Vista del Centro Simón Bolívar y el centro de Caracas, Circa 1957 / Fotografía de Leo Matiz

Era una maravilla llegar del colegio y preguntar: ¿está Leo Matiz?

Fecha de publicación: noviembre 7, 2017

A cien años del nacimiento del fotógrafo colombiano Leo Matiz, Consuelo Mendoza, la hija de Plinio Mendoza, hombre que lo acogió en su hogar durante su estadía en Caracas, cuenta algunos recuerdos que guarda del artista

Un genio contemporáneo y aventurero con el dolor como sino: de abuelo general y liberal asesinado por el ejército conservador de Colombia, oriundo de Aracataca, como su amigo Gabriel García Márquez, Leo Matiz se instaló de joven en Bogotá, pasó de ser un buen caricaturista a un retratista y fotógrafo importantísimo, atravesó Centro América haciendo auto stop, en plan mochilero, hasta que comenzó a forjarse un nombre propio entre la noche y la cultura; vivió una disputa legal con el muralista David Siqueiros, quien antes había sido su amigo, y por eso terminó huyendo de México; fue testigo directo del homicidio del gran líder popular Jorge Eliécer Gaitán, en el mítico Bogotazo de abril de 1948, cuando él mismo resultó herido; cubrió el conflicto entre Israel y Palestina a mediados del siglo pasado, enviado desde Nueva York por la ONU, y terminó retenido por las fuerzas en batalla; estuvo en Caracas durante la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez y después trabajó como fotógrafo de la presidencia de Venezuela, donde se hizo muy allegado a Rómulo Betancourt; tuvo un hijo que murió a los dieciocho años en circunstancias trágicas; perdió un ojo durante un atraco en San Victorino, Bogotá; este viajero, trashumante del amor y las ciudades, vivió una vida como si fueran muchas, siempre detrás de su cámara, buscando la luz, cerca de la pasión, el gozo, el sufrimiento y la búsqueda incesante de la belleza del arte.

Leo Matiz sobre tanqueta durante las manifestaciones del 23 de enero de 1958 / Fotografía de autor desconocido

Matiz llegó a Caracas gracias a la invitación y el apoyo de Plinio Mendoza Neira, quien había sido embajador de Colombia en Venezuela y luego estuvo durante años exiliado allí, viviendo en una casa en La Florida. Fue en esa casa donde tuvo Matiz su primer estudio de revelado y comenzó a registrar y retratar la vida del campo y la ciudad. Allí también vivía Consuelo, entonces niña grande, una de las hijas de don Plinio, quien hoy, desde Bogotá, recuerda a modo de instantáneas algunos pasajes entre íntimos y profesionales de Leo por nuestro país y su capital, a los que llegó a considerar esplendorosos, mágicos, admirables. El Archivo Fotografía Urbana y la Fundación para la Cultura Urbana hacen esta entrega como homenaje al fotógrafo colombiano.

¿Consuelo, cómo conoció a Leo Matiz y qué recuerda de aquella época?

Yo a Leo lo vine a conocer en Caracas como en 1951, más o menos, era una niña. Mi papá, que había sido embajador y luego exiliado político en Venezuela, alquiló una casa grande y amoblada en La Florida, gracias a sus contactos y amistades. La quinta Navarra, se llamaba. La Florida era un barrio muy bonito, en ese momento ni existía la Cota Mil, imagínese. Bueno, mi papá tenía siete hijos, la casa tenía dos garajes y mi papá no tenía sino un solo carro, así que uno de los garajes se lo adaptó a Leo para que tuviera su laboratorio.

