El Metro de Caracas según Ramón Grandal

Fecha de publicación: octubre 16, 2016

Parece un recuerdo vago. De otro mundo. Otra era. El país antes de la glaciación de vinagre. Es un vagón del Metro de Caracas, visto por Ramón Grandal, en 1997.

La foto, sacada del Archivo Fotografía Urbana, se titula “Carnaval”. No vemos disfraces en ella. Ni siquiera el niño, aunque… un momento… ¿es estampa de camuflaje la de su pantalón? Han pasado exactamente cinco años del intento de golpe de Hugo Chávez, en febrero de 1992, y desde entonces la indumentaria evocativa de los oficiales felones ingresó en el catálogo de los disfraces infantiles. El bongosero lleva un sombrero de paja. No es común a finales del siglo XX. Puede calificar para carnavalada.

El vagón no está atestado. La mujer sentada junto a los músicos sostiene el bolso, pero no lo abraza como a un sietemesino, como hacen ahora los pasajeros del subterráneo caraqueño con sus pertenencias. No parece especialmente interesada en la guataca, pero tampoco se ve aprensiva ni mucho menos aterrada. Nadie se ve desconfiado de quienes lo rodean. Nadie está esperando un atraco o uno de esos sermones lastimeros que terminan en ruego con navaja, limosna con amenaza más o menos velada. Y el tren luce limpiecito como un sol…

Es el pasado, qué duda cabe. Ese denostado pasado, cuando podían darse escenas como esta: desconocidos que coinciden en el reducido espacio de un vagón y no están tensos ni tampoco miran al fotógrafo como si fuera agente de alguna fuerza oscura. Un pasado cuando el piso del Metro tenía un linóleo impecable, las agarraderas del techo estaban completas e intactas, y los usuarios no tienen la faz de quien está perdiendo peso a todo vapor, ni de mejor que ni me hables porque estoy de a toque.

Debemos aprender a no idealizar el pasado, nos advierte Guillermo Ramos Flamerich en una reciente entrega del portal Politika UCAB. “La ‘edad de oro’ quizás nunca ocurrió, pero la nostalgia nos embarga al comparar lo que teníamos con este presente tan tenebroso”, dice el columnista.

El techo pulido nos interpela amargamente. Tanto como los zapatos del percusionista, sino de estreno en muy buen estado. Las camisas no están desvaídas (no han llevado más cuerdas que Betulio, como dicen en Maracaibo a cada rato en alusión al vestuario que la revolución reserva para los pobres y a la clase media, y perdonen la redundancia). Miramos los detalles como el hambriento asomado a la vitrina de una pastelería. Los brazos de esa morena, qué redondos, qué apretados, qué bien trufados de calorías. Y el cabello del ángel de la testosterona, que observa allá atrás sin perder detalle pero sin atreverse a mayores participaciones, tiene a su alcance tintes para el cabello que probablemente cambia cada semana. La fotografía tiene eso, pone la mirada lambucia. “La conmoción total que vive esta sufrida república da para todo”, apunta Guillermo Ramos Flamerich en el artículo ya citado.

El fotógrafo es el cubano Ramón Grandal, quien en 1993 se residenció en Venezuela después de haber desplegado una gran carrera no solo en su isla natal sino en América latina y buena parte de Europa, donde hizo exposiciones individuales y tomó parte en numerosas colectivas, dio conferencias y enseñó en universidades y otras instituciones. El trabajo de Grandal ha sido merecedor de importantes distinciones, entre los que destaca la Mención del Premio de Fotografía Latinoamericana Josune Dorronsoro, el Premio Único del Festival Internacional de la Luz en 2000 y el Premio de Fotografía de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Y está representado en muchos museos, entre los que se cuentan varios venezolanos. Además, sus imágenes han sido publicadas a lo largo de tres décadas en libros, revistas y periódicos de Europa, Estados Unidos y América Latina. En la actualidad vive en Miami.

Hay algo que llama la atención en el encuadre de Grandal. Las dos mujeres que flanquean la imagen. Son como cariátides llamadas a sostener ese templo, ¿o será templete?, sobre rieles. Una, la de la izquierda, mira al frente; y la otra, parece vigilar la improvisada fiesta que avanza bajo la tierra de Caracas. Las dos tienen los brazos flexionados, ¿en oración? ¿Cruzados sobre el pecho en actitud vigilante?

Qué vio Ramón Grandal un año antes de que Venezuela entregara todo eso que vemos en la foto al trapiche de la destrucción. O puede ser que más bien nos augure que, en aún en la desolación, Venezuela tiene siempre deidades rechonchas que velan por su recuperación.

Qué tristes, sucios y apiñados son los vagones el Metro de Caracas hoy. Y, lo peor, cuán fragmentada es la sociedad que en esta imagen parece unida por hilos invisibles y elásticos. Aún sin conocerse, ellos forman una comunidad. Son ciudadanos de un mismo país. ¿Estaremos idealizando?

Es 1997. En unos minutos estos personajes se exiliarán de la patria del blanco y negro y saldrán a la superficie de una ciudad que ignora con cuánta fuerza y crueldad va abatirse contra su nuca el garrote que está a punto de poner en manos de un gorila.

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