Por Milagros Socorro.-Parece haber adelgazado recientemente. El saco luce mal cortado, pero lo más probable es que le quede grande y por eso forma esa caída poco garbosa en la cintura, a la altura del botón, lo mismo que en las mangas, quizá demasiado anchas, que cuelgan de las grandes hombreras. Debe ser un traje de lino, de allí que se haya arrugado levemente en las articulaciones y en los bordes, al sentarse. El conjunto, sin embargo, es de sobriedad veraniega y no poca elegancia masculina, realzada por la camisa blanca y la corbata de seda con nudo perfecto. El cabello está bien peinado: ni un cabello fuera de lugar. El pañuelo, también de seda, correctamente doblado en el bolsillo. Ni una mancha ni una mota. El efecto es de tal pulcritud que casi podemos percibir la loción de afeitar y la colonia.

Ha llegado a los 50 años con buena figura y el cabello todavía oscuro. Debe haber tenido una vida profesional estable, puesto que luce en la solapa uno de esos botones destinados a quien cumple un tiempo considerable en una organización. En la mano izquierda, la alianza de matrimonio; y en la derecha un cigarrillo, que nos habla de un hábito contumaz, pero también de una cierta timidez, ése no saber qué hacer con las manos. Está claro que lo encendió antes de que Leo Matiz le indicara posar apoyado en esa barra. Si no tuviera el cigarrillo en los nerviosos dedos, se hubiera afincado del todo y no hubiera quedado así, un poco volteado y con el traje rodado en los hombros. Son esas pequeñas decisiones las que marcarán la vida de este hombre (ya lo veremos). Por último, la expresión del rostro. Los labios un poquito apretados (no considera que sea apropiado sonreír) y la mirada a un tiempo curiosa y desconfiada, con un fondo de sufrimiento larvado. El fotógrafo está unos escalones más abajo, de manera que el hombre lo mira desde arriba como quien ha alcanzado un sitial de alguna relevancia, pero el gesto no evidencia satisfacción ni sentido de superioridad, sino más bien de dolor contenido, de herida profunda.

Este hombre es Eduardo Páez Pumar Unda. Nació en Caracas en 1899. Era el hijo menor del ingeniero Miguel Páez Pumar Landaeta, nacido en Valencia en 1857, quien dedicó su vida a la docencia y fundó con ese fin el Colegio Agustín Aveledo, llamado así en homenaje a su maestro, cuya trayectoria consta en la historia de la pedagogía en Venezuela.

Miguel Páez Pumar, el padre
Miguel había estudiado en el Colegio Santa María, que dirigía en Caracas el licenciado Agustín Aveledo. Y aunque también hizo carrera militar (llegó a ser Capitán de los Ejércitos de la República) y en 1876 se graduó de agrimensor, dejó todo por el magisterio. El 5 de noviembre de 1883 fundó en Caracas el colegio que consagró al nombre de su admirado maestro. No fue ése, por cierto, el único emprendimiento de Miguel. También creó en 1896 la primera universidad privada de Venezuela: la Escuela Central de Ingeniería, bajo un plan análogo al de la Escuela Central de Artes y Manufactureras de París y a la Ingeniería de Hannover, que confería los grados de agrimensor e ingeniero. Llegó a graduar profesionales que hicieron brillantes carreras. Asimismo, se le acredita la fundación de la Librería Moderna, en 1900, en la esquina de Sociedad, en el amplio y luminoso local que luego ocuparía The Royal Bank of Canada. También sería profesor de la Escuela Episcopal de Venezuela de la Academia Militar y de varios colegios particulares. Publicó un libro de Aritmética práctica con el que estudiaron muchas generaciones de escolares.

No obstante, tanta faena no le bastó al doctor Miguel Páez Pumar para hacerse de un patrimonio ni siquiera medianamente considerable. Tal fue su precariedad que, al final de su vida y tras cerrar el Colegio Agustín Aveledo en 1919, por sentirse demasiado cansado para persistir en su conducción, no tenía una casa donde retirarse a reposar. Un grupo de sus exalumnos hizo una recolecta para recaudar fondos y comprarle un vivienda al maestro (por idéntico método había logrado Aveledo su casa). Fue así como el doctor Miguel Páez Pumar se hizo de una morada en la esquina de Capuchinos, parroquia de San Juan. La parte mala es que su esposa, la madre de Eduardo, no llegó a instalarse en la que sería por fin su casa propia: murió repentinamente en febrero de 1922, antes de la mudanza. Miguel moriría en abril de 1925, a los 68 años.

