Como quien va a volar

Fecha de publicación: febrero 4, 2024

A la memoria de mi tía Adelaida Socorro Martínez, fallecida en noviembre de 2023, a los 90 años

Esta fotografía pertenece a una serie de negativos (blanco y negro, formato 6 x 6), conservados por el Archivo Fotografía Urbana, provenientes de una escuela de danza en Caracas, muy probablemente en la década de 1950.

La imagen debió rodar por algunas academias del país, puesto que mi tía Adelaida, la hermana menor de mi padre, conservaba una muy parecida, quizá de la misma bailarina, de quien no tengo información. A falta de datos sobre la instantánea y su protagonista, optaré por evocar a quien poseyó una de estas fotografías y conservó por décadas en el fondo de una caja de esas donde amarillean partidas de nacimientos, tarjetas de bautismo decoradas con un mediecito de plata, boletines de calificaciones escolares y mechones de cabello infantil envueltos en pañitos de hilo.

Mi tía Adelaida, nacida en Machiques de Perijá, fue una niña menuda, con una cara preciosa, y pisada leve. Desganada y caprichosa, resultó que tenía la columna torcida. El médico estableció que, además del corsé -que solo podría quitarse para entrar en la ducha-, debería dormir en el piso. Del cofre de algodones, a la ruda piedra. Unos meses más tarde, el doctor confirmó ciertos avances, pero no era suficiente. La rosa torcida debía someterse a un ejercicio físico duro y sostenido.

La maestra de ballet se llamaba Irene Levandowsky. Cómo fue a recalar a Maracaibo una ex bailarina rusa, de quien una periodista reveló después que tenía cierto parentesco con los infortunados Romanov, es un asunto pendiente de investigar. Adelaida siempre aseguró que a ella no le gustaba el ballet y que si se sometía a las severas lecciones era solo por prescripción facultativa, pero la maestra Levandowsky no se detuvo a indagar por la vocación de su nueva alumna, cuyo mero avance por el tablado le hizo ver que podía haber llegado una joya. Al año, ya era un pájaro que movía por los aires sus patitas temblorosas. Cuando Adelaida tenía doce años (y no aparentaba más de nueve) encabezó el elenco del acto de fin de curso de la academia de ballet. Fue así como irrumpió en el escenario del teatro Baralt con un tutú blanco y unas mallas rosadas. Los padres de las alumnas, arrastrados allí por el deber, no daban crédito a la excepcional visión de una niña flaca que en la escena se convertía en un cisne furibundo.

Pero las religiosas no se dejaron arrobar con tanta facilidad. El lunes que siguió al fin de semana triunfante de la ceñuda Adelaida, la dirección del colegio ordenó que dejaran a la niña en medio del patio. Alguien que se había exhibido “medio desnuda” no podía ser ejemplo edificante para el alumnado. Adelaida tenía doce años. Estuvo toda la mañana, sola allí, como la muñequita de una caja de música que alguien abandonó sin tapa y sin cuerda.

Cada vez que mi tía Adelaida comentaba, con el rencor de quien ha sido víctima de una injusticia que ha destrozado su vida, el lance de las monjas, la mañana más lenta del mundo y un patio que se va haciendo más ardiente mientras se acerca el mediodía, yo escuchaba arrugando los ojos para transparentar mi censura. Cuántos años habían transcurrido. Por favor, mi tía conservó, casi hasta sus 90 años, una postura envidiable.

Un día, cuando yo era pasante de El Nacional de Occidente (en Maracaibo), el jefe de los fotógrafos, Arturo Bottaro, una leyenda, pareció descubrir de pronto mi apellido y me preguntó si yo era familia de cierta chiquilla… Bottaro había estado en la casa de mis abuelos paternos. “Un auténtico caserón”. Tocó la puerta, que al abrirse descubrió un interior de techos altos, amplias estancias y pocos muebles. Con un cuchicheo le dijeron que no darían declaraciones, que, por favor, se fuera de allí. En la ciudad de entonces, una muchachita expulsada de las monjas por un asunto de zapatillas de punta en la función del mediodía era noticia.

Esto me lo contó el maestro Arturo Bottaro. En el seno de mi familia el episodio provocaba ojos cerrados con fuerza y bocas desdeñosas. Adelaida dejó el ballet poco después, pero nunca perdió aquel estilo de reposar las manos con la lentitud y liviandad de la nieve, y de estirar las piernas para apoyarlas sobre una mesa baja con los dedos de los pies en punta y una especie de tiesura en todo el cuerpo.

Jamás volvió a aparecer en los periódicos (no se casó, no llegó a imprimirse una foto suya vestida de novia). Falleció en Maracaibo, en injusta soledad. Quiero pensar que cayó con aquella gracia apolillada que caracterizaba sus movimientos y que en la confusión de la muerte creyó estar precipitando en el lecho entablado de un escenario.

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