua mirada folclorista—, sencillamente porque este pueblo indígena ha constituido para sí un prodigio histórico, aquél que ya señaló Mikel Vianna a propósito de su análisis de Los hijos de la luna: “una vida en resguardo dentro de su tierra, vida vigorosa, fecunda, larga, celosamente conservada, para poder ser él mismo y evitar la tentación de dejarse absorber por complejos culturales técnicamente superiores”. Esto es lo que nos plantea cada una de las miradas que encontramos en los retratos de Belpaire, sublimes, indagadores, piadosos, comprensivos, y a ratos desafiantes, como los de las páginas 100 y 101.
Pero el registro mayor de este trabajo de Belpaire lo constituye la reciprocidad que podemos detectar entre el que mira y el que es mirado; entre el campo sobre el que acciona el fotógrafo y el contracampo en que este se va constituyendo desde la acción del afecto. Por ello no es casual que el libro lleve un epígrafe del Libertador Simón Bolívar donde, luego de advertir a los “Representantes del Pueblo” de su responsabilidad ante la consagración o supresión de la realidad sobre la historia, recalca que “no todos los corazones están formados para amar a todas las beldades, ni todos los ojos son capaces de soportar la luz celestial de la perfección”. (Simón Bolívar, «Discurso ante el Congreso de Angostura»,1819).
Dejaste atrás lo lejano es un álbum de luz y de contornos en sombra que originan volúmenes definitorios de espacios esenciales, y esto es particularmente apreciable en las fotografías blanco y negro que Belpaire introduce en el libro. Ningún espacio retratado resulta extraño, o extrañante, ninguno resulta ajeno ni mucho menos lejano, ninguno resulta frío. Desde la belleza volumétrica de las fotografías que van de la página 21 a la 24 (siendo esta última el manifiesto preciso de la visión artística de Belpaire) hasta el expresivo y al mismo tiempo sutil dramatismo de aquellas que se ubican entre las páginas 104 y 109, se demuestra el conocimiento y respeto que el fotógrafo tiene de la luz y sus propiedades, de la virtud que el entendimiento de sus caprichos significa, sobre todo para lograr la transmisión de sensaciones y emocionalidad. No se reduce esta virtud, sin embargo, a la estética del blanco y negro, basta, por ejemplo, detenerse a observar el hermoso retrato de la página 117, que cierra el álbum con broche de oro: es un resumen de los elementos que caracterizan la mirada de Christian Belpaire, su abordaje artístico y afectivo, su sentido de familiaridad. Desde esa imagen me resulta imposible no regresar de inmediato a la de la página 5, donde un niño que descansa en la proa de una canoa me observa y sonríe, como invitándome a seguir con él esta aventura del afecto más allá de lo lejano.
Reflexión publicada originalmente por Prodavinci el 13 de diciembre de 2016.