Amalia Unda, la madre
La esposa de Miguel y madre de Eduardo se llamaba Amalia Sofía Unda Pulido. Había nacido en Caracas el 19 de septiembre de 1860. Ella acompañó al marido y lo apoyó en su pasión por el magisterio que, a duras penas, le daba para mantener a los once hijos de la pareja a quienes eventualmente se sumarían diez nietos que habían quedado sin padre. En la novela La huella de la estirpe, del abogado y escritor (además de cantante y formidable conversador) Oswaldo Páez Pumar, sobrino de Eduardo, cuenta la historia de la familia. De allí es la siguiente escena, que ilustra los malabarismos que debió hacer Amalia para poner comida en tantos platos.

“A la hora de la mesa era su esposa Amalia la que asumía la labor docente ante los invitados a cenar, porque además de los hijos y los nietos huérfanos había invitados, que viendo lo escuálido de las viandas se atrevían a sugerir, ‘Doña Amalia, no me ponga sino una papa’, y ella le respondía: ‘No le voy a servir una papa porque no le toca sino media’”

Con esa base matemática ella ha debido contemplar desolada las fallas administrativas a las que cabe atribuir el fracaso económico del Colegio Aveledo, que además de los cursos habituales impartía inglés y francés. De otra manera no se explica que el plantel produjera tan magros réditos, puesto que alumnos no le faltaban, y mucho menos fama y prestigio. Pero de seguro los gastos eran muy superiores a los ingresos. Más si tenemos en cuenta que Miguel tenía por costumbre rifar semanalmente en el Colegio una moneda de oro de veinte bolívares entre los discípulos. Se la ganaba quien mejor respondiera una pregunta sobre moral.

Los hijos de Miguel y Amalia crecieron entre privaciones que los marcaron hondamente. Ésa puede ser la melancolía que los grandes lentes de Eduardo no consiguen ocultar.

A Amalia se debe que los apellidos Páez y Pumar hubieran quedado unidos en uno solo. Miguel no usaba el tercero: Landaeta, que está puesto aquí para distinguirlo de Eduardo. A ella le pareció que “Páez Unda” sonaba muy mal: paezunda… pa’que se hunda… ¡Ay, no!. Entonces instruyó a los once hijos y al montón de nietos que se pusieran siempre “Páez Pumar” y luego, bueno, el apellido de la madre. Además tenía, al decir de Oswaldo Páez Pumar, otra motivación: resulta que tanto los Páez Pumar como los Pulido descienden del marqués de Pumar y ella quería que su descendencia evidenciara traza de semejante linaje.

Eduardo Páez Pumar Unda, el primer gerente de la Bolsa de Caracas
La Bolsa de Valores de Caracas fue fundada el 21 de enero de 1947. Esta fotografía, que pertenece a la Fundación Fotografía Urbana, fue tomada por el gran Leo Matiz, muy probablemente por esa fecha. Muestra a Eduardo Páez Pumar Unda, cuyos padres el lector ya conoce, parado ante la pizarra donde están anotadas las firmas inscritas en el organismo bursátil.

Dos de sus hermanos fueron presos de Juan Vicente Gómez. Miguel Ángel estuvo varios años en La Rotunda después de que, el 21 de julio de 1928, le envió una carta de once páginas al general Gómez donde le decía, entre otras lindezas:

“¡Calabozo, desarme general y silencio de la Prensa, son innecesarios para mantener la paz, basta con que Ud. se separe del poder! Calabozo, desarme general y silencio de la Prensa son impotentes para impedir la guerra, basta con Ud. se separe del poder!”

Y se despedía augurando:

“Si esta carta es acogida con la buena fe con que la escribo, tranquilo continuaré cumpliendo mis deberes ciudadanos y viviendo del fruto de mi trabajo entre los míos, pero si por el contrario esta carta remueve sedimentos pasionales y egoístas, no seré yo quien huya ni se esconda, pues desde que surgió el deber de escribirla, en aras de la patria dispuesto estoy al sacrificio”

A los pocos días tenía los tobillos engrillados y comenzaba a habituarse a los suspiros que puntuaban las noches en La Rotunda.

Para ese momento, en 1928, cuando su hermano Miguel Ángel cayó preso, ya hacía siete años que Eduardo se había casado con Mercedes Moller. En el camino había dejado los estudios. Concluyó el bachillerato y se apuntó a cursar Filosofía y Latín en el Seminario de Caracas, donde hizo una amistad que duraría toda la vida con Francisco de Paula Castillo Toro, quien llegaría a obispo. Eduardo, menos ambicioso en lo profesional y quizá en todo, se empleó en la firma de Licores Lander y Vera, con sede en San Agustín del Norte, de Boyacá a Mariño #56, en las tierras de la Hacienda La Yerbera.