Su padre, Plinio Mendoza Neira, y Leo Matiz, ya eran amigos…

Sí, claro. Mi papá lo conoció desde antes de que Leo llegara a Venezuela, seguramente en una galería que tenía Matiz aquí en Bogotá, que fue la primera donde expuso Fernando Botero. Mi papá tenía un ojo especial para conocer a escritores, periodistas o fotógrafos chéveres, y él terminó siendo como una especie de cónsul de Colombia allá en Caracas. Alejandro Vallejo y García Márquez llegaron allá también y escribieron para sus publicaciones. Recuerdo que el Gabo me picaba el ojo y me decía: «Ya vas a ver cómo tu papá va a quedar contento, a él lo que le gusta es que le hagan caso», porque mi papá llegaba y le decía: «Gabito, vaya y haga esto y escriba aquello, tal cosa y tal otra», y el Gabo iba y lo complacía, escribía lo que mi papá le decía. Trabajaban por colaboraciones, para los libros. Ellos y Leo Matiz también, que siempre viajaba, iba y venía.

Caravanas celebratorias, 23 de enero de 1958 / Fotografía de Leo Matiz

¿Cómo creció esa relación profesional entre su padre, Matiz y otros escritores colombianos en Caracas?

Mi papá era abogado, pero también editor, hacía muchas publicaciones. Editaba una llamada Deportes y algo más, también hacía el suplemento de La Esfera, que tenía muy buenos reportajes, tuvo otra revista que se llamó El agricultor venezolano. Hacía libros de gran formato, uno de ellos fue Así es Caracas, del año 1951, y ahí hay imágenes de varios fotógrafos, entre ellos de Leo Matiz. Arquitectura, sobre todo. Matiz era muy polifacético y era siempre su principal fotógrafo porque se documentaba mucho antes de hacer las fotos y además sabía relacionarse muy bien. Leo no solo contaba con la virtud de poseer un buen ojo para la fotografía, sino que además tenía olfato periodístico. En esa revista de los agricultores hizo muy buenos retratos sobre los campesinos.

Niño campesino con yunta de bueyes, S/f / Fotografía de Leo Matiz

¿Cómo eran esas tardes de niña en los cincuenta con un fotógrafo trabajando en casa?

Ah, para uno era una maravilla llegar del colegio y preguntar: «¿está Leo?». Porque él nos dejaba entrar al laboratorio y mirar cómo iba revelando las fotos en aquellos líquidos, y le iba echando una cosa amarilla, que para ese momento eso era casi como un acto de magia. Y él nos dejaba mover las fotos y después ayudarlo a colgarlas. En aquella época era maravilloso ver el negativo y después el revelado. Mis hermanas y yo vivíamos metidas allí.

¿Cómo describiría a Leo Matiz?

Leo era dinámico y muy alegre, pero sí es verdad que tenía un carácter que de pronto, algunas veces, lo hacía explotar por cosas que no le gustaban. Era un poquito temperamental. Tenía buena voz y también una bonita sonrisa, una hilera de dientes blanquísimos. Siempre se terciaba unas boinas muy especiales, le gustaba cantar, le gustaban las rancheras. Tenía carisma. Cuando íbamos a la playa él nos tomaba fotos. Posteriormente, nos cambiamos a San Bernandino. Tuvo él su primera hija, Alejandra, quien hoy en día maneja su fundación desde México, y él se instaló con su esposa Amparo y su hija en una pensión. Él quería mucho a su hija, siempre la consentía.

¿Era para ustedes como un miembro más de la familia?

Exacto. Él tendría un poco menos de cuarenta años y yo estaría como en sexto grado, pequeña. Estudiaba en el Colegio América, que quedaba en San Bernardino. Leo almorzaba con nosotros porque casi siempre estaba ahí trabajando. Sentarse uno un sábado a escucharlo era delicioso, uno quedaba con la boca abierta: eran unos cuentos… Recuerdo sus aventuras en el desierto, montado sobre un camello. Y le habían pasado tragedias, se había montado en un tren del que casi se cae. En fin, relatos agradables, y él tenía una voz como de locutor. Un gran conversador que contaba historias maravillosas.

Sobre eso de las tragedias, usted que lo conoció bastante, ¿por qué cree que tuvo una vida tan atropellada, salpicada de dolores?

