La imagen, propiedad del Archivo Fotografía Urbana, la capta en el centro del grupo, un poco adelantada, como si perteneciera a ese colectivo pero a la vez tuviera un lugar aparte. Además, parece iluminada por una luz distinta y estar escuchando algo que tampoco es lo mismo, porque mientras el resto exhibe una especie de tentación a la risa frente a lo que alguien está diciendo, ella parece sumida en sus pensamientos, en una ensoñación, quien sabe si provocada por alguna frase que ha dicho el orador.
Es la escritora venezolana Elisa Lerner, quien en estos días es la mujer del momento: acaba de salir de la imprenta su libro Así que pasen cien años, un volumen de casi 800 páginas que recoge sus crónicas, con el sello de la Editorial Madera Fina. “Un gran libro y un gran momento de la literatura nacional”, escribió el escritor Antonio López Ortega.
Poco antes de este evento, la autora había recibido el Premio de Literatura que este año entregó por primera vez la Feria Internacional del Libro del Caribe, en Margarita. Y, unas horas después, se supo que será ella quien reciba el homenaje del Festival de la Lectura de Chacao, que se realizará en la Plaza Francia de Altamira, en Caracas, a partir del jueves 21 de abril.
Alertado por esta cadena de acontecimientos, el fotógrafo y curador Vasco Szinetar, directivo del Archivo, espigó esta imagen donde la joven Elisa Lerner se ve como el centro solar de un sistema que parece iluminado por los destellos de su traje de lunares y su bolso de charol.
Un traje de buena seda
“¡Sorpresas que tiene la vida!”, dice la escritora cuando le hago ver la imagen y le planteo mi deseo de escribir sobre ella para este espacio.
“¡Nunca había visto esa foto! Y tampoco sé qué hago ahí. Vagamente reconozco ese traje de muy buena seda, seguramente italiana o francesa, y el horrible peinado de la época, que me hacía mi adorable peluquera María Anelli, en la Calle Villaflor de Sabana Grande, donde también se peinaban Mimina Carrero cuando era de Consalvi, algunas de sus hermanas, la famosa señora Anala Planchart, Margot Boulton quien me dijo un día: ‘Tú eres nuestra Colette’, la madre de Luis Castro Leiva, una señora muy guapa, la adorable Julia Brandt de Márquez, hija del pintor, su hermana Mary Brandt y pare de contar”
No es cierto que su peinado sea horrible. Es recatado y, aunque muy corto, deja ver la lustrosa calidad de su cabello.
Elisa no sabe cuándo fue tomada esta foto. Tampoco la apuro para que lo recuerde. Ya habrá tiempo de precisar todos los detalles. Cuento con que los lectores de Prodavinci persistirán en su labor orientadora y, como ocurre cada semana, contribuirán a precisar todos los detalles de esta imagen. De momento, nos quedamos con tres datos fundamentales: el lugar es el Palacio de Miraflores, la muchacha pálida y de mirada lánguida es Elisa Lerner y el único que no mira al orador es el escritor Miguel Otero Silva.
¿Es la primera vez que Lerner, hija de inmigrantes rumanos, nacida en Valencia en 1932, visitaba Miraflores? No lo sabemos. Pero la primera vez que ella visitó el Palacio fue en ocasión de una cena de escritores donde conoció “a la gran poeta doña Enriqueta Larriva”. Pudo haber sido a comienzos de los sesenta y Elisa Lerner recuerda que Betancourt le preguntó con simpatía: “¿Es cierto que está escribiendo algo contra el gobierno?”
El Presidente de la República tenía noticia de las andanzas literarias de aquella prometedora muchacha porque ella le había dado a leer a Ramón J. Velásquez las cuartillas de su obra de teatro La bella de inteligencia (1960). Y luego fue invitada “a un ágape celebrado en un salón muy bonito de Miraflores, a finales del período de Betancourt, cuando era Secretario de la Presidencia Mariano Picón Salas. Don Mariano lucía macilento, enfermo. Estuve con Elizabeth Schöen e Ida Gramcko. Ida lucía muy contenta”.
