En algún momento debimos salir del local de la Librería Lugar Común y congregarnos en la calle. Teníamos la actitud de expectación propia de quienes esperan un prodigio. Los automovilistas que pasaban en ese momento por la Av. Luis Roche han debido preguntarse qué haría ese hatajo de gente congregada en la acera y mirando hacia adentro. ¿Habría ocurrido algo?
Estaba a punto de ocurrir. Iba a iluminarse la vitrina donde se encontraba la fotografía de Tito Caula que acompaña esta nota y que durante un mes convertirá esa calle en galería.
Se trata de una iniciativa de la Librería Lugar Común (quizá ya deberíamos decir centro cultural Lugar Común) y la galería Cubo 7 Espacio Fotográfico, que consiste en seleccionar una imagen de un fotógrafo venezolano para exponerla hacia la calle. En esta ocasión le tocó a Tito Caula [Buenos Aires 1926 – Caracas 1978].
Con motivo de la instalación de la foto, hicimos un conversatorio con su hija: la escritora y promotora cultural Sandra Caula. Quien suscribe tuvo la grata responsabilidad de hacerle una entrevista pública. (Y mucho no tendría que afanarse la cronista, pues la diligente Sandra Caula llevó unas anotaciones que aquí citaremos).
“La vidriera de Lugar Común –dijo Sandra– está en el corazón del barrio de Tito Caula. Su negativo con toda seguridad fue revelado muy cerca de aquí. Cruzando diagonalmente el terreno de enfrente, donde una vez estuvo el Cine Altamira, en el edificio Terepaima y frente a la papelería Aquiles. Allí estuvo su primer estudio de fotografía, que se llamaba Caula & Botella. Bajando por esta calle, hacia al sur, al lado del restaurante que está al lado de la gasolinera, estuvo su segundo estudio: Artyphot: Arte y fotografía Publicitaria”.
Tito Caula había nacido en Azul, Provincia de Buenos Aires, el 28 de abril de 1926. Su padre era un electricista aficionado a la fotografía, quien desde muy temprano inició a sus dos hijos varones en esa práctica. A la repentina muerte de aquel, los hijos tuvieron que interrumpir sus estudios, sin tiempo a terminar el bachillerato, y empezar a trabajar.
Antes de cumplir 20 años, Tito ya era un profesional de la cámara. Trabajaba haciendo foto fija para la mítica productora del cine argentino Lumitón, fundada en 1931 y disuelta en 1952. “Hacía foto fija en las filmaciones”, dice Sandra. “Esas imágenes que luego se usaban para promocionar las películas en carteleras en la entrada de los cines”. Es por eso que en el archivo de Caula se conserva una foto que le hiciera a Eva Duarte (luego Perón) en los escenarios de La Pródiga, película estrenada en 1945.
Llegó a Caracas, con su esposa y su primera hija en 1960 (aquí nacerían tres más). Contaba con que encontraría una gran industria cinematográfica, tan pujante como la de Argentina. Estaba equivocado. Lo que sí encontró fue una ciudad que lo hechizó y una sociedad donde había libertades y espíritu modernizador.
Nunca más se iría de Caracas.
Su primer empleo fue como reportero gráfico en la revista Élite, de la Cadena Capriles, una especie de réplica venezolana a Life, con gran despliegue de imágenes y gran valoración del punto de vista gráfico. También fue corresponsal de la agencia internacional de noticias AP. “Luego montó una librería/papelería en El Paraíso, donde también se tomaban fotos para carnets y, finalmente, su propio estudio abocado principalmente a la publicidad”.
Toda su vida hizo trabajos por encargo. Quizás por eso no se consideraba a sí mismo un autor. Nunca participó en lo que el crítico José Antonio Navarrete llama “los mecanismos consagrados de difusión del arte” ni se ocupó de conservar su trabajo. Ambas tareas quedarían en manos de otros. De la divulgación se ocuparon sus discípulos y colegas, quienes tenían en gran estima su desempeño. Y del archivo, minucioso y excepcionalmente bien conservado, su esposa y prematura viuda, Amparo, quien siempre trabajó con él y se ocupó de recoger todos los negativos, que en su mayoría nunca fueron copiados.
La obra de Tito Caula llegaría eventualmente a los museos y a aquellos circuitos que siempre había evitado, pero no porque él hiciera nada para favorecer su ingreso.
Otro rasgo fundamental de su personalidad, y que marcaría su vida y su emocionalidad, fue su radical ideología de izquierda. Tito Caula había militado en el Partido Comunista Argentino y, aunque en Venezuela no se enroló en ninguna organización, sí que tenía muchos amigos en la izquierda e incluso entre los guerrilleros y políticos en la clandestinidad.
El hecho de trabajar en publicidad, dedicándole casi la totalidad de su tiempo y mucha de su energía creadora, le producía una contradicción moral que lo mantenía en gran angustia, porque lo consideraba un quehacer superficial, apegado a valores que él abominaba.
