El disfraz de coneja

Fecha de publicación: diciembre 6, 2014

La feliz coneja es Gisela de las Nieves Alfonzo Recao, conocida en la actualidad por su nombre de casada –y de escritora–, Gisela Cappellin.

La fotografía fue tomada en 1961, cuando ella tenía dos años, en Foto Estudio Dana, por el propio Dana, quien, según recuerda Gisela, tenía su negocio en el centro de Caracas, cerca de Santa Capilla. “El fotógrafo se paraba al lado de la cámara. Daba indicaciones mientras la persona a fotografiar posaba en una especie de tarima de madera; y, de pronto, apretaba una perita y sonaba un disparo ahogado. Después sacaba una plancha negra de donde saldría la fotografía. A veces, la esposa de Dana las coloreaba”.

El disfraz fue uno de los muchos que lucirían ella y su hermana Anita, una auténtica belleza que solía arrasar con los premios del Club Paraíso, donde caracterizó personajes como Muñequita, Pastora, Princesa Húngara y Caperucita. La madre de las niñas, Gisela Recao Reverón, era una entusiasta de los disfraces y disfrutaba enormemente el proceso: desde la selección del motivo, la elaboración del traje, hasta el día triunfal de su lucimiento. Este era de algodón blanco, con una bombacha de organza verde para simular la lechuga de la que se alimenta el vivaz animalillo.

Fue confeccionado por la costurera Enriqueta Odremán Cerani, nacida en Ciudad Bolívar. El marido de la modista era Laurent Pío Cerani, quien había sido tan rico que se decía que encendía los habanos con billetes de la más alta denominación. Cuando esta pareja se casó, en 1921, ya él tenía una historia que contar: había estado en la guerra. Había sido combatiente en la Gran Guerra, la del 14. Fue herido en combate en Nantes en 1915 y regresó a Ciudad Bolívar el 13 de mayo de 1916. Cerani había nacido en Francia y había llegado Guayana en 1901, atraído por los tesoros que escondía la selva. No perdió el tiempo. Muy pronto se instaló en El Callao donde se convirtió en próspero empresario del balatá y la sarrapia, y dueño de minas como Salva la Patria, Carabobo, El Chibao y Vuelvan Caras. Era la época en que, como solía decirse, “un quintal de goma valía más que una onza de oro”.

A partir de 1930, el negocio del balatá y el caucho empezó a declinar y los precios cayeron de manera estrepitosa. Pero Cerani tenía fondos suficientes para aguantar cualquier crisis… o, al menos, eso es lo que él creía. En 1935, creó una Fundación para traer a Venezuela científicos franceses para un acercamiento intelectual y científico franco-venezolano.

Pero ya para los años 60, la riqueza de Cerani se había disipado y en los últimos años la pareja había tenido que mudarse a un apartamento en Las Palmas y vivía del trabajo de costura de Enriqueta.
En todas las ocasiones que Gisela visitó con su madre el taller de la modista para hacer los ajustes del traje de coneja, se encontró con el señor Cerani, que ya era un hombre mayor y se pasaba muchas horas sentado frente a un enorme escritorio que de seguro había sido reubicado en un rincón del apartamento tras haber ocupado un amplio salón en la casa de la que habían salido arruinados. Probablemente evocaba las aventuras que le habían merecido inscribir su nombre en el Arco de Triunfo en París. Mientras la señora Recao de Alfonzo conversaba con la costurera, la niña cumplía cierto ritual con el legendario Pío Cerani…

“Él se sentaba en ese escritorio maravilloso”, recuerda Gisela, “abría una de las muchas gavetas y de ahí sacaba un chocolate Savoy, de los pequeñitos que había antes. Ponía el mínimo bombón en un perforador de papel con el objeto de abrir un huequito donde ponía el precio (Bs. 0.25). Después de que le quitaba el precio me daba el chocolate, que venía envuelto en un papel azul y amarillo. Siempre me impresionaba la nobleza de ese detalle”.

Los guantes eran de satén. Los zapatos, decorados también con organza, fueron adquiridos en la Zapatería Pepito, en Sabana Grande. Al momento de la foto estaban recién repintados con Griffin blanco.

Las orejas, que en la imagen cumplen un papel de vibrante geometría, fueron confeccionadas por el padre de Gisela, Alejandro Alfonzo Larrain, industrial, comisionado de turismo de Venezuela en Estados Unidos, gerente de la Corporación Venezolana de Fomento y director fundador de la Comisión Nacional de Valores, entre otros cargos. Era además un conocido humorista gráfico cuyas caricaturas, firmadas como Alfa, aparecieron en diversas publicaciones.

Entre las muchas habilidades de Alejandro Alfonzo Larrain resaltaba la de hacer figuras de un pasmoso realismo. En una ocasión hizo una vaca mecánica para ser exhibida en la feria agropecuaria de 1943, que tuvo lugar en Caracas, en un solar donde ahora está el Instituto Pedagógico. El hombre construyó una vaca Holstein cubierta de auténtica piel blanca y negra, con una nariz húmeda y unos ojos que se movían como si estuviera mirando al público. De sus ubres salían dos chorros de un líquido blanco que caían en un balde, mientras la estructura mugía suavemente. Le untó melaza en las patas y, como le había puesto una preciosa cola mecánica, cuando esta dejaba de moverse las moscas venían a pararse en las patas hasta que la cola se ponía nuevamente en marcha y las espantaba. El ciclo maravillaba a los curiosos. La falsa vaca lucía tan genuina que la gente venía a tocarla y aún así seguían dudando de si sería real. Y no solo los ingenuos paletos se movían a engaño, cuando el presidente Isaías Medina Angarita llegó a la feria, al ver el prodigioso artificio exclamó: “esa bella vaca es el primer premio”. Pero esa no es la confusión más meritoria: cuando la res de Alejandro Alfonzo llegó a la feria, topó en la entrada con un enorme toro negro que, tensando los mecates con que estaba amarrado, comenzó a dar expresivos cabezazos en dirección al falso bovino. Fue, sin duda, el mejor homenaje a la excelencia del artesano.

Ese monumental talento se puso, pues, al servicio de las orejas del disfraz de coneja, que, según aspiraban los padres, debían quedar “muy paraditas”, como si fueran una extensión de la exuberante personalidad de su dueña.

El trajecito causó sensación. Y, aunque quedaría inmortalizado en la instantánea de Dana, aún tendría otra oportunidad de relumbrar. Resulta que Anita Alfonzo Recao estudiaba ballet con Pascuita Basalo, que tenía su academia en la avenida principal de El Paraíso. En una presentación de las niñitas en el teatro Municipal, había un número que incluía una coreografía de conejos. Las bailarinas de ese coro tenían en común su edad: 4 años y que sus orejas eran redondas y caídas. En la troupe destacaba Gisela de dos años y con estas orejas erectas, recorriendo sin ton ni son, pero triunfante, el escenario.

Lea también el post en el histórico de Prodavinci.

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