No es carnaval ni hay nieve en Caracas. Es el 29 de agosto de 1975 (en estos días se cumplen, pues, 46 años de haberse hecho esta fotografía), el presidente de la república acaba de anotarse un logro, el Congreso Nacional ha promulgado este día la Ley de Nacionalización de la Industria Petrolera, que entrará en vigencia el 1 de enero de 1976; y va a celebrarlo por todo lo alto: con el Libertador, compadre de los personalismos de todo cuño.
El instrumento jurídico, que venía a reservarle al Estado la producción, extracción y comercio de los hidrocarburos, se había aprobado no sin debate; y, como había sido bandera del presidente Pérez desde los primeros días de su gestión, iniciada el 12 de marzo de 1974, el “cúmplase” iba a ser festejado como un logro personal de un mandatario que había llegado al poder más por la seducción de su figura que por la eficiencia de su partido, Acción Democrática. De manera que, en cuanto su propuesta se convirtió en ley, corrió al Panteón Nacional a llevarle unas flores a la tumba de Bolívar.
Ya Rómulo Betancourt había acuñado la frase, «Venezuela. Política y petróleo», título de su libro, que sintetiza la realidad del siglo XX venezolano, cuando la política y el petróleo más que constituir un matrimonio, eran sinónimos.
La foto muestra el momento en que el presidente Pérez saluda a la multitud que ha acudido al Panteón. Puede vérsele justo en la mitad de la composición, levantando los brazos en su característico saludo a la masa, con una sonrisa eufórica y el flux cerrado (está en tan buena forma que no tiene necesidad de desabotonarlo para gesticular). Frente a él la muchedumbre se ha dividido para darle paso. Hay un canal muy fino, casi una milagrosa separación del mar de gente, por donde avanzará el hombre del momento. Es, sobre todo, una línea imaginaria: la fantasía de un futuro triunfal, épico, de camino empedrado de oro por donde marchará, tras su líder, un pueblo bendito sobre cuya cabeza lloverán los recursos del petróleo, multiplicados ahora que no se verá mermados por el tajo que les rebanaban los voraces gringos.
Pero no todo es exaltación en esta foto, hecha, muy probablemente, por el equipo de prensa de Miraflores con la idea de mostrar la popularidad del jefe del Estado, la adoración de que es objeto, su familiaridad con el pueblo llano, lo cómodo que se siente inmerso en el gentío. Pero hay, sin embargo, algo inquietante en esta imagen. Fatídico, inclusive. Si la dobláramos por el ecuador, veríamos que tiene dos mitades casi simétricas. En la de abajo está la gente repitiendo el gesto del caudillo (las manos hacia el cielo, límite único de las posibilidades que se abren para un país que babea cuando le menean ante los ojos la botija del petróleo), tan hechizados por el líder que ni se molestan en sacudirse el papelillo que algún relacionista público consideró buenísima idea (“es”, debe haber dicho, “como si el rey Momo irrumpiera en agosto, travistiéndolo todo, el pobre en rico, la crisis en ciernes en nueva oportunidad de salir de abajo. Sí, vale, lancemos gragea, el pueblo entenderá la vaina”). Pero la mitad superior interrumpe la atmósfera dionisiaca, esa compactación alrededor de la quimera del chubasco de dólares, y muestra un vacío, un anticlima solemne, un aire gótico: el Panteón impone su presencia tanática.
Nos alejamos un poco de la foto y entonces detectamos la advertencia siniestra. La multitud venezolana cobra de pronto una entidad de zombis que caminan hacia el interior del Panteón, donde todas las entelequias nacionales se amontonan en un osario. La cripta despliega su inmensa boca para engullir la comparsa que marcha a paso de la conga feliz del intervencionismo estatal llevado al paroxismo. Uno, dos y tres, qué paso más chévere, el del control de precios / Uno, dos y tres, qué paso más chévere, importar – subsidiar / Uno, dos y tres, presidencialismo, proteccionismo, populismo… el tipo que dirige, que resuelve, el carajo resteao.
Esta foto recoge, probablemente, el instante cúspide del proyecto populista que casi al día siguiente va a empezar a resquebrajarse.
El encuadre de la foto nos hace ver dos aleros que se dibujan como cejas enarcadas, como si el Panteón, en el momento de devorar a la multitud, se tensara al percibir el agridulce sabor de los pajaritos preñados.
Lea también el post en Prodavinci.