El Vencedor de los Tiranos

Fecha de publicación: mayo 28, 2017

El Archivo Fotografía Urbana tiene una colección de imágenes de estatuas de Venezuela. Es una serie especialmente conmovedora e interesante, porque, como toda estatuaria, recoge lo que las generaciones han considerado digno de ser perpetuado en el recuerdo colectivo; y en el caso venezolano, esos hitos nos llevan siempre a esa mezcla de violencia y sueño, vileza y grandeza, que constituyen el cimiento de nuestra alma nacional.

Esta fotografía, tomada en 1911 por desconocido artista (no puede llamarse de otra manera al fotógrafo que captó al héroe del pasado medio difuso en una atmósfera de luz, mientras que las filas que lo flanquean van haciéndose más realistas en la medida en que se acercan al primer plano). Es como si el pasado, ese pasado de Venezuela, se hundiera en un resplandor que nos impide, paradójicamente, verlo con claridad. El fotógrafo despliega el recurso del seductor: te muestro apenas lo suficiente para que intuyas la palpitación de algo grandioso, pero lo envuelvo en un velo de luminosidad para entorpecer tu visión y acuciar tu curiosidad.

La figura que flota en un estanque de luz con medio cuerpo en posición vertical, como un eje anclado en la tierra, y la otra mitad lanzada hacia la brega, plena de movimiento, es José Félix Ribas, uno de esos varones que Venezuela da cada cierto tiempo.

José Félix Ribas nació en Caracas, el 19 de septiembre de 1775, justo a tiempo para verse arrebatado por los violentos hechos que marcarían su tiempo. Muchacho de clase alta, se hace militar y llegaría a ser General en Jefe del Ejército. Y por ahí, prócer de la Independencia.

Ocho años mayor que Bolívar, se casó con una tía de este, Josefa Palacios. Antes de cumplir los 30 años, Ribas había destacado en las batallas de Niquitao (estado Trujillo) y Los Horcones, (estado Lara), en 1813, pero todavía tenía por delante la refriega que lo pondría camino al bronce, la Batalla de La Victoria, Aragua, el 12 de febrero de 1814, donde puso a correr a los sanguinarios José Tomás Boves y Francisco Tomás Morales. Esa hazaña la logró con un ejército integrado por jóvenes universitarios. Los reunió en un descampado y, a falta de entrenamiento, galvanizó el corazón de su letrada tropa con una consigna que ya es legendaria (y que cada cierto tiempo actualiza su potencia y pertinencia): “No podemos optar entre vencer o morir, necesario es vencer”. Más nada. Con esa arenga, aquellos muchachos, cuyo horizonte hasta ese momento habían sido las aulas y las libretas de apuntes, se arrojaron al campo de batalla a conquistar su futuro y su derecho a vivir en libertad.

Después de ese triunfo, Simón Bolívar, quien tenía un curioso talento para colgar consignas sobre el nombre de la gente, lo llamó “El Vencedor de los Tiranos”. Y así lo recuerda la historia.

Muchos episodios viviría el corajudo Ribas después de La Victoria, cúspide de su preciosa vida. Hasta que mordió el polvo en Maturín, donde fue derrotado por su viejo enemigo Francisco Tomás Morales. Ribas trató de huir en compañía de un sobrino y un sirviente. Tenía la idea de replegarse, reagrupar fuerzas, y seguir la batalla en Barquisimeto. Pero al llegar al poblado de Jácome, cerca de Valle de la Pascua, Guárico, decidió detenerse un rato y mandar a su criado, Concepción González, a buscar provisiones. En vez de cumplir el encargo, González traicionó a su patrón y regresó al escondite en Jácome con quienes serían los verdugos del héroe de La Victoria. El sobrino y el propio González fueron asesinados ahí mismo. Y a Ribas lo llevaron a Tucupido, también Guárico, donde un tal teniente Barrojola ordenó su fusilamiento sin juicio ni dilación, el 31 de enero de 1815, en la Plaza Mayor de Tucupido.

El cuerpo del noble caraqueño, que en la estatua de la foto vemos ardiente de vigor juvenil y disposición victoriosa fue despedazado. Esas piernas, que recorrieron la geografía de Venezuela para aventar la semilla de la libertad, así como esos brazos que en la estatua convocan un futuro de paz y grandes metas, fueron colgados de árboles a la vera del el camino real de Guárico. Su cabeza, esa de la que parece brotar un raudal de luz, fue freída en aceite… Sí, eso hicieron los sicópatas del siglo XIX, exactamente como Hugo Chávez prometió, en las postrimerías del XX, que haría con otros venezolanos.

La cabeza de Ribas, arrasada por la humillación póstuma fue llevada a Caracas, el

el 14 de marzo de 1815, para ser exhibida por dos semanas en la Plaza Mayor durante dos semanas. El propósito era intimidar, pero como es sabido, nada lograron.

Apenas habían pasado cinco días de la batalla de La Victoria, cuando el Ayuntamiento de Caracas acordó “marcar con demostraciones sensibles para la presente y futuras generaciones la gratitud a que se había hecho acreedor aquel valiente guerrero José Félix Ribas, con ingeniosos medios de perpetuar la memoria del vencedor y del lugar del triunfo, destinado al parecer por la providencia para sepulcro de la tiranía”. Rápidamente, alguien habló de hacerle una estatua, pero Ribas, muy sobrio y bizarro, se negó. “Los mármoles y los bronces no pueden jamás satisfacer el alma de un republicano”, dijo… con claridad de la que carecen tantos tiranos.

De todas formas se le erigió. Es esta de la foto, que fue inaugurada el 13 de febrero de 1895, durante el gobierno del General Joaquín Crespo, ochenta años después de la horrible muerte del Vencedor de Tiranos.

La estatua fue hecha por escultor maturinés Eloy Palacios Cabello, el más importante escultor venezolano del siglo XIX, entonces de 42 años, quien es autor, también, de la estatua del Dr. Vargas, ubicada en el Hospital Vargas, la ecuestre del General Páez, que está en El Paraíso; la Ecuestre de Bolívar, en Maracaibo; y el Monumento de Carabobo, mejor conocido como “La India del Paraíso”.

El monumento tiene una historia singular. El escultor Palacios Cabellos empleó trabajó dos años en su hechura. La hizo en Caracas, pero la fundió en Alemania, donde había hecho sus estudios. Ya lista, la trajo por mar hasta La Guaira, pero el barco sufrió un percance y algunas de las alegorías que completaban la pieza fueron a dar al fondo del mar, donde deben estar, suspirando por el tipazo que rodeaban. Al llegar a La Guaira la pasaron al Gran Ferrocarril de Venezuela, que la trasladó hasta La Victoria, en cuya Plaza Mayor fue instalada. Desde entonces, el lugar se llama Plaza José Félix Ribas, un nombre que siempre nos recuerda cuán inmensa puede ser la gesta de los estudiantes cuando se disponen a liberar a Venezuela del tirano que nos oprime.

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