Por lo regular las postales en su reverso están acompañadas con un lenguaje inespecífico y algo neutral. Claro que no son las formas propias de la cortesía: la urbanidad, la finura, la distinción. Dichas maneras sirven (muchas veces) para solapar un «mandato encubierto». Pero no es este el caso del lenguaje de la postal que suele ser más tenue, pícaro, y muchas veces astuto; encubriendo sí, una intención jocosa o seductora, quizá lejanamente terrible. La postal dirigida al joven Carlos por su madre enunciaba sin querer un destino manifiesto, una fatalidad incubada en el permiso que le concedía a su hijo para el uso de los automóviles aparcados en la casa de la familia en Madrid. Lo cierto es que Carlitos se fue a Mallorca en una época primaveral en que las lluvias eran profusas y dejaban una nubosidad tangible que no permitía ver el decurso de la carretera. Por el camino dio un aventón a una bella gitana que se enamoró de su anillo de graduación bañado en oro, el que su padre le había regalado al concluir el bachillerato en una escuela técnica. La gitana ante su renuencia le acercó un cuchillo a su garganta haciéndolo aparcar en un paraje donde aguardaba su cruel amante. Lo cierto es que allí, la Guardia Civil encontró a Carlitos apuñalado, sin carro ni pertenencias. Su foto humedeció la página de sucesos, y su familia para sorpresa de todos reclamó el carro y algunos objetos de valor, dejando el cuerpo olvidado en una morgue, mientras regresaban a Maracaibo. Tras la cortesía (gentileza, galantería, mesura) y la aparente bondad de la palabra «abrazos» que figura en esta postal, se ocultaba la terrible y dura inclemencia de un tácito castigo. La verdad es que nada de lo narrado ocurrió, y la breve ficción fue un mero artilugio preceptivo.
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