“Llamaron para decir que estaba preciosa”
En 1935 la familia Lerner se trasladó a Caracas, de manera que la pequeña Elisa va a tener una infancia sanjuanera. En esta capital hará sus estudios. La primaria en la Escuela José Enrique Rodó y la secundaria en el Liceo Fermín Toro. Era una liceísta de 16 años en 1948, cuando se publica su primer texto, un poema en prosa, en las páginas literarias de El Heraldo. Por la misma época se da a conocer como crítico de cine, con notas que formaba como Elishka y que, según constató el escritor José Balza, le dieron fama inmediata. En 1957 ya era miembro del Grupo Sardio y dos años después, en 1959, se graduó en Derecho en la UCV. De manera que esa muchachita de la foto, de hombros redondos y mirada enigmática, ya debe ser una abogada.
“Creo que la cena donde conocí a doña Enriqueta Arvelo pudo haber sido en el último trimestre de 1959”, precisa ella sin que yo le haya insistido.
“Una cena para intelectuales y artistas plásticos. Recuerdo a Mateo Manaure: me tocó al lado en la mesa. Fue en el patio de Miraflores, quizás sugerida al presidente Betancourt por el doctor Velázquez, entonces Secretario de la Presidencia. No estaba cerca de la escena, pero recuerdo que el poeta Juan Liscano pidió al presidente que no sacara a Adriano [González León] de la Embajada de Buenos Aires. Estaba claro en el gesto indignado de Betancourt que no había vuelta de hoja…”
Entre 1960 y 1962, Lerner se fue a Nueva York a hacer estudios de postgrado en Prevención de la Delincuencia. Estos años quedan, pues, descartados como fecha de la foto. Eso acorta las posibilidades de que fuera tomada durante la presidencia de Rómulo Betancourt y que fuera éste quien hablaba mientras el fotógrafo de Palacio se afanaba con la concurrencia. Al mismo tiempo, Miguel Otero Silva parece demasiado mayor para la época. ¿Será que no es él?
“Quizá la foto corresponde a un cóctel posterior, no sé si en 1966”, tantea Elisa. “No recuerdo qué se celebraba, no recuerdo a nadie. Solo a Margot Benacerraf, amistosa, con saludos de Oswaldo Trejo desde Bogotá”. Después hubo una invitación de Ramón Escovar Salom para un homenaje a don Julio Garmendia: “Estaba la crema de la actualidad, incluso Premios en Medicina. Recuerdo algo inusitado: al día siguiente, cada quien por su lado, me llamaron por teléfono Isaac Chocrón y José Balza para decirme que había estado preciosa. Debió ser hacia 1976, algo así”.
En esos años Lerner estaba muy activa en la prensa nacional. Sus textos serían recopilados y publicados en forma de libro: Una sonrisa detrás de la metáfora (1969); Yo amo a Columbo o la pasión dispersa Ensayos 1958-1978 (1979); Carriel número cinco (1983); Crónicas ginecológicas (1984); y En el entretanto (2000). Paralelamente, avanzaba en su trabajo como dramaturga, que incluye casi una decena de títulos. A La bella de inteligencia (1960) le siguió En el vasto silencio de Manhattan (1964), que fue publicada en 1971 y puesta en escena en el Teatro Cadafe en 1982, bajo la dirección del argentino Gustavo Tambascio, protagonizada por Flor Núñez en el rol de Rosie Davis. En 1964 esta pieza obtuvo el Premio Anna Julia Rojas del Ateneo de Caracas. Seguirían El país odontológico (1966); la exitosa Vida con mamá (1975), estrenada por el Nuevo Grupo bajo la dirección de Antonio Constante y con Herminia Valdez como la madre y Laura Zerra en el papel de la hija. Recibió el Premio Municipal de Teatro del Distrito Federal y el Premio Juana Sujo.
Posteriormente vino La mujer del periódico de la tarde (1976), merecedora del elogio de Julio Cortázar y puesta en escena por la actriz mexicana Susana Alexander, como parte de su espectáculo “Si me permiten hablar”, que en Caracas se vio en el Teatro Las Palmas, en 1981. Según Roberto Lovera de Sola “es una pequeña obra maestra”. Y, luego, El último tranvía (1984), protagonizada por Omar Gonzalo.
