Tuve un anillo enchapado en oro con un rubí de ocho caras. Era una simple imitación de joya preciosa, un recuerdo de familia en el dedo meñique de mi mano izquierda. Ese anillo lo sacaba a relucir cuando no tenía qué comer y mi vida de estudiante valía menos que una botella vacía que reflejaba una ciudad apenas visible. Recuerdo que por esta línea de mi mano caminaba Ioane, un gitano comprador de ropa vieja, de bagatelas y naderías que me alcanzaban para un pan de hogaza y un poco de yogur blanco como luz de neón. Ioane tasó mis camisas y pantalones a buen precio de tarros de encurtidos de pepinillos y tomates, y mermeladas de mora. Siempre al final de aquel negocio de marras, Ioane me pedía que le prestara –para admirarlo, solamente– la baratija de anillo con rubí. —Algún día tendré dinero y haremos negocio. Eso era un murmullo entre sus dientes esmaltados con nicotina. Yo solo pensaba en el aparador de la tienda de fiambres y en un tranvía solitario, amarillo y rojo, que seguía el casquillo de unos pasos desahuciados; porque cada día tenía menos, pero también algo que contar como el ratón que se encuentra –de pronto– con un trozo de queso.
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