Por Luis Enrique Pérez Oramas.- Aquí está ella. Ella está en la mitad del río. Atrás la pendiente aguda de una colina cae, paralela a los tallos de los árboles que la protegen de la brasa solar del mediodía, como si el mundo se hiciese un eco de su cabellera ondulada, sus manos juntas sosteniendo algo: un ramo de hojas secas. ¿Qué hace ella aquí? ¿De dónde ha venido? ¿Por qué se ha detenido justo en medio del río, encima de una piedra? Su traje es doméstico y urbano, pero ella está sola, mirando de perfil, ignorando a quien la mira, a quienes la miramos. La fotografía atraviesa el río, de orilla a orilla, indiferente al ojo que la atraviesa a ella. Todos se ignoran: ella se ignora, absorta en medio de la corriente dulce de aquella agua oscura, su reflejo clavado en su sombra. Allí estuvo él, Alfredo Cortina. Pero ella lo ignora; ambos nos ignoran. La imagen es dos triángulos –uno de luz y de tierra; otro de sombra y de árboles- que se oponen. Y en el medio una efigie.
Lo que deberíamos saber, para comenzar a mirar a Alfredo Cortina es que durante muchos años, sin pretenderse “fotógrafo”, sólo siéndolo, en complicidad con su compañera de vida, la gran poeta Elizabeth Schön, se ocupó en registrar su imagen, de manera sistemática y continua, en todas las situaciones imaginables ante las cuales pudo ella quedarse para siempre detenida por efecto de la sal de plata que atrapa a la luz en la imagen: ante lo más ordinario del mundo, y ante lo más inesperado; delante de la sólida frontalidad de las cosas (y detrás la inmensidad); ante lo opaco de la materia que no refleja cuerpos (y detrás los espejos naturales); ante las ventanas, los puertos, los urinarios, las ruinas, las torres absurdas, los desechos, los jardines, las montañas, los mares, las piedras, los puentes, los abismos, las planicies.
De esta conmovedora obsesión por ella, con ella ante el inclasificable desconcierto del mundo, sólo podemos concluir que Alfredo Cortina, que no era “fotógrafo”, re-inventó entre nosotros a la fotografía, la fundó en sus términos más contemporáneos. Algo me hace intuir que Alfredo Cortina estaba más allá de su propia modernidad: que no era el suyo un menester apocalíptico o sublime, que no quería con sus fotos destruir la fotografía, o banalizarla –estilo Man Ray o estilo Marcel Duchamp. Tampoco quería, como cada uno de nuestros tardíos maestros fotógrafos modernos –estilo Alfredo Boulton, Fina Gómez, Carlos Herrera o Ricardo Razetti– encontrar “la” imagen, la foto única y definitiva. No: Alfredo Cortina sólo construyó un https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvo, nada más y nada menos como August Sander, pero a diferencia de aquel dramático repertorio de todos los habitantes de un mismo mundo, éste de Cortina es el https://elarchivo.org/wp-content/uploads/2022/07/037929.jpgvo incesante de un solo habitante, y muchos mundos. Alfredo Cortina construyó un sistema de imágenes quizás porque era consciente, como diría Villem Flusser, que “lo incomparable es incomprensible”, que sólo en su diferencia con otras imágenes pueden las imágenes llegar a significar algo. Estaba con ello Cortina, sin saberlo explícitamente, imbuido de una modernidad que iba más allá de lo moderno, de una modernidad capaz de abrirse campo más allá de sus propias contradicciones. Alfredo Cortina construyó un Atlas para Elizabeth.