“Si fuera flaca…”
Tanto Isaac Chocrón como José Balza han podido llamarla al día siguiente para decirle que en esta ocasión, la de la fotografía, estaba preciosa. Lo estaba, claro que sí, con esos brazos redondos renuentes a ocultarse con el chal que vemos desmayado, con ese relojito dorado, los pulcros zapatos de tacón bajo y esa cintura marcada en el cuerpo rellenito. No es una muchacha gorda, tampoco es flaca. Y, ay, ya los huesos se han puesto de moda en Europa. “Si yo hubiera sido flaca hubiese sido modelo, actriz de telenovela, artista en alguna película”, escribe en Carriel para la fiesta.
“A mi producción intelectual no le conviene que yo permanezca flaca, esbelta. […] De modo que la ambición intelectual me lleva a la gordura. La creación, amiga mía, es nerviosa paradoja: el fracaso de la gordura me trae el éxito intelectual. En mi personilla, el sufrimiento de la gordura y el sufrimiento del arte se convierten en la misma cosa. No ha sido la influencia de un Kafka o de un Cortázar lo que me ha conducido a un envidiado triunfo literario, sino henchidos platos de Avena Quaker, rebosantes tazas de chocolate. Una mujer gorda no tiene a nadie a su lado. Una mujer gorda, sueña siempre. Escribe siempre. ¡Triunfa!”
Ya está triunfando en esta época. Por eso la han invitado a Miraflores, donde se admitía todo menos el fracaso. Recaba glorias literarias y algún dinerillo debe concitar con tales cimas, puesto que su vestido, cortado con esmero en género suntuoso, baratón no debe ser.
“Sigo pensando en esa foto, para servidora, repito, completamente inédita”, me dice días después de la primera consulta. Pero aún ahora no recuerda haber cruzado palabra con ninguna de las personas que aparecen en la imagen. “Que nadie me dijera nada o se interesara por una y yo menos me atreviera a decirles algo. Creo que tu ojo zahorí puede descubrir fácilmente que una está muy sola ahí, que realmente no recuerdo ni entiendo por qué estoy en ese escenario”.
Se sabe que está ahí porque es una estrella en alza. En aquellos días los escritores de calidad no eran echados de Miraflores con ristras de ajo.
Dijo la crítico literaria Alicia Perdomo que “la escritura de Elisa Lerner es importante porque el conjunto de su obra es una lectura de la historia cultural política y social de Venezuela. Ha sido, y es, una sagaz lectora y ha comprendido los procesos que mueven a esta sociedad”.
Una escritora importante. Así ha debido percibirla quien hacía las listas de invitaciones en Miraflores en los albores de la malograda democracia.
“No sé quién es la otra dama rubia”, admite Elisa Lerner. “Estoy segura de que nunca cruzamos saludos”. Pobre muchacha que en su relativa melancolía del momento, o tan relativa melancolía, aún puesta en sus trapos y peinado, se suponen glamurosos para mediados de los sesenta, se ve que está dispuesta a resistir frente a esa indiferencia o ceguera inmediatas. Aunque ella es la que se cree la ciega. Es casi un diagnóstico de consultorio.
En verdad, la dama rubia llama la atención. Su traje con corte de abrigo. Su peinado de ondas Marcel. Esa sólida cartera donde parece dormir un monedero rebosante de billetes y de fotos de carnet. Su barbilla es encantadora, lo mismo que sus orejas pegadas al cráneo. Está atenta al discurso. Tonta no es.
Elisa recuerda que para entonces usaba la colonia Blue grass, de Doroty Gray, o Apple blossom, de Helena Rubinstein. Y luego dice de sí misma:
“La dama aún bastante joven de la incógnita fotografía descubre en la imagen a Miguel Otero Silva, a quien amaba desde la niñez por lo divertido que era El morrocoy azul y luego le admiraría muchísimo por lo que significó El Nacional en la vida del país. Además, Fiebre fue una de las primeras novelas venezolanas que leyera con cariño. Y, ciertamente, años después nunca he recibido muy temprano al teléfono una tan convencida llamada a primera hora de la mañana de mayor encanto y generosidad que la del fundador de El Nacional. A eso iba a seguir, dentro del marco de un congreso literario en la Casa Andrés Bello, un intercambio de libros. Pero, aeronauta hipotética a un viaje a la luna, no di con el salón del encuentro”.
También en eso el país ha cambiado horriblemente. ¿A quién se le ocurriría que un editor de periódico va a llamar a un escritor, muy temprano, para comentarle un escrito con encanto y generosidad?