Hombre no identificado y dama no identificada en el Palacio de Miraflores, Caracas, Venezuela, circa 1960 | Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana

En el Sol del Perú

Fecha de publicación: mayo 30, 2022

La actitud de la señora que posa en el Salón Sol del Perú, en Miraflores, es la de cualquier turista fotografiado junto a una obra de arte célebre. Hay matices, desde luego. Hace mucho que los viajeros no se atavían de gala para ir a los museos (de hecho, suelen verse estampas de ejemplar desaliño) y esta dama ha elegido un traje de blusa y falda de seda estampada en flores sobre fondo blanco. Sobrio y bonito. Muy apropiado para el clima de Caracas y para la ocasión, que parece de trabajo. Puede tratarse de una directora de escuela que ha sido convocada al Palacio presidencial para recibir una condecoración.

El hombre ya es otra cosa. Mientras la pedagoga o médica se detiene a un par de metros del retrato ecuestre del Libertador (Tito Salas, 1936), con distancia respetuosa y modales contenidos (hasta el punto de que parece haber recogido su propia sombra como quien dobla las medias panty antes de ponerlas en la gaveta), el visitante masculino se da aires de habitué. Se aproxima demasiado a la obra, mueve las sillas y deja las manos sobre el brocado. Mientras la mujer mantiene los codos pegados a los flancos y sostiene con brazo firme el enorme bolso (quizá ha venido directamente de la peluquería y lleva ahí los rollos, las pinzas, el pañuelo, el maquillaje…), el tipo se mueve con desenvoltura, al punto que ni siquiera ha soltado el lápiz que tiene en la mano derecha. Es posible que sea empleado de protocolo y ha estado marcando ganchitos en la lista de invitados. En cualquier caso, exuda una especie de entusiasmo y familiaridad, digamos, sindicalista.

La vecindad de las imágenes —el contraste del talante entre ambas personas— nos lleva a darnos cuenta de que la figura de Simón Bolívar —más que prócer y padre de la patria, El divino Bolívar, como lo ha aludido el historiador Elías Pino Iturrieta en su libro sobre el culto civil— moviliza de distintas maneras a hombres y a mujeres. Estas fotografías lo sugieren. Mientras ella lo roza apenas con su sombra, que se detiene, tímida y poco interesada, como un rastro de seda en el suelo que pisa el Caballo Blanco, la sombra de él se ha dado la vuelta y parece a punto de saltar, autónoma, para correr a abrazar al general. Con este ingreso de su personaje en el territorio del cuadro, el fotógrafo se ha adelantado en 25 años a la idea de Woody Allen (La rosa púrpura del Cairo, 1985), quien rasgó la cuarta pared para que sus criaturas fueran y vinieran de la ficción a la realidad, del sueño a la cruel vigilia.

La presencia de Bolívar alborota en él unas fuerzas que a ella no pasan de sumergirla en un suspiro de solemnidad. Cómo no evocar los relatos de ciertos conspirados que aseguraban haber presenciado, no una sino muchas veces, la escena en que el líder de los golpistas dejaba una silla vacía para que en el momento oportuno viniera a ocuparla el fantasma que aquí vemos aferrado a la montura como en una asociación de sangre y temperamento. La silla vacía, el guerrero erecto, la capa ondeando al viento, la gorra sostenida con abandono como si se tributara al espectador el sudor y las ideas segregadas por la exquisita cabeza.

Aun cuando las figuras humanas ocupan menos de la mitad de la superficie reservada al héroe, este no se nos presenta desagradable. Es un Bolívar de museo, no de cuartel. De cuaderno, no de aviso oficial. Dice Pino Iturrieta: «En la medida en que la religión nacional nubla el entendimiento e invita a la subestimación de lo que cada generación ha hecho en su época, frena o demora la afirmación de una fuerza capaz de fundar la sociabilidad republicana que tanto se echa en falta. Cuando hace que cada presente se encandile por las glorias del pasado heroico y por los portentos de un artífice irrebatible, contribuye a la persistencia de la masa parasitaria. Una fe susceptible de decretar la incapacidad de los herederos del superhombre, o de presentarlos como sujetos inmaduros que dependen del Padre ubicuo y omnisciente le quita combustible al motor que cada uno debe poner en marcha para salir de su atolladero. Cambia el combustible por una inútil agua bendita».

Tiene razón el maestro Pino. Pero los venezolanos que muestran estas fotos no están paralizados por el Júpiter tonante. Para ella, no logró el de Caracas hazaña mayor que estar ahí, ese día, en ese Palacio, con ese peinado, envuelta en esa seda rumorosa y ajardinada (solo Dios sabe de cuántos sacrificios está empedrada la senda que la condujo a ella ahí). Y, para él, bueno, el ecuestre es pana, les paró las patas a unos cuantos y cada vez que atraviesa este salón siente que lo mira. A él.

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