Aquel peruano se llamaba Juan
y no tenía cómo saber que se ahogaría poco tiempo después
en el mar Báltico.
Un año antes estando en Craiova en Rumanía
salimos a caminar por los rieles del tren
en una noche nevada que endurecía la tierra como nunca.
Caminábamos buscando los bares
frecuentados por los obreros ferroviarios:
gitanos aceitunados capaces de lanzar un adoquín
a treinta metros como si fuera un guijarro.
Mientras nosotros solo dábamos traspiés
hasta llegar al lugar en el que terminaba la vía férrea.
Justo allí, al interrumpirse los rieles
con sus durmientes de concreto
logramos ver que había zanjas
alineadas, eran socavones muy negros.
Debo decir que la vida siempre se anuncia
con imprevistas apariencias,
y esto lo pensé al ver que Juan se arrojaba a una de esas fosas.
Yo quise borrar
¡semejante chanza!
con un gesto descalificador, pero él insistió:
—¡Vamos, lánzame una palada, que sea una, rebosante de tierra!
Luego de la resurrección
seguimos bebiendo el luminoso vodka Stolichnaya:
Lo real había perdido aparentemente su gravedad.
Y así logramos llegar al bar
abarrotado de gitanos ferroviarios.
Vomitamos varias veces al retorno del festejo
apoyándonos uno en el otro como eslabones acerados,
arrojamos el alma inmunda,
porque también se puede existir plenamente de esta manera:
Aunque hoy me doy cuenta,
de que el telón de fondo de aquella farra nocturna
-no lo intuíamos-
era el afantasmado mar Báltico.
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