Entre el paseíllo de una tarde de toros y la seducción amorosa, hay nudos y coincidencias. Primero El Orden: una seducción cortés debe obedecer a una retahila de casualidades previamente organizadas. En una plaza sabemos que detrás de las monturas de los alguaciles el torero de la derecha es el más diestro, y que al final van los mozos con sus mulas para sacar al toro tristemente defenestrado. Y los que van de últimos son otros jovenzuelos que echarán arena en la sangre derramada para que la tarde renazca con aparente inocencia. También ocurren cambios en la planificada seducción amorosa, que va desde el ventoso capote con sus ondas, hasta la rígida muleta que guarda el estoque sangriento del tercer «tercio». Amor cortés de las plazas y las fondas donde la multitud se acoda en silencio ruidoso. De aquellas conversaciones la gente entiende lo que quiere. Y el cuerpo no necesita de mayores claridades que los angulosos ojos y los dedos que sostienen una copa.
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