Mira, te voy a contar una anécdota tonta como ejemplo. En algún momento no sé por qué razón le dio por irse a vivir a Funza un tiempo y convertirse en ganadero, le dio por tener toros y vacas. Por ese entonces me lo encontré y lo saludé: «¿Quiubo, Leíto y cómo está?», y él me contó: «Ha pasado una desgracia, compré una crema para las ubres de las vacas y me equivoqué, les puse una para tumbar cachos. Las vacas estuvieron gravísimas…». A él le pasaban ese tipo de cosas. Tragedias terribles o pequeñas, pero era por su estilo de vivir, desordenado, impulsivo, intenso. En San Victorino, cuando lo robaron y le quitaron su cámara terminó perdiendo un ojo. Eso lo afectó mucho. Sin embargo, yo diría que él siempre superaba esas tragedias.

 Volviendo a su época en Venezuela, entiendo que viajaba mucho.

Sí, Matiz estuvo mucho tiempo en Caracas, pero siempre salía y regresaba, rodaba por el país o volvía a Bogotá. Siempre así. Viajó bastante. También hizo algunas fotos para el Ministerio de Defensa del gobierno de Pérez Jiménez, o para alguien del gabinete, por los mismos encargos de publicaciones que le hacían a mi padre. Hay una cosa muy valiosa, que casi nadie sabe: cuando mi papá decidió regresar a Colombia, como en el año 1962, me encomendó la tarea de convertirme en una especie de asistente de su trabajo editorial. Esa fue mi escuela. Él compraba las fotos con sus negativos porque quería que las imágenes fueran exclusivas para sus libros. Nosotros teníamos más de once mil negativos en nuestra oficina, y la mayoría eran de Leo Matiz. A mí me tocó seleccionar esas fotos porque se las vendimos al Ministerio de Educación de ese momento, creo que bajo el gobierno de Rómulo Betancourt. Ahí debe haber un tesoro, si es que aún existen esos negativos y los mantuvieron en buen estado.

Grupo de obreros de la construcción, Caracas, Circa 1954 / Fotografía de Leo Matiz

¿Trabajó siempre solo?

Bueno, no. Como te digo, él siempre iba y venía. Y después, en algún momento, Leo se llevó a Caracas a sus hermanos: Armando y Octavio. Armando tenía unos dieciséis años y era como su asistente. Él también es un buen fotógrafo. De hecho, hay muchas fotos que llevan el sello de Matiz, porque él les ponía un sello, una marca del otro lado de la imagen, y algunas de esas fotos en realidad fueron tomadas por Armando. Después mi papá le montó otro laboratorio en una oficina, y cuando él salía de la ciudad sus hermanos se quedaban ahí ayudándolo, tomaban y revelaban las fotos.

Usted también ha sido editora de libros y revistas, ¿en qué aspectos ubicaría la genialidad de Matiz como fotógrafo?

Su fuerte era captar la humanidad en sus retratos: rostros, manos, ademanes, expresiones, desde el campesino hasta un presidente. Hizo muy buenos retratos de los campesinos, o de los extranjeros que llegaban a La Guaira. Porque la raza de estos extranjeros se mezcló mucho, había unos contrastes y él lograba mostrar esos contrastes del rubio con el venezolano moreno. El blanco y negro lo manejaba como pocos. Tenía un ojo especial para eso. Claro, también tomaba muy buenas fotos de edificios y avenidas. Como editora te puedo decir que nunca «se le caían» los edificios. Él le enseñó a su hermano Armando que cuando fuera a fotografiar un edificio siempre tomara mucho piso para que después el diseñador tuviera la posibilidad de editar o componer. Ahora es más fácil, con las cámaras digitales, pero él ya hacía eso en los años cincuenta y sesenta.

Si le pidiera que escoja solamente una o dos imágenes de las miles y miles que hizo Leo Matiz, ¿con cuáles se queda?

La de la red del pescador, que la han tratado de imitar muchas veces, pero qué va, es que esa foto es monumental. Y el retrato de Agustín Lara, que te dice mucho. Mucho. Es que él era un retratista sin igual.

Sara Meneses Imber y Sofía Imber, Circa 1946 / Fotografía de Leo Matiz

 

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Artículo publicado originalmente por el diario El Universal, en su cuerpo Verbigracia, en junio de 12017

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