Tito Caula era un hombre atormentado.
Quienes han revisado su trabajo después de su muerte coinciden con quienes lo vieron trabajar cotidianamente: era un fotógrafo de pies a cabeza. Cabal conocedor del oficio. Innovador. Comprometido con la artesanía de la cámara, del revelado, del laboratorio… de todo el proceso.
“Caula –precisa Navarrete– se sabía un excelente práctico y le gustaba divulgar aquella sabiduría acumulada empíricamente durante años. Estaba al tanto de las novedades técnicas. Su archivo revela que vivía la coyuntura creativa de la fotografía. […] Ante cada encargo, su actitud profesional lo conminaba a la búsqueda de las soluciones, expresivas y técnicas, que mejor pudieran desarrollarlo, lo que implicaba una postura creativa. A veces el encargo imponía límites extremos a su actuación. En la publicidad en particular, la exigencia de reproducir las exactas condiciones técnicas de representación de un objeto, a partir de una foto previa perteneciente a la publicidad foránea, sólo podía estimular su bagaje técnico. Al igual, el dibujo aportado por la agencia como boceto de la fotografía”.
Pero éstas eran situaciones que Caula no desaprovechaba para poner en juego sus habilidades: “Papá utilizaba los mejores equipos del momento”, puntualiza en entrevista para esta nota su hija Sabina Caula, de profesión bióloga pero cuyo primer trabajo fue con su padre en el laboratorio. “Pocos fotógrafos podían comprar unos instrumentos semejantes, porque eran muy costosos. Para eso servía buena parte de la plata que ganaba en publicidad”.
Y no sólo era ágil para adoptar lo nuevo. También se pintaba solo para inventarse procedimientos, digamos, excéntricos que abonaran a su marca personal. El fotógrafo Luis Brito ‘El Gusano’ me contó en una ocasión que había aprendido de Tito Caula a usar la grasa natural del cutis para embadurnar los lentes. Y la cosa va más allá, El Gusano aseguraba que Caula lo había iniciado en un truco que consistía en apretarse una espinilla “porque no hay mejor lubricante que ese fluido” y embadurnar los lentes con su cosecha.
“Los negativos de emulsión fotográfica se rayan –explica Sabina– es decir: se levanta la emulsión en algunos sectores. Al ampliar los negativos para copiarlos, las rayas se ven muy grandes en el positivo en papel, entonces hay que eliminarlas del negativo. El aceite de bebé y otros óleos tienen el mismo índice de refracción que la película fotográfica. Si uno rellena los rayones con aceite, desaparecen del negativo. Y al proyectarlo para copiarlo en la ampliadora, no se ven. La copia se ve libre de rayones. Pues bien: papá, en lugar de usar aceite de bebé, se pasaba la mano por la nariz y recolectaba la grasa de su piel”.
Al preguntarle qué tipo de equipos usaba Tito Caula, Sabina dice que las cámaras fotográficas iban desde formatos pequeños (110 mm) hasta muy grandes (8 x 10 pulgadas). Tenía cámaras Leica de 35 mm, óptica alemana, la mejor del momento; cámaras Hasselblad de formato intermedio 6 x 6, 6 x 7 pulgadas; cámaras Linhof de fuelle, formato 4 x 5 pulgadas “que podían corregir la deformación de la perspectiva, cuando se pasaba de una realidad de tres dimensiones a otra de dos dimensiones, por ejemplo para fotos arquitectónicas (se denominaba corregir paralaje); y una súper cámara Kardan Color de fuelle, que tenía la posibilidad de cambiar de formato desde 4 x 5 pulgadas hasta 8 x 10 pulgadas (negativos tamaño de una hoja carta) con una resolución extraordinaria. Esta última era para utilizar en el estudio, tenía un trípode gigantesco con ruedas enormes”.
También tenia unos equipos de iluminación muy costosos. Luis Brito me habló de esto, porque él era uno de los fotógrafos que se dejaban caer por el estudio de Tito Caula a hacer sus trabajos allí. Demás decir que el porteño compartía todo con una generosidad admirable. “Eran tremendas plantas eléctricas con acumuladores que permitían iluminar con luz fija o flash”, precisa Sabina. “Las lámparas estaban enchufadas a la planta eléctrica, de manera que podían moverse de forma independiente y ser colocadas en diferentes alturas y posiciones en el set”.
Como en todo gran estudio de publicidad, la iluminación del set no sólo implicaba luces, sino también espejos, reflectores, difuminadores…
Detrás de las fotos de estudio había siempre una escenografía compleja. La comida se pintaba y se le aplicaba un barniz brillante. A las latas de refrescos y los vasos de bebidas se le salpicaban con gotas y luego se rociaban con una especie de spray, para mantener las gotas en su lugar. Los hielos eran de una resina plástica que entonces no existía en Venezuela. Amparo los hacía en casa, con una resina plástica que compraba en lugares especializados: la ponía en cubetas y dejaba que se secaran con forma de cubos. Por más calor que hiciera en el set por la iluminación, los hielos y las gotas de agua que vestían a la lata y al vaso de vidrio, para darles un aspecto provocativo, se mantenían intactos.
