Al perro lo encerraron en un cuarto tras abandonar la casa. Lleva días ladrando. Siempre, de a dos en dos ladridos que arroja sin saliva al aire. Le ha ladrado a casi todo: a los bloques desnudos de la pared, a la puerta, a la cerradura; pero sobretodo, le ha ladrado al suelo, que probablemente le recuerda el lugar donde nació. El día y la perra que era su madre. ¡Qué vida! se dirá a si mismo, si pudiera, pero no puede. Y esta exclamación imaginaria queda como una posibilidad fuera del cuarto. Ladridos encerrados, ladridos inútiles, ladridos para nadie; o para la imagen que el perro tiene de una sombra, porque ya oscurece cada vez más. Al oírlo, nada de lo que pienso podría explicar la circunstancias que le ocurren: ¿le urge algo?, ¿le duele algo? Intuyo una sensación de alarma, de inminente peligro que sus ladridos anuncian.
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