Precisamente allí, en un evento social de Lander y Vera, alguien muy vinculado con el gobierno levantó una copa para brindar a la salud del general Gómez y Eduardo puso ruidosamente la suya en la mesa. Al preguntársele si no pensaba brindar, respondió: “No. Yo tengo dos hermanos en la cárcel”.

Su familia lo conocería por apasionado y enfático en sus puntos de vista. Sus sobrinos, incluso, hacían mofa de esta característica de su personalidad y lo pinchaban para hacerlo rabiar.

En 1937, muerto Juan Vicente Gómez, pasó a trabajar en el Ministerio de Hacienda (cuando el ministro era Cristóbal Mendoza) donde llegó a ser Director General del Despacho. Es probable que el botón que adorna su solapa en la foto sea por años de servicio en Hacienda. Se iría de allí para ser gerente de la Bolsa de Valores de Caracas, que fue su último trabajo formal, porque al retirarse se dedicó a escribir y de esos desvelos saldrían su libro Resurgere, del que se hizo una edición limitada para distribuir entre familiares.

Eduardo y Mercedes tuvieron ocho hijos: seis varones y dos mujeres. Una de ellas es la maestra Beatriz Páez Pumar, conocida como Pildorita por su corta estatura. Enseñó Matemáticas durante años en el Liceo Andrés Bello y en el Instituto Escuela de los hermanos Alvarado. Todavía vive. Tiene 90 años.

El cigarrillo lo iba a llevar a la tumba en diez años. Eduardo murió en 1960 de cáncer de garganta, en su casa de Chapellín, Caracas. También era aficionado a los traguitos, que solía tomar cada tarde en el porche de su casa, donde se hacían tertulias que congregaban a amigos, hermanos y sobrinos, entre ellos Sadi Loynaz Páez-Pumar, quien por cierto era uno de esos sobrinos que quedó huérfano al fallecer su padre, Henrique Loynaz Sucre. Sadi fue Campeón Nacional de Ajedrez y tenía tanto talento y audacia que llegó a jugar contra la leyenda cubana José Raúl Capablanca.

Eduardo era genealogista. Por eso sabía muy bien que era bisnieto del marqués de Pumar por línea paterna y tataranieto por la materna.

El marqués de Pumar, una figura trágica
Según asegura Oswaldo Páez Pumar, el marqués de Pumar era el hombre más rico de la Colonia. Más que el marqués del Toro, más que los Bolívar y más que todos los caraqueños millonarios. Se llamaba José Ignacio del Pumar y Traspuesto. Nació en marzo de 1738, en Barinas. Venezolano de segunda generación.

Según anota el Diccionario de Historia de Venezuela de Polar, era terrateniente y funcionario público y se convirtió en protector e impulsor de la causa republicana en los llanos. Su abuelo, Plácido del Pumar y Villegas, nativo de Riolova (en las montañas de Santander, en España) había llegado a Venezuela a finales del siglo XVII y se radicó en Barinas.

De allí vienen todos.

José Ignacio reuniría una inmensa fortuna. Tenía hatos y haciendas, enormes rebaños y muchas casas. Incluso dos palacios: uno en San Fernando de Boconó y otro en Barinas que tenía 17 cuartos.

Acumuló muchos títulos rimbombantes, pero el máximo le fue concedido por el rey Carlos III, quien en 1787 le otorgó el de Marqués de las Riberas de Boconó y Masparro, una vasta extensión que incluye lo que hoy es la Hacienda La Marqueseña. El marqués tenía cinco hijos, de manera que su heredad estaba segura y todo indicaba que sus riquezas aumentarían durante los siguientes siglos. Pero en 1810, cuando el aristócrata tenía 72 años, estalló la Guerra de Independencia y él se apresuró a darle apoyo a los alzados. Sus tres hijos varones corrieron a Colombia a unirse a las huestes de Simón Bolívar y las mujeres se pusieron a buen resguardo, porque la persecución sería enconada y sin cuartel. Su hija María Ignacia sobrevivió y se casó con Nicolás Pulido.

Cuando la necesaria emigración de Barinas de diciembre de 1813, el marqués quedó solo arrastrando los pasos en su palacio. Pensó que el sanguinario jefe realista José Antonio Puy le guardaría las consideraciones de su rango y de su avanzada edad: 76 años. No fue así. Lo hizo prisionero y lo sacaron a rastras de su palacio, ya saqueado e incendiado. Lo mandaron a Caracas para ser deportado a España, donde nunca había puesto los pies, pero no pasó de Guanare en cuya cárcel murió en 1814.

De entonces les viene a algunos Páez Pumar esa mirada que muestra Eduardo, de quien todavía no se consuela de haber perdido tanto a manos de tanta ignominia.