El set para un producto podía estar durante días montado en el estudio hasta lograr el efecto que el cliente esperaba. “Papá podía pasarse días inventando cómo resolver el problema. Por ejemplo: cómo conseguir artificialmente que el pollo frío y pintado se viese en la foto apetitoso echando vapor… o cómo el vaso de whisky, que tenía cubos de hielo de resina y en realidad era agua coloreada, luciera transparente, brillante y refrescante”.
Pese a esa diligencia, a ese primor en los detalles, Tito Caula nunca se percibió como un artista. “Se veía más como una gente de oficio, que apreciaba mucho lo que hacía”, dice Sandra. “En ese cultivo del oficio estaba para él la finalidad de su trabajo. Más que en el resultado mismo. Lo que le gustaba era aprender fotografía, hacer fotografía, independientemente del resultado. Le interesaba el mundo de la fotografía todo, completo, el milagro de la fotografía. Y todas sus amistades estaban mediadas por ese oficio. Eso era principalmente lo que lo vinculaba a los demás. Eso y quizás, pero en un segundo plano, la política, entendida como el interés en hacer que la vida de una comunidad pueda ser mejor, más provechosa y tenga más sentido. Eso, creo yo, era lo que mi padre entendía por ser un hombre de izquierda”.
Trabajaba tanto que las hijas dicen que “a veces iba por la casa”. Y aunque dejó los estudios formales a muy temprana edad, era un hombre culto. “Leía mucho, principalmente novelas, pero también libros de óptica y otras disciplinas tributarias de la fotografía. Tenía tal preocupación por mantenerse actualizado que aprendió inglés por su cuenta para leer los libros que no estuvieran traducidos”, recuerda Sandra.
En 1994, el archivo que Amparo organizó fue revisado sistemáticamente por primera vez. Lo hizo José Antonio Navarrete, quien había sido sugerido por Josune Dorronsoro como curador de una muestra que se inauguró el año siguiente en la Galería de Arte Nacional (marzo-mayo 1995). Por cierto: en el catálogo, Navarrete habló de un total de más de 500.000 negativos. Para entonces, fuera de sus clientes y de las audiencias que habían visto sus imágenes sin saber a quién pertenecía ojo tan sagaz, no se conocía casi ninguna imagen de Caula.
Casi veinte años después, el caudaloso archivo, como lo llamó Navarrete, sería revisitado. En 2003, Vasco Szinetar y William Niño Araque lo examinaron y fue entonces cuando se dieron a conocer muchas fotos de ciudad hechas por Caula, así como una serie de retratos de personajes de la vida nacional. “La Fundación para Fotografía Urbana ha hecho un gran trabajo en ese sentido”, dice Sandra. “Con mucha constancia y claridad, que tenemos que agradecer porque sin ellos este archivo no existiría ni podría mantenerse. Fruto de ese trabajo es la exposición que inauguró el 27 de este mes (mayo de 2015) en Zaragoza, España: Bonadies + Caula: cartografías de un territorio compartido, curada por Lorena González”.
Esta fotografía de los años 70, donde Caracas aparece como con una carita feliz, tal como observó el librero Garcilaso Pumar, es emblemática de esta ciudad. La escritora Colette Capriles, presente en el evento, comentó que esa imagen es inseparable de la idea que los caraqueños tienen de su ciudad. La foto los guió en su contemplación y comprensión de su propio lar.
Pero él mismo nunca lo supo. Ni siquiera lo imaginó. De allí su angustia.
Quienes lo vieron trabajar cuentan que lo hacía con profesionalismo absoluto y que incluso bromeaba con frecuencia, pero siempre en un estado de ansiedad que se expresaba en una inquietud física y en su elevado consumo de café y cigarrillos. Muchas veces intentó solventar esta tensión dividiendo la actividad de su estudio en dos mundos: uno diurno y otro nocturno. En las horas del día hacía imágenes para promocionar productos y, cuando caía el sol, para difundir ideas. Es así como, al final de la tarde, después de que se despedían las modelos y los ejecutivos de cuentas, llegaban los políticos de izquierda que necesitaban fotos para las campañas (también pasarían por allí algunos que estaban en la clandestinidad y precisaban documentos para circular por las calles o salir del país con otra identidad).
En 1978 se desplomó en su estudio. Había sufrido un derrame cerebral. Murió dos días después. En estas casi tres décadas transcurridas tras su muerte, son muchos los fotógrafos y estudiosos que se han acercado a su trabajo con curiosidad, admiración y respeto. Y las hijas conservan su memoria con tanto amor y ternura como había en su mirada de fotógrafo.